1990–1999
Un faro en un puerto de paz
Octubre 1992


Un faro en un puerto de paz

“La necesidad mas grande que existe en el mundo es el tener una fe activa y sincera en las enseñanzas básicas de Jesús de Nazaret.”

Mis queridos hermanos y hermanas, estamos conscientes de que a pesar del progreso que hemos visto en años recientes, muchas partes del mundo todavía están llenas de conflictos, penas y desesperanza.

Se nos parte el corazón y se agitan las emociones cuando escuchamos a diario noticias locales y mundiales sobre los conflictos y sufrimientos y, demasiado a menudo, sobre las guerras. Por supuesto, oramos para que el mundo sea un lugar mejor para vivir, para que las personas se demuestren mas interés unas a otras y para que la paz y la tranquilidad aumenten por todo el mundo y se extiendan a todas las personas.

Para que sepamos alcanzar esa paz y tranquilidad, voy a repetir lo que dijo un gran vocero del pasado:

“Para que el mundo sea un lugar mejor … donde vivir … el primer paso y el mas importante es elegir como líder a alguien cuyo liderazgo sea infalible, cuyas enseñanzas no fallen cuando se lleven a la practica. En … cualquier mar tempestuoso de incertidumbre, el capitán debe ser la persona que durante las tormentas pueda ver el faro en el puerto de la paz” (David 0. McKay, Man May Know for Himself, Salt Lake City: Deseret Book Co., 1967, pág. 407).

El mensaje de esta conferencia general de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es que sólo existe una guía en el universo, sólo una luz constante, sólo un faro infalible para el mundo. Esa luz es Jesucristo, la luz y la vida del mundo, la luz que un profeta del Libro de Mormón describió como “una luz que es infinita, que nunca se puede extinguir” (Mosíah 16:9).

A medida que buscamos un puerto pacifico y seguro, así seamos mujeres u hombres, familias, comunidades o naciones, recordemos que Cristo es el único faro en el cual podemos realmente confiar. Fue El mismo quien dijo lo siguiente de Su misión: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14:6).

En esta época, como en todas las épocas pasadas y en todas las que vendrán, la necesidad mas grande que existe en el mundo es el tener una fe activa y sincera en las enseñanzas básicas de Jesús de Nazaret, el Hijo viviente del Dios viviente. El hecho de que muchos rechacen Sus enseñanzas da mas motivo aun a los verdaderos creyentes en el Evangelio de Jesucristo para proclamar sus verdades y demostrar con el ejemplo la fortaleza y la paz de una vida digna y tranquila.

Consideremos, por ejemplo, esta enseñanza de Cristo a Sus discípulos:

“Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44).

Pensemos en lo que esta amonestación, por si sola, podría lograr en nuestros vecindarios, en las comunidades en que nosotros y nuestros hijos vivimos, y en los países que componen nuestra gran familia humana. Me doy cuenta de que esta doctrina es difícil de cumplir, pero sin duda es mucho mas agradable que tener que sobrellevar las horribles consecuencias que nos imponen la guerra, la pobreza y el sufrimiento que el mundo continua enfrentando.

¿Cómo debemos comportarnos cuando nos ofenden, nos interprete tan m al, nos tratan maliciosa o injustamente o se cometen pecados que nos afectan directamente? ¿qué debemos hacer si nuestros seres queridos nos hieren, o si en el empleo dan a otro el ascenso que nos habían prometido, si nos acusan falsamente o atacan arbitrariamente nuestras buenas intenciones?

¿Ejercemos represalias? ¿Reunimos fuerzas superiores en contra del enemigo? ¿Volvemos a la ley del “ojo por ojo” y “diente por diente”? O, como dice Tevye en la obra El violinista en el tejado, ¿nos damos cuenta de que con esa actitud terminaremos ciegos y desdentados?

Todos tenemos muchas oportunidades de poner en practica el cristianismo, y debemos aplicarlo cada vez que se presente la ocasión. Por ejemplo, todos podemos ser un poco mas tolerantes y perdonar con mas frecuencia. En una revelación de los últimos días, el Señor dijo:

“En la antigüedad mis discípulos buscaron motivo el uno contra el otro, y no se perdonaron unos a otros en su corazón; y por esta maldad fueron gravemente afligidos y castigados.

“Por tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en el permanece el mayor pecado.

“Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres” (D. y C. 64:8-10) .

En medio de la grandiosidad de Su vida y el ejemplo de Sus enseñanzas, Cristo nos dio mucha admonición, siempre acompañada de promesas seguras. El nos enseñaba con una majestad y autoridad que llenaba de esperanzas tanto a los educados como a los ignorantes, tanto a los ricos como a los pobres, tanto a los sanos como a los enfermos.

Su mensaje, como dijo un escritor, “fluía con igual dulzura y elocuencia hacia el individuo solitario como hacia las multitudes absortas: y algunas de Sus mas importantes revelaciones las dispensó, no a los gobernantes ni a las multitudes, sino a los perseguidos parias de las sinagogas judías, a los humildes que le hacían preguntas amparados por las sombras de la noche y a la mujer que encontró junto al pozo”. Sus enseñanzas no se referían a ceremonias ni a detalles insignificantes sino al alma humana, al destino del hombre y a una vida llena de fe, esperanza y caridad.

“El mensaje, que brotaba de hondas y sagradas emociones, llegaba como una corriente eléctrica conmoviendo hasta lo mas profundo del ser a quienes lo escuchaban”. En suma, Su autoridad era la autoridad de Dios. Su voz era pura y llena de compasión. Incluso Sus amonestaciones mas severas las expresaba con amor indescriptible. (Frederic W. Farrar, The Life of Christ, Portland, Oregon: Fountain Publications, 1964, pág. 215.)

Quiero mencionar uno de los grandes relatos que cuenta el triunfo de Cristo sobre algo que a nosotros nos prueba y nos hace encoger de temor el corazón.

Una noche en que los discípulos de Cristo iban, como solían hacer, cruzando en barco el Mar de Galilea, se desató una terrible tormenta. Las olas rugían sacudiendo la embarcación y el viento era impetuoso; ellos, hombres débiles y mortales, sintieron miedo. Lamentablemente estaban solos; no había nadie que los calmara y los hiciera sentir a salvo, porque Jesús había quedado en la ribera.

No obstante, como siempre, El estaba velando por ellos porque los amaba y se ocupaba de su bienestar. En el momento de mayor desazón, miraron hacia el mar y vieron en la obscuridad una figura, cuyo manto sacudía el viento, que caminaba hacia ellos sobre las agitadas olas. Al verlo gritaron espantados porque creyeron que era un fantasma que caminaba sobre el agua. Y en medio de la tormenta y la obscuridad -como nos pasa a nosotros a menudo, cuando en las épocas obscuras de la vida el océano que nos rodea nos parece inmenso y nuestra embarcación minúscula- les llegó la voz única y tranquilizadora del Señor infundiéndoles paz y calma con una simple declaración: “¡Tened ánimo; yo soy, no temáis!” Y Pedro exclamó: “Señor, si eres tu, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”. La contestación que le dio Cristo es la misma que nos da a todos nosotros: “Ven”.

Pedro saltó del barco al turbulento mar, y mientras mantenía los ojos fijos en el Señor, a pesar de que el viento debe de haberle revuelto los cabellos y las olas haberle empapado la ropa, se mantuvo tranquilo. Pero cuando le falló la fe y apartó la vista de su Maestro para fijarla en las furiosas olas y en el tenebroso abismo que había debajo de sus pies, entonces si empezó a hundirse. Y. como muchos de nosotros, gritó: “¡Señor, sálvame!” Jesús no le falló; extendiendo la mano asió al discípulo que se ahogaba, con estas palabras: “¡Hombre de poca fe! ¿por que dudaste?”

Cuando ya estaban seguros a bordo de la embarcación, vieron que se calmaba el viento y se aquietaba el rugido de las olas. Muy pronto se hallaron en el desembarcadero, en el puerto seguro, como todos querríamos estar algún día. Los de la tripulación, al igual que los discípulos, se llenaron de asombro. Algunos le dieron un titulo que yo repito hoy: “Verdaderamente eres Hijo de Dios” (adaptado del mencionado libro de Farrar, The Life of Christ, págs. 310-313; véase también Mateo 14:22-33).

Yo creo firmemente que si nosotros individualmente, así como las familias, las comunidades y las naciones, al igual que Pedro, mantenemos la vista fija en Jesucristo, también seremos capaces de caminar triunfantes sobre “las gigantescas olas de la incredulidad” y de mantenernos “inmutables ante los crecientes vientos de la duda”. Pero si apartamos los ojos de Aquel en quien debemos creer -como es tan fácil que nos suceda en medio de las tentaciones del mundo-, y fijamos la mirada en el poder y la furia de los elementos destructivos y horribles que nos rodean, en lugar de prestarle atención a El, que puede ayudarnos y salvarnos, inevitablemente nos hundiremos en un mar de conflictos, sufrimientos y desesperanza.

En los momentos en que sintamos que las inundaciones amenazan ahogarnos y que lo profundo del océano esta a punto de tragar nuestra frágil embarcación llamada fe, ruego que tengamos siempre la disposición de escuchar, entre la tormenta y la obscuridad, las dulces palabras del Salvador del mundo: “¡Tened ánimo; yo soy, no temáis!” (Mateo 14:27). En el nombre de Jesucristo. Amén.