Cómo enseñar en la Iglesia


Cuando se me asignó hablar a la Iglesia acerca de la enseñanza, me sentí muy humilde y oré fervientemente al respecto. Hace casi setenta años, me hallaba sentado en un acantilado, en una pequeña islita del Pacífico, cerca de la isla de Okinawa. Acababa de terminar la guerra y yo había sobrevivido. Me preguntaba qué haría. Estábamos esperando que los barcos nos fueran a buscar para llevarnos a casa. Me preguntaba qué haría con mi vida. ¿Qué deseaba hacer? ¿Qué deseaba ser? Finalmente me di cuenta de que deseaba ser maestro. Y aquí estoy, después de casi setenta años, aún con el mismo deseo, la misma determinación, habiendo aprendido mucho, pero todavía con mucho por aprender.

A fin de cuentas, todo lo que hacemos se reduce a enseñar, y aprendemos a enseñar. Podemos aprender a analizar principios y, entre ellos, quizás el más difícil de aprender sea el de vivir de tal manera que puedan actuar por sí mismos y a no leer de un libreto, sino que sólo dependan del Espíritu.

Ojalá pudiera prometerles que, si estudian con empeño y seriedad, serán mejores. Pero no es así; al menos no serán tan buenos como si confían en el Señor y confían en el Espíritu y luego enseñan. Aunque no es automático, con el tiempo, pueden aprender a confiar en el Espíritu y allí estará. Muchas veces he estado ante un púlpito y me he preguntado qué debo decir, casi con la mente en blanco, consciente de la gran responsabilidad que tenía, pero siempre he recibido lo que debo decir. Llega cuando empiezan a enseñar. Comienzan y entonces empieza a fluir la revelación. El mérito casi no nos corresponde, porque es el Espíritu el que genera el poder.

He llegado a comprender que todos somos maestros. En la Iglesia hablamos de ser llamados a ciertos cargos y ser apartados para enseñar en la Escuela Dominical o en otras organizaciones auxiliares. A veces el Sacerdocio se enorgullece de tener el poder de enseñar. Ellos nos se acercan al poder que se da a la madre. La mayor enseñanza en la Iglesia la realizan las madres.

Así que, a los maestros de la Iglesia, sean o no profesionales, ustedes saben que lo que enseñan es sagrado y que la mayor parte de esa enseñanza ocurre fuera del salón de clase, aun fuera del tiempo de preparación, cuando leen las lecciones, las estudian y luego las meditan según el pasaje de las Escrituras que dice: “la voz del Señor… penetró mi mente”. Esa “voz” nunca falla si siguen adelante y son obedientes. A los jóvenes la palabra “obediencia” les parece triste. No somos obedientes en forma automática. Los padres, de manera particular las madres educan a sus hijos para que sean obedientes. Somos responsables por ello cuando somos adultos y a veces tenemos pequeñas batallas interiores con nosotros mismos. Existe la palabra: arrepentirse. ¿Qué implica arrepentirse? Implica volver a hacerlo: repetir, arrepentirse. Y luego hay que retroceder hasta el punto donde se salieron de la senda y avanzar sin los obstáculos de antes. La Expiación es el medio sanador supremo; expía los pecados. ¿Se dan cuenta qué maravilloso es que puedan recurrir a la Expiación? El Señor la llevó a cabo para nuestro bien. No hay nada de lo que cual no puedan arrepentirse o de lo cual no puedan ser rescatados si se arrepienten y resuelven tomar la decisión. Así que mi consejo es sencillo: escojan hacer lo correcto, decidan ser mejores, decidan confiar en el pasaje de las Escrituras, y si lo hacen, progresarán y las dificultades que tengan serán para su bien.

Estos últimos setenta años y más me han enseñado mucho y todavía me queda mucho por aprender. No sé cuánto tiempo estaré aprendiendo pero cuando esta vida termine, iré a un nuevo reino y empezaré una nueva escuela. Expreso mi testimonio de que el Señor vive, que la Restauración ocurrió y fue dirigida desde el otro lado del velo para nuestro beneficio. El Señor vive. Sé que el Señor vive y conozco al Señor. En el nombre de Jesucristo. Amén.