1990–1999
“Porque así se llamará mi iglesia”
Abril 1990


“Porque así se llamará mi iglesia”

“De la misma manera que reverenciamos Su santo nombre, reverenciemos el nombre que El decretó paro Su Iglesia.”

Hoy quisiera hablar sobre un nombre. A todos nos agrada cuando nuestro nombre se escribe y se pronuncia correctamente. Hay veces que se emplean apodos en vez del nombre real, pero ese apodo puede resultar ofensivo para la persona en sí o para los padres que le dieron el nombre.

El nombre del cual hablaré no es el de una persona, pero se aplican a él los mismos principios Me refiero a un nombre dado por el Señor:

“Porque así se llamará mi iglesia en los postreros días, a saber, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días.” (D. y C. 115:4.)

Adviértase claramente el lenguaje del Señor. El no dijo: “Porque así se nombrará a mi iglesia”, sino que dijo: “… así se llamará mi iglesia”. Hace algunos años, las Autoridades de la Iglesia hicieron una declaración en la que decían a los miembros: “Pensamos que muchos pueden confundirse al utilizar tan a menudo el término ‘Iglesia Mormona’” (Manual del curso Miembro Misionero, Guía del instructor [PBMI8574SP], pág. 2). Antes de considerar ningún otro nombre como substituto legitimo, la persona prudente debe tener en cuenta los sentimientos del Padre Celestial que dio ese nombre.

Por cierto, toda palabra que procede de la boca del Señor es preciosa. Por consiguiente, cada palabra de este nombre debe ser importante y divinamente designada por una razón especifica. Si analizamos las palabras claves del nombre, llegaremos a entender con mayor claridad el significado total del nombre.

Santos

La primera palabra clave después del nombre del Señor es Santos. Me hace gracia el recordar un comentario que se hizo después de mi llamamiento como miembro del Quórum de los Doce. Un médico amigo mío me comunicó algo que se había dicho en una reunión de colegas, en el sentido de que “el doctor Nelson ya no practicaba la cardiocirugía debido a que su Iglesia lo había hecho ‘santo’”.

Dicho comentario no fue solamente gracioso sino también interesante. Daba evidencia de la poca familiaridad de la persona con el lenguaje de la Biblia en la cuál la palabra santo se utiliza con mucha más frecuencia que el término cristiano.

Las veces que la palabra cristiano aparece en la Biblia se pueden contar con los dedos de una mano. En uno de los versículos donde aparece la palabra, se describe el hecho histórico de que “a los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía” (Hechos 11:26); en otro se cita a un incrédulo sarcástico, el rey Agripa (Hechos 26:28); y en otro se indica que aquel a quien se le conozca como “cristiano” debe estar preparado para sufrir (1 Pedro 4:16).

En contraste, el término santo (o santos) aparece en 36 versículos del Antiguo Testamento y en 62 versículos del Nuevo Testamento.

Pablo dirigió una epístola “a los santos y fieles en Cristo Jesús” (Efesios 1:1) que estaban en Efeso.

A los nuevos conversos de ese lugar, les dijo:

“… ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios.” (Efesios 2:19; véase también Efesios 3:17-19.)

En esta epístola a los efesios, Pablo utilizó la palabra santo por lo menos una vez en cada capítulo.

A pesar de que se le emplea en 98 versículos de la Biblia, el término santos todavía no se entiende bien. Algunos erróneamente piensan que el término sirve para describir a un ser canonizado, o sea, perfecto. No es así. Un santo es un creyente en Cristo que conoce el amor perfecto del Señor. El santo dadivoso comparte lo que tiene con un verdadero espíritu de amor, y el santo que recibe lo hace con un verdadero espíritu de agradecimiento. Un santo sirve a otras personas, sabiendo que cuanto más lo hace, tanto mayores son las oportunidades de que el Espíritu le santifique y purifique.

Un santo está siempre atento a las súplicas de otros seres humanos, no sólo a las cosas que se expresan en palabras, sino también a los sentimientos escondidos. Un santo es diferente de la persona que tiene una actitud indolente hacia el pesar ajeno. Un santo de verdad toma, sin pensarlo, la iniciativa de hacer algo en favor de los necesitados, cualquiera que sea la necesidad de esa persona. (Véase 1 Corintios 12:25-27; 2 Cor. 7:12.)

Un santo se refrena de la ociosidad (véase Alma 38:12) y trata de aprender tanto por medio del estudio como por la fe. La educación no solamente le ayuda a comunicarse con otras personas, sino también a discernir entre lo que es verdad y lo que no lo es, particularmente por medio del estudio de las Escrituras. (Véase D. y C.88:118.)

Un santo es honrado y bondadoso, cumple con sus obligaciones financieras a tiempo y completamente, y trata a las demás personas como querría que se le tratara a él. (Véase Mateo 7:12; 3 Nefi 14:12; D. y C. 112:11.)

Un santo es un ciudadano honorable, que sabe que ese mismo país que le proporciona oportunidades y protección merece BU apoyo, mediante el pago de sus obligaciones para con las instituciones del gobierno y su participación personal en el proceso legal y político. (Véase D. y C. 134:5.)

Un santo resuelve todas las diferencias que pueda tener con otras personas, y lo hace honorable y pacíficamente, y es siempre cortés, aun al conducir su automóvil a la hora de mayor tráfico.

Un santo se aparta de aquello que es impuro y degradante y evita los excesos aun de aquellas cosas que son buenas.

Tal vez más que todo, un santo es reverente. La reverencia hacia el Señor, hacia la tierra que E1 creó, hacia los líderes, hacia la dignidad de otras personas, hacia la ley, hacia la santidad de la vida, hacia las capillas y otros edificios, es todo evidencia de la actitud típica de un santo. (Véase Levítico 19:30; Alma 47:22; D. y C. 107:4; 134:7.)

Un santo que es reverente ama al Señor y da la mayor prioridad a la observancia de los mandamientos. La oración diaria, los ayunos regulares, el pago de los diezmos y ofrendas, son privilegios importantes para un santo fiel.

Por último, un santo es aquel que recibe dones del Espíritu que Dios les ha prometido a todos sus hijos fieles. (Véase Joel 2:28-29; Hechos 2:17-18.)

Ultimos días

Las palabras últimos días son una expresión particularmente difícil para los traductores que trabajan con idiomas en los cuales no hay un equivalente. Hay traducciones en que este término tal vez se interprete como el día final.

Es cierto que en las Escrituras se refieren a los días finales de la existencia temporal de la tierra como a una esfera telestial. La tierra será entonces renovada y recibirá su gloria paradisíaca, o sea, terrestre. (Véase el décimo Artículo de Fe.)

Finalmente, la tierra será celestializada. (Véase Apocalipsis 21:1; D. y C. 77:1; 88:25-26.) Pero los días finales de la tierra deben ser precedidos por sus últimos días.

Estamos viviendo en esos últimos días, y son realmente maravillosos. El Espíritu del Señor se está derramando entre todos los habitantes de la tierra, tal como el profeta Joel lo predijo. Su profecía fue de tal significado que el ángel Moroni se la reafirmó al profeta José Smith. (Véase Joel 2:28-32; José Smith-Historia 41.)

Durante miles de años, los métodos de agricultura, transporte y comunicaciones permanecieron básicamente iguales en comparación con las antiguas técnicas. Sin embargo, los progresos alcanzados desde el nacimiento de José Smith han ido en aumento de una manera asombrosa.

José Smith había sido preordenado como Profeta de Dios para la restauración del evangelio en la dispensación del cumplimiento de los tiempos. (Véase 2 Nefi 3:7-15.) Veinticinco años después de su nacimiento, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días fue oficialmente organizada.

Más adelante, en el mismo siglo, se inventó el telégrafo, una embarcación a vapor cruzó por primera vez el Océano Atlántico, y se inventaron el teléfono, el automóvil y la cinematografía.

El siglo veinte ha sido aún más extraordinario. La agricultura alcanzó un nivel de mecanización.

Los medios de transporte modernos permiten al viajero llegar a cualquier parte del mundo en menos de dos días.

Las computadoras permiten a la Iglesia servir a sus miembros aún en vida, y organizar la información relacionada con sus antepasados que viven del otro lado del velo. Infinidad de personas en todo el mundo, a quienes poco les interesaba la historia familiar, ahora investigan sus raíces por medio de tecnologías que no estaban disponibles hace un siglo.

Las comunicaciones de larga distancia por vía telefónica, por vía facsímile, por radio, televisión y satélite, son cosa de rutina. En estos los últimos días, resulta posible transmitir la palabra del Señor desde las Oficinas Generales de Su Iglesia hasta las partes más remotas del mundo.

La promesa divina se está cumpliendo de que “este evangelio será predicado a toda nación, y tribu, y lengua, y pueblo” (D. y C. 133:37).

Recientemente se han verificado cambios políticos en muchos países; restricciones que habían existido se han levantado para dar paso a las libertades individuales. El caparazón de la confinación espiritual se ha despedazado. Los inconfundibles gritos de libertad se oyen por doquier. La mano del Señor es por demás aparente. El dijo: “Apresuraré mi obra en su tiempo” (D. y C. 8:73), y ese tiempo de apresuramiento ha llegado.

Jesucristo

Por directiva divina, el título de la Iglesia lleva el sagrado nombre de Jesucristo, cuya Iglesia ésta es. (Véase D. y C. 115:3A.) Así lo ha decretado E1 mismo, más de una vez. Hace casi dos mil años, el Señor declaró:

“… daréis mi nombre a la Iglesia …

“¿Y cómo puede ser mi iglesia salvo que lleve mi nombre?” (3 Nefi 27:7 8; cursiva agregada.)

Adoramos a Dios el Eterno Padre en el nombre de su Hijo por el poder del Espíritu Santo. Sabemos que el Jesús premortal era Jehová, el Dios del Antiguo Testamento. Sabemos que El es “la piedra angular principal” sobre la cuál se basa la organización de Su Iglesia. (Efesios 2:20.) Sabemos que El es la Roca de la cual procede la revelación que reciben sus agentes autorizados (véase 1 Cor. 10:4; Helamán 5:2) así como todos aquellos que le buscan dignamente (véase D y C 88:63).

Sabemos que El vino al mundo para cumplir con la voluntad de su Padre, quien le envió. (Véase 3 Nefi 27:13.) Su misión divina era llevar a cabo la Expiación, la cual habría de romper las ligaduras de la muerte y nos permitiría recibir la inmortalidad y la vi da eterna.

La misión divina del Señor viviente aún continúa. Un día nos postraremos delante de E1 en juicio. E1 ya se ha referido a ese acontecimiento:

“Y sucederá que cualquiera que se arrepienta y se bautice en mi nombre, será lleno; y si persevera hasta el fin, he aquí, yo lo tendré por inocente ante mi Padre el día en que me presente para juzgar al mundo.” (3 Nefi 27:16.)

Nosotros reverenciamos el nombre de Jesucristo. E1 es nuestro Redentor resucitado.

La Iglesia

Las dos primeras palabras del nombre que el Señor ha escogido para ésta, su organización terrenal, son La Iglesia.

Adviértase que el artículo La comienza con mayúscula. Esta es una parte importante del título, pues la Iglesia es la organización oficial de creyentes bautizados que han tomado sobre sí el nombre de Cristo. (Véase D. y C. 10:67-69; 18:2W25.)

E1 cimiento de la Iglesia es la realidad de que Dios es nuestro Padre y de que su Hijo Unigénito, Jesucristo, es el Salvador del mundo. E1 testimonio y la inspiración del Espíritu Santo confirman estas realidades.

La Iglesia es el medio por el cual el Maestro lleva a efecto su obra y confiere su gloria. Sus ordenanzas y convenios son la recompensa máxima de nuestra condición de miembros. Aun cuando muchas organizaciones pueden ofrecer hermandad y buena instrucción, solamente la Iglesia del Señor puede proporcionar el bautismo, la

confirmación, las ordenaciones, la Santa Cena, las bendiciones patriarcales y las ordenanzas del templo; todas ellas llevadas a la práctica mediante el poder autorizado del sacerdocio. Ese poder está destinado a ser. una bendición para todos los hijos de nuestro Padre Celestial, sea cual fuere su nacionalidad:

“Las llaves del reino de Dios han sido entregadas al hombre en la tierra, y de allí rodará el evangelio hasta los extremos de la misma.” (D. y C. 65;2; véase también Daniel 2:37A5; D. y C. 109:72.)

La admisión a la Iglesia del Señor se logra por medio del bautismo. Esta ordenanza sagrada está reservada únicamente para los niños después que lleguen a la edad de la responsabilidad y para los adultos que se hayan verdaderamente convertido, preparado y que sean dignos de pasar la prueba a la que se refiere el siguiente pasaje de las Escrituras:

“… Deseáis entrar en el redil de Dios y ser llamados su pueblo, y estáis dispuestos a llevar las cargas de unos y otros para que sean ligeras;

“sí, y estáis dispuestos a llorar con los que lloran; sí, y a consolar a los que necesitan de consuelo, y a ser. testigos de Dios a todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar …” (Mosíah 18:v9.)

Por medio de la ordenanza del bautismo, tomamos sobre nosotros el nombre del Señor y hacemos convenio de ser santos en estos últimos días. Hacemos el convenio de vivir de acuerdo con las doctrinas de la Iglesia según se encuentran registradas en las sagradas Escrituras y tal como fueron reveladas a los profetas antiguos y los contemporáneos.

“Creemos todo lo que Dios ha revelado, todo lo que actualmente revela, y creemos que aún revelará muchos grandes e importantes asuntos pertenecientes al reino de Dios.” (Noveno Artículo de Fe.)

Estas revelaciones incluyen verdades fundamentales que son esenciales para nuestra felicidad y gozo sempiternos. Nos enseñan en cuanto a prioridades con potencial eterno, tales como el amor de Dios, la familia, la madre, el padre, los hijos y el hogar; el autodominio; a velar por los pobres y los necesitados; en cuanto al servicio y a tener consideración por otras personas.

Esta Iglesia, establecida bajo la dirección del Dios Todopoderoso, cumple con las promesas hechas en las épocas bíblicas. Es una parte de “la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:21).

La Iglesia ha sido restaurada y el Señor mismo le ha dado el nombre que lleva.

El nos advierte solemnemente: “Por tanto, cuídense todos los hombres de cómo toman mi nombre en sus labios”. “Recordad”, agrega, “que lo que viene de arriba es sagrado, y debe expresarse con cuidado” (D. y C. 63:61, 64). Por lo tanto, de la misma manera que reverenciamos Su santo nombre, reverenciamos el nombre que E1 decretó para Su Iglesia

Como miembros de Su Iglesia, tenemos el privilegio de participar en este destino divino. Ruego que honremos al que declaró: “Porque así se llamará mi Iglesia … La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días”, y lo hago en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.