El hogar puede ser un lugar santo de aprendizaje, dice la hermana Stephens

Por Carole M. Stephens, Presidencia General de la Sociedad de Socorro

  • 19 Noviembre 2014

Todos somos alumnos y maestros. Maggie, de 5 años, fue maestra cuando compartió con su familia lo que había sentido durante su visita a la Arboleda Sagrada.  Fotografía cortesía de la hermana Carole M. Stephens.

“Nuestros hogares se vuelven más santos… a medida que seguimos buscando oportunidades para sentir y para que nos enseñe el Espíritu”. —Carole M. Stephens, Presidencia General de la Sociedad de Socorro

Después de que nuestra familia visitara recientemente los lugares históricos de la Iglesia en Harmony, Palmyra, y Kirtland en el este de Estados Unidos, nos reunimos para una última reunión familiar antes de volver al hogar. Todos estaban invitados a compartir una experiencia inolvidable. Después de que varios miembros de la familia habían compartido su experiencia, Maggie de cinco años dijo: “Mi lugar favorito fue la Arboleda Sagrada”.

Le pregunté si le gustaría decirnos porqué. Se quedó callada por un momento. Nos dimos cuenta por su expresión que estaba absorta en sus pensamientos. Su dulce madre reconoció que la estaba pasando mal y la animó diciendo: “A veces es difícil encontrar las palabras correctas, ¿verdad?”. Maggie respondió: “Sí, lo es, no sé cómo explicarlo. Es algo que sentí allí”.

Un dulce espíritu llenó el cuarto y penetró los corazones. Yo estaba llena de gratitud mientras me vino a la mente la Escritura: “Nací de buenos padres y recibí, por lo tanto, alguna instrucción” (1 Nefi 1:1).

La enseñanza y el aprendizaje son principios eternos. Todos somos alumnos y todos somos maestros. Por ejemplo, aprendemos en las Escrituras y de las palabras de los profetas que recibimos nuestras primeras lecciones en el mundo de los espíritus. El presidente Henry B. Eyring enseñó: “Él mismo las instruyó antes de venir a la tierra. Se enteraron de que nuestro Padre tenía un plan de felicidad… Ese plan está marcado por convenios hechos con [Él]. Se les enseñó que el camino de regreso a Él no sería fácil” (Henry B. Eyring, “Hijas en el convenio”, Conferencia General de abril de 2014). Al saber que el viaje de regreso a nuestro hogar celestial no iba a ser fácil, el plan de nuestro Padre nos proporcionó el nacer en familias donde continuaríamos el proceso de aprendizaje y enseñanza.

En la conferencia general más reciente, el hermano Tad R. Callister, Presidente General de la Escuela Dominical, enseñó: “Al fin y al cabo, el hogar es el ambiente ideal para enseñar el evangelio de Jesucristo” (“Los padres: Principales maestros del Evangelio para sus hijos”, Conferencia General de noviembre de 2014).

En el diccionario bíblico [en inglés] aprendemos: “El templo es literalmente la casa del Señor… Un lugar donde el Señor puede venir, es el lugar más santo de adoración en la tierra. Sólo el hogar puede compararse con la santidad del templo. Nuestros hogares pueden llegar a ser lugares santos en donde se plantan las primeras semillas del testimonio en el corazón del “templo de Dios” (1 Corintios 3:16). Nuestros hogares proporcionan lugares seguros para continuar nutriendo los sentimientos que Maggie experimentó, “esa sensación de crecimiento” de la “semilla buena” (Alma 32:28) que había encontrado un lugar en su corazón. Nuestros hogares llegan a ser más santos a lo largo de nuestra vida, al continuar creando oportunidades para sentir y para que el Espíritu nos enseñe.

Una familia brasileña realiza el estudio de las Escrituras en familia en la mesa de la cocina.

Nuestros hogares llegan a ser lugares santos cuando asumimos la responsabilidad personal y como familia de nuestro propio aprendizaje del Evangelio.

Cuando los padres justos aceptan fervientemente las funciones de líderes espirituales en los hogares y dan el ejemplo, nuestros hogares y familias se fortalecerán al dejar de lado las cosas del mundo y establecer prioridades de tiempo a fin de “[buscar las cosas de un mundo mejor]” (D. y C. 25:10), dando prioridad a la oración, a la noche de hogar y al estudio del Evangelio; al aprender a vivir el Evangelio en nuestro hogar y al interactuar todos los días con los demás.

Enós dijo: “Las palabras que frecuentemente había oído a mi padre hablar, en cuanto a la vida eterna y el gozo de los santos, penetraron mi corazón profundamente” (Enós 1:3). No hay duda de quién fue el principal maestro del Evangelio para Enós.

Y los 2.060 jóvenes de Helamán,“muy jóvenes”, “sus madres les habían enseñado que si no dudaban, Dios los libraría” (Alma 56:46–47). Y afirmaron: “No dudamos que nuestras madres lo sabían” (Alma 56:48).

Esos padres justos entendieron el modelo importante que enseñó el Salvador en 3 Nefi 17, cuando enseñó: “Veo que… no podéis comprender todas mis palabras… Por tanto, id a vuestras casas, y meditad las cosas que os he dicho, y pedid al Padre en mi nombre que podáis entender; y preparad vuestras mentes para mañana, y vendré a vosotros otra vez” (3 Nefi 17:2–3).

El aprendizaje del Evangelio comienza en el hogar y se refuerza en la Iglesia a medida que nos preparamos espiritualmente con oídos para oír y corazones para entender y sentir el Espíritu y participamos de la enseñanza y el aprendizaje.

Todos somos alumnos y todos somos maestros. Maggie fue la maestra ese día.

Aunque no podía explicarlo, con su fe de niña nos enseño poderosamente lo que es tener el valor para confiar en los sentimientos que el Espíritu deja en los corazones de los alumnos diligentes.

Y los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos? Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo: De cierto os digo que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:1–3).