1990–1999
“¡Te he dicho mil veces!”
Octubre 1990


“¡Te he dicho mil veces!”

Entre los que sois padres, ¿cuántos habéis tenido una experiencia similar a la siguiente?: Estáis finalmente descansando al terminar una ardua jornada. De pronto, el silencio y la serenidad se ven interrumpidos por el desgarrador grito de uno de vuestros hijos. De un salto abandonáis el cómodo sillón y salís al encuentro del niño, que entra en la casa corriendo y visiblemente agitado. En seguida os dais cuenta de que se ha lastimado y que el corte requerirá puntos, y en una fracción de segundo os hacéis una idea mental de lo que sucedió. Por consiguiente, las primeras palabras que brotan de vuestra boca, en vez de ser de comprensión y consuelo, son: “¿Cuándo vas a aprender a hacerme caso? ¿Por qué no haces caso? ¡Te he dicho mil veces que no te subas al techo de la casa!”

Nuestros hijos testificaran que nunca decimos que les hemos advertido algo dos, tres, nueve ni quince veces, sino que siempre afirmamos que se lo hemos dicho mil veces.

Así como los padres terrenales hemos hecho advertencias a nuestros hijos, el Señor ha advertido a sus hijos: “Y la voz de amonestación ira a todo pueblo por boca de mis discípulos, a quienes he escogido en estos últimos días”(D. y C. 1:4).

Y después de sus testimonios, “viene el testimonio de terremotos que causaran gemidos en medio de la tierra …

“Y también viene el testimonio de la voz de truenos … de relámpagos … de tempestades, y … de las olas del mar que se precipitan allende sus limites.” (D. y C. 88:89-90.)

“Y en ese día se oirá de guerras y rumores de guerras …

“Y el amor de los hombres se enfriara, y abundara la iniquidad.” (D. y C. 45:26-27.)

“Y se derramaran plagas …” (D. y C. 84:97.)

“… y toda la tierra estará en conmoción …” (D. y C. 45:26.)

Quizás subestimemos la realidad al decir que las advertencias del Señor han empezado a cumplirse. ¿Cómo respondemos al clamor de los hijos de Dios pidiendo ayuda? ¿Les

preguntamos: “Por que no tienen mas cuidado”?, o “¿Por qué no le hacen caso al Señor?” ¿O les decimos: “¡Los lideres de la Iglesia les han dicho mil veces que cambien su manera de proceder!”?

Antes de referirme a la forma en que podemos responder, quisiera sugerir, empleando expresiones fáciles de entender, dos ajustes que debemos hacer en nuestra actitud. Primero, debemos vencer el fatalismo. Conocemos las profecías del futuro; sabemos cómo terminara todo; sabemos que el mundo, en forma colectiva, no se arrepentirá, y que por consiguiente, los últimos días estarán llenos de dolor y sufrimiento. Por lo tanto, podríamos levantar los brazos en un gesto de derrota y no hacer otra cosa que orar pidiendo que venga el fin para que empiece el Milenio. Hacer eso seria perder el derecho de participar en el gran suceso que todos esperamos. Todos debemos ser protagonistas en la escena final, no espectadores; debemos hacer cuanto este de nuestra parte por prevenir las calamidades, y después hacer todo lo posible por auxiliar y consolar a las víctimas de las tragedias que de todos modos ocurren.

Lehi nos dio un excelente ejemplo en su manera de encarar lo que él sabía en cuanto a lo que el futuro les depararía a Lamán y a Lemuel. Cuando ellos eran muy jóvenes, Lehi tuvo una visión en la que Lamán y Lemuel no participaban del fruto del árbol de la vida. Sin embargo, inmediatamente después de la visión, “los exhorto, con todo el sentimiento de un tierno padre, a que escucharan sus consejos, para que quizá el Señor tuviera misericordia de ellos” (1 Nefi 8:37).

Durante el resto de la vida de Lehi, las acciones de Lamán y Lemuel le dieron pocas esperanzas de que fueran a arrepentirse; no obstante, jamas se dio por vencido, sino que siguió esforzándose por ellos y dándoles todo su amor, aun hasta el momento de exhalar el último suspiro. (Véase 2 Nefi 1:21.)

El gran profeta Mormón nos dio otro ejemplo digno de ser imitado. A él le tocó vivir en una época carente de esperanzas, en la que, según sus palabras, “no hubo dones del Señor, y el Espíritu Santo no descendió sobre ninguno, por causa de su iniquidad e incredulidad” (Mormón 1:14).

A pesar de aquella angustiosa situación, Mormón aceptó dirigir sus ejércitos, pues, de acuerdo con sus propias palabras, “a pesar de sus iniquidades … los había amado con todo mi corazón, de acuerdo con el amor de Dios que había en mi; y todo el día se había derramado mi alma en oración a Dios a favor de ellos” (Mormón 3:12).

Este profeta sentía el amor de Cristo hacia un pueblo caído. ¿Podemos nosotros conformarnos con amar menos? Debemos seguir adelante con el amor puro de Cristo para llevar a todo el mundo las buenas nuevas del evangelio. Al hacerlo y al pelear la batalla del bien contra el mal, de la luz contra las tinieblas, de la verdad contra la falsedad, no debemos olvidar nuestra responsabilidad de vendar las heridas de aquellos que hayan caído en la contienda. En el reino no hay lugar para el fatalismo.

El segundo ajuste de actitud que debemos hacer es no permitirnos nunca sentir satisfacción ante algunas calamidades de los últimos días. Hay veces en que tenemos la tendencia a gozar al ver cómo se despliegan las consecuencias naturales del pecado. Es posible que nos sintamos un tanto vindicados por haber soportado la indiferencia de la mayoría del mundo, o porque nos hayan perseguido y se hayan burlado de nosotros. Cuando nos enteramos de terremotos, guerras, hambre, enfermedades, pobreza y calamidades, quizás nos sintamos tentados a decir: “Bueno, se lo advertimos”. “Les dijimos mil veces que no hicieran esas cosas”.

Deberíamos prestar atención a los siguientes proverbios:

“… el que se alegra de la calamidad no quedara sin castigo.” (Proverbios 17:5.)

“Cuando cayere tu enemigo, no te regocijes, y cuando tropezare, no se alegre tu corazón.” (Proverbios 24:17.)

En cuanto a este asunto, Job dijo: “… Porque habría negado al Dios soberano.

“Si me alegré en el quebrantamiento del que me aborrecía, y me regocijé cuando le halló el mal.” (Job 31:28-29.)

El rey Benjamin se refirió claramente al pecado de juzgar a una persona que padezca necesidades:

“Tal vez dirás: El hombre ha traído sobre sí su miseria; por tanto, detendré mi mano y no le daré de mi alimento, ni le impartiré de mis bienes para evitar que padezca, porque sus castigos son justos.

“Mas, ¡oh hombre!, yo te digo que quien esto hiciere tiene gran necesidad de arrepentirse …” (Mosíah 4: 17-18.)

Todos sabemos que muchas heridas son causadas por la misma mano del herido y que se podrían haber evitado obedeciendo los principios del evangelio. Sin embargo, el encogerse de hombros so pretexto de que la persona es responsable del problema y debe resolverlo por si misma no es aceptable para el Señor. A los que sufren, Él les dijo: “Venid a mi todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).

Aun cuando El no aprueba el pecado, sus brazos están siempre abiertos para el pecador arrepentido. En la revelación moderna el Señor nos ha dicho que debemos dar aun un paso mas: “Yo, el Señor, perdonare a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres” (D. y C. 64:10).

Y ese perdón se debe poner de manifiesto extendiendo una mano que sirva para aliviar las heridas, aun cuando estas sean el resultado de la transgresión. El reaccionar de cualquier otra manera seria como instalar una clínica en la que se trataran casos de cáncer del pulmón exclusivamente para los que no fumen. El hecho de que el dolor lo padezca alguien que sea completamente inocente o que lo sufra como resultado de su propia conducta, es incongruente. Cuando a una persona la ha atropellado un camión, no nos abstenemos de ayudarla, aunque sea obvio que el accidente haya sido por su culpa.

Aun cuando parte del sufrimiento del mundo se puede relacionar con la desobediencia o la falta de criterio, hay también mucho sufrimiento por el cual no se puede achacar la culpa a nadie. Millones de personas en todas partes del mundo se van a dormir hambrientas y pasan sus horas de vigilia atormentadas por enfermedades y otras aflicciones que las aquejan. Las causas son muchas, variadas y complejas. Por otra parte, los desastres naturales también caen sobre los justos al igual que sobre los inicuos.

Ahora que hemos analizado algunos ajustes que debemos hacer en nuestra actitud concerniente al fatalismo y a cualquier satisfacción que podamos sentir ante las desgracias ajenas, ¿qué medidas debemos tomar? ¿Que debemos hacer, colectivamente en la Iglesia e individualmente, ante tan gigantescas necesidades que padece el mundo?

Somos pocos en numero; por cada miembro de la Iglesia, hay en el mundo aproximadamente mil personas que no lo son; nuestros recursos son limitados en contraste con las enormes necesidades que existen a nuestro alrededor. No podemos hacerlo todo, pero debemos hacer todo lo que podamos.

Las Autoridades Generales se mantienen al tanto de la multitud de crisis existentes en todo el mundo y brindan asistencia a una buena cantidad de países. Dicha ayuda se da en aquellas circunstancias que parezcan ser las más apremiantes, sin tomar en consideración las ideologías políticas ni religiosas prevalecientes en cada nación.

Refiriéndose a este tema, y en respuesta a la pregunta: “¿Qué se requiere para ser un buen miembro de la Iglesia?”, el profeta José Smith dijo, entre otras cosas:

“El buen miembro alimentara al hambriento, vestirá al desnudo, proveerá para la viuda, secara las lagrimas del huérfano y consolara al afligido, ya sea que sean estos miembros de esta Iglesia, de otra cualquiera o de ninguna, y dondequiera que se encuentren.” (Times and Seasons, 15 de marzo de 1842, pág. 732.)

Hace poco tiempo, el presidente Hinckley dijo:

“Donde haya hambre severa, no importa cual sea la causa, no permitiré que mis opiniones políticas entorpezcan mis sentimientos de compasión o desvíen mi responsabilidad en cuanto a los hijos de Dios, dondequiera que estén y cualesquiera sean sus circunstancias.” (Liahona, abril de 1985, pág. 52.)

Cuando los miembros de la Iglesia leen relatos o ven fotografías patéticas de los sufrimientos de la humanidad, se sienten conmovidos y preguntan: “¿Qué podemos hacer?” La mayoría de nosotros no podrá ayudar en forma personal cuando la necesidad se presente en un lugar distante. Sin embargo, todo miembro de la Iglesia puede orar por que haya paz en el mundo y por el bienestar de todos sus habitantes. También podemos ayunar y aumentar, dentro de lo posible, nuestras ofrendas de ayuno a fin de que la Iglesia este en condiciones de socorrer mas a los que lo necesiten.

En lo concerniente a la ayuda personal, quizás el mayor de los servicios caritativos que podamos ofrecer este dentro de nuestros propios vecindarios y comunidades. Dondequiera que vivamos en el mundo, el dolor y el sufrimiento nos rodean por todas partes; debemos tomar mas iniciativa en forma individual para decidir cómo brindar un mejor servicio.

El hecho de que una actividad en particular no sea auspiciada por la Iglesia no quiere decir que no sea digna del apoyo de los miembros. Cada uno de nosotros debería familiarizarse con las oportunidades que nos rodean. Me da la impresión de que muchos miembros sufren de parálisis de acción esperando que la Iglesia ponga su sello de aprobación en esta o aquella organización. La Iglesia enseña principios, y debemos valernos de esos principios y de la influencia del Espíritu para decidir que organizaciones habremos de apoyar.

El Señor dijo: “De cierto digo que los hombres deben estar anhelosamente empeñados en una causa buena, y hacer muchas cosas de su propia voluntad” (D. y C. 58:27).

Son muchas las cosas buenas que se pueden hacer mediante la organización de la Iglesia, las de la comunidad y, muy a menudo, sin tener que hacerlo a través de ninguna organización.

Debemos extendernos mas allá de las paredes de nuestra Iglesia. En los servicios humanitarios, al igual que en otros aspectos del evangelio, no podremos llegar a ser la sal de la tierra si nos quedamos todos amontonados en el salón de actividades de nuestros hermosos centros de reuniones. No es necesario que esperemos un llamamiento ni una asignación de un líder eclesiástico para tomar parte en actividades que son mucho mejores si las administra la comunidad o una persona en forma individual.

Cuando nos entregamos emocional y espiritualmente a ayudar a alguien que este necesitado, nuestro corazón se llena de compasión. Esa entrega es dolorosa, pero sirve para aliviar la carga de otras personas, y gracias a esa experiencia sentimos una pequeña parte del inmenso dolor del Salvador cuando efectuó su infinita expiación. Por medio del poder del Espíritu Santo, se produce una santificación en el alma y llegamos a parecernos mas al Salvador; obtenemos así un entendimiento mas profundo de lo que Él quiso decir cuando declaró: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40).

Al desplegarse los últimos días, seremos testigos del cumplimiento de todas las profecías. Presenciaremos la intensificación de los problemas que hoy nos aquejan, y veremos nuevas dificultades que hoy ni siquiera imaginamos. Debemos extender una mano a quienes sufren a causa de estas cosas. No debemos ser fatalistas ni debemos juzgar, aun cuando repitamos mil veces la misma advertencia a la gente y no nos escuchen. En el nombre de Jesucristo. Amén.