1990–1999
Nuestras solemnes responsabilidades
Octubre 1991


Nuestras solemnes responsabilidades

“El esposo que domine a su esposa, que la humille … no sólo la hiere a ella sino que el también se empequeñece.”

Mis hermanos, hemos tenido una reunión maravillosa y se ha hablado de muchas cosas dignas de recordar y de aplicar en nuestra vida. Apruebo y os recomiendo lo que las Autoridades Generales han dicho. Espero que todo hombre y todo joven, dondequiera que estéis, salgáis de esta reunión esta noche con mayor deseo de vivir mas dignamente del divino sacerdocio que poseemos.

Ahora quisiera hablar tomando un tono algo personal, no con el objeto de vanagloriarme sino como una forma de expresar mi testimonio y de demostrar gratitud.

Esta conferencia marca dos aniversarios personales. Primero, hace 30 años en la conferencia de octubre, fui sostenido como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles, y segundo, hace diez años se me sostuvo como consejero de la Primera Presidencia. Hermanos, agradezco tanto a vosotros como a vuestras familias el apoyo constante y vuestras oraciones. Os confieso que nunca me he sentido muy capaz para desempeñar estos grandes llamamientos. Supongo que todo hombre y toda mujer en esta Iglesia se siente así en cualquier oficio o llamamiento en el que se le pida servir.

El otro día recibí una carta de uno de mis nietos que sirve en una misión en Polonia. El esta en un lugar en el que recientemente se introdujo la predicación del evangelio y es bastante difícil. Esto fue lo que me dijo: “Soy el presidente de una rama de cuatro miembros y me siento tan incapaz”.

No tengo que recordaros a ninguno de vosotros, incluso a los diáconos, cuan sublime es el poseer el sacerdocio y tener la responsabilidad, ya sea grande o pequeña, de ayudar a Dios, nuestro Padre Eterno, a llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna de Sus hijos e hijas de todas las generaciones. Ninguno de nosotros puede comprender la magnitud y el significado de esa gran responsabilidad. Mas con nuestro conocimiento limitado, sabemos que tenemos que ser fieles y diligentes en el cumplimiento de nuestro deber.

Algo milagroso e impresionante ocurre cuando lo hacemos. Quisiera recordaros cuán maravillosos son, con el correr de los años, los frutos de vuestras labores. Vacilo en emplear estadísticas, mas ellas representan los resultados de vuestro servicio y las grandes bendiciones del Señor.

Durante los 30 años desde que fui ordenado al apostolado, el numero de miembros de la Iglesia ha aumentado de 1.800.000 a la cantidad aproximada de 8.040.000, o sea, un incremento del 441%.

El numero de estacas ha ascendido de 345 a 1.817,1O cual representa un aumento del 527%. Reconozco que estamos creando estacas mas pequeñas y en mayor numero, en un esfuerzo por mejorar la eficacia de la administración. Sin embargo, durante el tiempo en que muchos de nosotros hemos servido, hemos presenciado un milagro.

Durante el periodo de mi apostolado, he visto grupos de misioneros regulares aumentar de 10.000 a 45.000, o sea, un aumento del 425%, y he contemplado el crecimiento de las misiones de 67 a 267, o sea, un aumento del 398%.

Tal vez estas estadísticas no sean tan impresionantes en papel, mas son de una importancia sin igual en las vidas de millones de hijos e hijas de Dios, nuestro Padre Eterno, que viven en 135 naciones y territorios diseminados por toda la tierra donde la Iglesia se ha establecido.

Al pensar en todo esto, es tanto mi regocijo que siento como si quisiera gritar aleluya. Pero es mas apropiado arrodillarme y con toda humildad agradecer a Dios y a Su amado Hijo, nuestro Redentor, el crecimiento de Su obra, y agradecer también a mis hermanos y hermanas, jóvenes y ancianos, quienes os habéis mantenido fieles y cumplido vuestros deberes con diligencia, haciendo realidad este milagro. Ha sido un privilegio observar este acontecimiento.

Mas durante estos diez años que he servido en la Presidencia, también he experimentado mucho pesar, por lo que es mi deseo hablar unos minutos mas sobre esta experiencia. Durante toda una década he participado en la tarea de juzgar la dignidad de los que imploran volver a la Iglesia después de haber sido excomulgados. En cada caso ha habido una violación seria de las normas de conducta de la Iglesia. En la mayoría de los casos se había cometido adulterio y por lo general habían sido los esposos los ofensores, haciendo necesario llevar a cabo una acción disciplinaria contra ellos. Con el paso del tiempo, anhelaban nuevamente tener lo que antes habían tenido y en su corazón había surgido el espíritu de arrepentimiento.

Como uno de estos hombres me dijo: “Nunca comprendí ni aprecie el don del Espíritu Santo hasta que me fue quitado”.

Durante los últimos diez años, he hablado unas tres o cuatro veces a las mujeres de la Iglesia y como respuesta a estos discursos he recibido una gran cantidad de cartas. Algunas de ellas las he colocado en un archivo titulado “Mujeres infelices”.

Estas cartas provienen de todas partes, pero el tono con que han sido escritas es el mismo. Quisiera leeros, con el permiso otorgado por su remitente, parte de una que recibí la semana pasada. No divulgare los nombres verdaderos de estas personas.

“Conocí a mi esposo mientras cursaba el primer año de universidad. Provenía de una familia muy activa que por muchos años se había dedicado al servicio de la Iglesia. La idea de servir una misión le entusiasmaba muchísimo. Pense que el evangelio era para los dos lo mas importante en esta vida. A ambos nos encantaba la música y la naturaleza y obtener conocimiento era lo mas importante. Tuvimos un noviazgo de pocos meses, nos enamoramos y mantuvimos correspondencia mientras el servia dignamente una misión Cuando regreso, el volvió a la universidad y poco después contrajimos matrimonio en el Templo de Salt Lake y, siguiendo el consejo de los líderes de la Iglesia, empezamos a tener hijos. Yo asistía a la universidad, pues había recibido una beca para estudiantes destacados; mas cuando quede embarazada, deje los estudios y dedique todo mi tiempo y energía a mi esposo y a mi hijito.

“Durante los 18 años siguientes, estuve al lado de mi esposo, dándole todo el apoyo que el necesitaba para terminar los estudios, obtener experiencia y empezar su propio negocio. Ambos desempeñamos puestos de liderazgo en la Iglesia y la comunidad. Durante estos años de matrimonio tuvimos cinco hermosos hijos. En el hogar les enseñe a mis hijos el evangelio, a trabajar, a servir, a comunicarse con los demás y a tocar el piano. Yo hacia el pan, envasaba frutas y legumbres, cosía y bordaba, limpiaba la casa y cultivaba mi jardín y el huerto. Parecía que éramos la familia ideal. Nuestra relación fue en ocasiones la de una pareja feliz y en otras fue algo difícil. Todo no era perfecto porque yo no soy una mujer perfecta y el no es un hombre perfecto, pero muchas cosas eran buenas. Aunque no esperaba la perfección, continué tratando de hacer todo de la mejor manera posible.

“Entonces vino el gran golpe. Hace como un año, el me dijo que nunca me había amado y que nuestro matrimonio había sido un error desde el comienzo. Estaba convencido de que no había nada en nuestra relación que a el le interesara. Pidió el divorcio y se fue de la casa. ‘Espera’, le decía yo. ‘Por favor, no lo hagas. ¿Por que te vas? ¿Que pasa? ¡Háblame, te lo suplico! ¡Mira a los niños! Y ¿donde quedan nuestros sueños? ¡Recuerda nuestros convenios! No, el divorcio no es la solución’. Mas fue inútil. El no quiso escucharme y yo pense que me moriría.

“Ahora estoy criando sola a mis hijos. ¡Cuanto dolor, angustia y soledad se refleja en esta declaración! Me doy cuenta del porque del trauma y el enojo que mis hijos adolescentes tienen y de las lagrimas de mis pequeñas hijas. Es obvio ver el porque de tantas noches sin dormir, las demandas familiares y todas las necesidades que todos tenemos. ¿Por que me encuentro en estos apuros? ¿Que hice mal? ¿Como haré para sobrevivir en la escuela? ¿Y para sobrevivir esta semana? ¿Donde esta mi esposo? ¿Dónde esta el padre de mis hijos? Ahora formo parte del ejercito de cansadas mujeres que han sido abandonadas por sus esposos. No tengo dinero, ni educación, ni trabajo. Tengo hijos que cuidar, recibos que pagar y no mucha esperanza”.

No se si su ex esposo este presente en alguna parte de este recinto. Si el me esta escuchando, tal vez me envíe una carta justificándose por lo que ha hecho. Yo se que en el conflicto de dos personas, cada una tiene su propia historia. De todas maneras, no puedo entender como un hombre que posee el santo sacerdocio y que ha entrado y tomado sobre si convenios sagrados, pueda justificarse y abandonar las responsabilidades que contrajo ante el Señor, dejando a una esposa después de dieciocho años de matrimonio y a cinco hijos que son parte de su propia carne y sangre.

Sin embargo, este problema no es nuevo. Supongo que es tan viejo como la raza humana y ciertamente existió entre los nefitas. Jacob, hijo de Nefi, habló como profeta a su pueblo y declaro:

“Porque yo, el Señor, he visto el dolor y he oído el lamento de las hijas de mi pueblo en la tierra de Jerusalén; si, y en todas las tierras de mi pueblo, a causa de las iniquidades y abominaciones de sus maridos.

“Habéis quebrantado los corazones de vuestras tiernas esposas y perdido la confianza de vuestros hijos por causa de los malos ejemplos que les habéis dado; y los sollozos de sus corazones ascienden a Dios contra vosotros” (Jacob 2:31, 35).

Permitidme leeros otra carta anónima que llego hace tiempo. Quien escribió la carta dice: “Mi esposo es un buen hombre con muchas cualidades y rasgos de carácter sobresalientes, pero a pesar de esto, su carácter es muy dominante. Además pierde el temperamento fácilmente y, cuando esto sucede, me recuerda de todo lo terrible que puede hacer.

“Presidente Hinckley, … le suplico que recuerde a los hermanos que el abuso físico y verbal hacia las mujeres es IMPERDONABLE E INACEPTABLE Y ES UNA FORMA COBARDE DE SOLUCIONAR LOS PROBLEMAS, especialmente es abominable cuando el abusador es un poseedor del sacerdocio”.

Creo que la mayoría de los matrimonios en la Iglesia son felices, que ambos cónyuges en esas uniones experimentan un sentido de seguridad y amor y de dependencia mutua y que comparten las cargas igualmente. Confío en que los niños en esos hogares, por lo menos en la mayoría de ellos, crecen con un sentido de paz y seguridad, sabiendo qué ambos padres les aprecian y aman y dándose cuenta de que sus padres se aman mutuamente. Espero que haya suficiente amor y felicidad para contrarrestar el mal del que estoy hablando.

¿Quien puede calcular las heridas, su profundidad y el dolor, causados por palabras expresadas con ira? Que triste es ver a un hombre, fuerte en muchos aspectos, perder control de si mismo, cuando deja que algo insignificante destruya su autocontrol. En todo matrimonio, por supuesto, existen diferencias. Pero no encuentro justificación para el temperamento que explota en circunstancias insignificantes.

En el Antiguo Testamento, en el libro de Proverbios dice: “Cruel es la ira e impetuoso el furor” (Proverbios 27:4).

El carácter violento es una cosa terrible y corrosiva, y lo trágico de ello es que no produce nada bueno. Solo alimenta el mal resentimiento, la rebelión y el dolor. A todo hombre y joven que me escucha, que tiene problemas para controlar la lengua, os sugiero que imploréis al Señor para que os de fuerza y venzáis su debilidad, para que pidáis disculpas a vuestra esposa y a vuestros hijos y tengáis el poder de disciplinar la lengua.

A los jovencitos que estáis aquí hoy, os sugiero que controléis vuestro temperamento, en estos años formativos de vuestra vida, en estos tiempos de preparación como los llama el hermano Haight. Esta es la estación para desarrollar el poder y la capacidad de disciplinarse. Quizá penséis que es de “machos” el enojarse, decir brutalidades y profanar el nombre del Señor. Eso no es ser macho. Es una indicación de debilidad y estupidez. El enojo no es una expresión de fortaleza, sino que es una indicación de la incapacidad de controlar vuestros pensamientos, palabras y emociones. Por supuesto, es fácil enojarse. Cuando la debilidad del enojo nos controla, la fuerza de la razón nos abandona. Cultivad el maravilloso poder de la autodisciplina.

Ahora os hablaré de otro elemento que corrompe y aflige a muchos matrimonios. Para mí es interesante notar que dos de los Diez Mandamientos tienen que ver con este tema: “No cometerás adulterio” y “No codiciaras”. Ted Koppel, locutor de una cadena de televisión en los Estados Unidos, dijo a un grupo de estudiantes de la Universidad Duke, con respecto a “slogans” que tenían el objeto de disminuir el uso de las drogas y la inmoralidad: “Hemos llegado a convencernos a nosotros mismos de que los dichos nos salvaran … mas la respuesta es ¡NO! No porque no sea algo de estilo o este de moda o porque tal vez termine en la cárcel o con el SIDA, sino porque es incorrecto, porque hemos pasado 5.000 años como miembros de una raza de seres humanos inteligentes, tratando de salir de un estado inferior buscando la verdad y las normas morales absolutas. En su forma mas pura, la verdad no es un golpecito en el hombro sino un fuerte reproche. Lo que Moisés trajo del Monte Sinaí no fueron ‘Las Diez Sugerencias”’.

Pensad en ello un momento. Lo que Moisés trajo fueron Diez Mandamientos, escritos por el dedo de Jehová en tablas de piedra para la salvación y la seguridad y para la felicidad de los hijos de Israel y para todas las generaciones que vendrían de ellos.

Son muchos los hombres que, cada mañana, salen del hogar donde se quedan sus esposas, y van al trabajo donde encuentran señoritas atractivamente vestidas, y se consideran ellos mismos atractivos o como si fueran algo irresistible. Se quejan de que sus esposas no se ven tan lindas como hace veinte años cuando se casaron. A lo que yo añadiría: ¿quien podría verse linda después de vivir con vosotros durante veinte años?

La tragedia de todo esto es que a algunos hombres los ciega su propia necedad y sus propias debilidades y tiran al viento los convenios mas sagrados y solemnes que tomaron sobre si en la Casa del Señor, habiendo sido sellados por la autoridad del santo sacerdocio. Abandonan a sus esposas que han sido fieles, que los han querido y cuidado, que han luchado con ellos en tiempos de pobreza, para dejarlas a un lado en tiempos de riqueza. Dejan a sus hijos huérfanos y evitan, con toda clase de artimañas, pagar lo que el tribunal les ha impuesto para el sostenimiento de sus hijos.

¿Estoy enojado y negativo? Sí, así me he sentido después de haber visto caso tras caso durante un periodo considerable de tiempo. Pablo escribió: “porque si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo” (1 Timoteo 5:8). En la misma epístola le dijo a Timoteo: “… Consérvate puro” (versículo 22).

Me doy cuenta de que hay algunos casos donde las condiciones del matrimonio son intolerables. Pero estos casos son una minoría y aun bajo estas circunstancias, cuando se ha contraído matrimonio y hay hijos de por medio, hay una responsabilidad, un compromiso y somos responsables ante Dios de proveer por aquellos por quienes el padre es responsable.

La excusa de un esposo, después de dieciocho años de matrimonio y cinco niños, de que ya no quiere a su esposa, a mi parecer es una excusa débil para la violación de convenios hechos ante Dios y la evasión de responsabilidades que son la fuerza de la sociedad de la cual somos parte. El encontrar faltas solo para divorciarse es por lo general

precedido por un largo periodo en el cual pequeños errores se anuncian con enojo, donde insignificantes granitos de arena se convierten en grandes montañas de conflicto. Estoy convencido de que cuanto mas se maltrate a la esposa, tanto menos atractiva llega a ser. pues pierde la confianza en si misma, llega a sentir que no vale nada y, por supuesto, todo eso se hace obvio.

El esposo que domine a su esposa, que la humille y haga demandas injustas no sólo la hiere a ella sino que el también se empequeñece. En muchos casos siembra la semilla para un comportamiento semejante de sus hijos en el futuro.

Mis hermanos, a quienes se os ha conferido el sacerdocio de Dios, vosotros sabéis, como yo lo se, que no hay felicidad que perdure, que no existe paz en el corazón, ni tranquilidad en el hogar sin el compañerismo de una buena mujer. ‘ Nuestras esposas no son inferiores.

Algunos hombres que evidentemente no son capaces de ganarse el respeto por medio de la bondad, usan como justificación de sus hechos la declaración de que a Eva le fue dicho que Adán la iba a gobernar. Cuanta tristeza, cuanta tragedia y cuantos corazones se han quebrantado a través de los tiempos debido a hombres débiles que se han valido de esa declaración para justificar su terrible comportamiento. No reconocen que en ese mismo relato Eva le fue dada a Adán como su compañera. El hecho es de que los dos se pararon uno al lado del otro en el jardín, fueron expulsados juntos del jardín, trabajaron juntos, uno al lado del otro y se ganaron el pan de cada día con el sudor de su frente.

Ahora, mis hermanos, yo se que he hablado de una minoría. Pero lo grande de esa tragedia que aflige a esa minoría y especialmente a las víctimas de esa minoría me ha impulsado a decir lo que he dicho. Hay un viejo adagio que dice “Al que le quede el saco, que se lo ponga”.

Lo que he declarado lo he hecho con el deseo de que sirva de ayuda, y en algunos casos, con el espíritu de reprensión, seguido de una demostración de amor cuantioso hacia aquellos que he reprendido.

Que hermosa es la ceremonia matrimonial del joven y la señorita que empiezan sus vidas juntos, arrodillados ante el altar en la Casa del Señor, prometiéndose amor y lealtad el uno para con el otro durante esta vida y por toda la eternidad. Cuando los niños llegan a tal hogar, se les nutre, cuida, ama y bendice con la certeza de que su padre ama a su madre. En ese ambiente encuentran paz, fortaleza y seguridad. Al ver a su padre, desarrollan respeto hacia la mujer. Se les enseña autocontrol y autodisciplina, que trae la fortaleza para evitar una tragedia en el futuro.

Los años pasan, los hijos dejan el hogar, uno a uno, y los padres se quedan solos otra vez. Pero están juntos para hablar, dependen el uno del otro, se quieren, se apoyan el uno al otro. Después, llega el otoño de la vida y ven el pasado con satisfacción y felicidad. Durante todo este tiempo ha reinado la lealtad y se han tratado con consideración, con ternura, lo cual deriva de esa relación santa. Comprenden que la muerte puede llegar en cualquier momento, por lo general, primero para uno y después, tras una breve o larga separación, para el otro. Pero también saben que debido a que fueron sellados bajo la autoridad del eterno sacerdocio, sin lugar a dudas habrá una reunión muy dulce.

Hermanos, esto es lo que nuestro Padre Celestial desea. Es la manera del Señor; así lo ha indicado, y Sus profetas lo han reiterado.

Se requiere esfuerzo, autodominio y asimismo; requiere la verdadera esencia de lo que es el amor, lo cual es una preocupación constante por el bienestar y la felicidad del cónyuge. No podría desear nada mejor que esto para cada uno de vosotros y ruego que esta sea vuestra bendición individual, en el nombre de Jesucristo. Amén.