1990–1999
“Preciosas Y Grandísimas Promesas”
Octubre 1994


“Preciosas Y Grandísimas Promesas”

“A medida que nos alejamos cada vez mas del estilo de vida del mundo, la Iglesia se vuelve un refugio acogedor.”

Mis queridos hermanos y hermanas, les agradezco su voto de sostenimiento. Me dirijo a ustedes con humildad y mansedumbre, y también con tristeza por el reciente fallecimiento de nuestro amado Profeta, el presidente Ezra Taft Benson. Me duele sobremanera la muerte de mi querido amigo, particularmente en vista de las nuevas responsabilidades que han recaído sobre mi.

He derramado muchas lágrimas y he buscado a mi Padre Celestial por medio de sincera oración para desempeñar este santo e importante llamamiento. He orado para ser digno de llevar sobre mis hombros esta asignación que otros trece hombres de esta dispensación ya han desempeñado. Tal vez sólo ellos, que miran desde el otro lado del velo, comprendan plenamente el peso de la responsabilidad y lo mucho que dependo del Señor al aceptar este sagrado llamamiento.

Mi mayor fortaleza durante estos meses pasados ha sido mi constante testimonio de que esta es la obra de Dios y no la de los hombres. Jesucristo esta a la cabeza de esta Iglesia y El la dirige de palabra y obra. Es un honor inexpresable el haber sido llamado, por una temporada, para ser un instrumento en las manos de Dios para presidir Su Iglesia. Pero sin el conocimiento de que Cristo esta a la cabeza de la Iglesia, ni yo ni ningún otro hombre podría sobrellevar la carga de este llamamiento que he recibido.

Al asumir esta responsabilidad, reconozco la milagrosa mano de Dios en mi vida. En repetidas ocasiones me ha preservado la vida y he recobrado las fuerzas; numerosas veces me ha rescatado del borde de la eternidad y me ha permitido continuar mi ministerio terrenal por otra temporada. A veces me he preguntado por que me ha preservado la vida, pero por ahora he dejado de pensar en eso, y sólo pido que los miembros de la Iglesia oren por mi con fe para que podamos hacer esta obra juntos, yo trabajando al lado de ustedes, para cumplir con los propósitos de Dios en esta época de nuestra vida.

También reconozco las oraciones y la fe de mi esposa y de mi familia, de mis Hermanos de las Autoridades Generales y de la multitud de miembros fieles que han orado por mi, que me han cuidado y se han preocupado por mi salud.

Han pasado treinta y cinco años desde que fui sostenido como miembro del Quórum de los Doce. Esos años me han servido de preparación: He conocido a los santos y les he dado mi testimonio en América del Norte y en América del Sur; en Europa y en Europa Oriental; en Asia, en Australia y en Africa; y en las islas del mar. Muchas veces he visitado la Tierra Santa y caminado por donde anduvo Jesús. Mis pasos son mas lentos ahora, pero tengo la mente clara y el espíritu joven.

Al responder al llamamiento del Señor de presidir la Iglesia, siento inmensa gratitud por las revelaciones que han establecido el maravilloso sistema por medio del cual se gobierna la Iglesia. Cada hombre que es ordenado Apóstol y apartado como miembro del Quórum de los Doce es sostenido como profeta, vidente y revelador. La Primera Presidencia y el Quórum de los Doce Apóstoles, llamados y ordenados para poseer las llaves del sacerdocio, tienen la autoridad y la responsabilidad de gobernar la Iglesia, de administrar las ordenanzas, de enseñar la doctrina y de establecer y mantener sus practicas.

Cuando el Presidente de la Iglesia esta enfermo o no puede actuar plenamente en todos los deberes de su oficio, sus dos consejeros, quienes forman con el Quórum de la Primera Presidencia, llevan a cabo el trabajo de la Presidencia. Cualquier asunto, norma, programa o doctrina de importancia se tratan, por medio de la oración, en una reunión de concilio entre los (Consejeros de la Primera Presidencia y el Quórum de los Doce Apóstoles. Ninguna decisión proviene de la Primera Presidencia y del Quórum de los Doce sin que haya unanimidad entre ellos.

Siguiendo este inspirado sistema, la Iglesia seguirá adelante sin interrupción. El gobierno de la Iglesia y el ejercicio de los dones proféticos siempre estarán investidos en esas autoridades apostólicas quienes poseen y ejercen todas las llaves del sacerdocio.

Me siento como se sentía el presidente Joseph F. Smith en una ocasión similar hace muchos años, cuando dijo:

“Propongo que mis consejeros y compañeros Presidentes de la Primera Presidencia compartan conmigo la responsabilidad de toda acción que yo tome en esta capacidad. No tengo intenciones de tomar las riendas en las manos y hacer lo que me plazca, sino que me propongo hacer lo que mis hermanos y yo decidamos y lo que el Espíritu del Señor nos manifieste. Siempre he pensado, y todavía lo pienso y creo que nunca cambiaré de idea, que no esta bien que un solo hombre ejerza toda la autoridad y e l poder de la Presidencia de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Yo no me atrevo a asumir tal responsabilidad, y no lo haré, mientras tenga hombres como estos para apoyarme y aconsejarme en los deberes que tenemos que llevar a cabo y en la realización de todas las cosas que llevan a obtener la paz, el progreso y la felicidad del pueblo de Dios y la edificación de Sión”.

Y después, el presidente Smith continuo:

“Si en cualquier momento mis hermanos del Apostolado ven que me estoy apartando de este principio o si me olvido de este convenio que estoy haciendo en este momento ante este grupo del Sacerdocio, les pido, en el nombre de nuestro Padre, que vengan a mi, como mis hermanos que son, como consejeros en el Sacerdocio, como vigilias en las torres de Sión, y me recuerden este convenio y promesa que hago a los miembros de la Iglesia reunidos hoy en esta conferencia general.

“Nunca fue la intención del Señor que un solo hombre tuviera todo el poder y por esa razón ha puesto en Su Iglesia Presidentes, Apóstoles, Sumos Sacerdotes, Setentas, Elderes y otros oficios del Sacerdocio Menor, todos los cuales son esenciales en su orden y lugar de acuerdo con la autoridad que se les haya conferido” (Joseph F. Smith, en Conference Report, oct.-nov. de 1901, pág. 82).

Estas palabras del presidente Joseph F. Smith expresan mis sentimientos de hoy.

Al igual que los Hermanos que me precedieron, recibo con este llamamiento la seguridad de que Dios guiara a Su profeta. Con humildad acepto el llamamiento de servir y declaro, como lo hizo el salmista: “Jehová es mi fortaleza y mi escudo; En el confió mi corazón y fui ayudado” (Salmos 28:7).

Cuando recibí mi llamamiento, hice dos exhortaciones a los miembros de la Iglesia y siento que debo seguir recalcándolas.

Primero, les pido a todos los miembros de la Iglesia que presten mas atención que nunca a la vida y al ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, sobre todo al amor, a la esperanza y a la compasión que El demostró. Ruego que nos tratemos unos a otros con mas bondad, con mas cortesía, con mas paciencia e indulgencia.

A los que hayan pecado o se sientan ofendidos, les pedimos que vuelvan. La senda del arrepentimiento, a pesar de que a veces es difícil, nos eleva en forma continua y nos lleva a alcanzar un completo perdón.

A los que se sientan heridos o tengan dificultades o miedo, permítannos acompañarlos y secarles las lágrimas. Vuelvan, únanse a nosotros en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Tomen literalmente la invitación del Señor: “ven y sígueme” (véase Mateo 16:24; 19:21; Mar. 8:34; 10:21; Lucas 9:23; 18:22; Juan 21:22; D. y C. 38:22). El es el único camino seguro; El es la luz del mundo.

Nosotros, como ustedes lo han de esperar, seguiremos acatando las altas normas de conducta que caracterizan al Santo de los Últimos Días . Es el Señor quien ha establecido esas normas de conducta y no reside en nosotros la autoridad para anularlas .

Estudiemos todas las enseñanzas del Maestro y dediquémonos con mas ahínco a seguir Su ejemplo. El nos ha dado “… todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad”, nos ha llamado “por su gloria y excelencia”, y “nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas [llegáramos] a ser participantes de la naturaleza divina”

(2 Pedro 1:3–4).

Yo creo en esas “preciosas y grandísimas promesas” e invito a todos los que me escuchan a ser merecedores de recibirlas. Debemos esforzarnos por “ser participantes de la naturaleza divina”. Solamente así podremos tener la esperanza de conseguir “… paz en este mundo y la vida eterna en el mundo venidero” (D. y C. 59:23).

Con ese espíritu, invito a los Santos de los Últimos Días a considerar el templo el gran símbolo de su condición de miembros. Lo que deseo de todo corazón es que todos los miembros de la Iglesia sean dignos de entrar en el templo. Complacería mucho al Señor que todo miembro adulto fuera digno de recibir una recomendación para el templo y obtuviera una. Las cosas que debemos hacer o que no debemos hacer para ser dignos de obtener una recomendación para el templo son las mismas que nos aseguran la felicidad como personas y como familias.

Caractericémonos, los miembros de la Iglesia, por ir constantemente al templo; vayamos al templo con la frecuencia que las circunstancias personales lo permitan. Tengan a la vista en su casa una lamina de uno de los templos para que los hijos la vean. Enséñenles en cuanto a los propósitos de la Casa del Señor. Háganlos hacer planes, desde niños, para ir allí y para mantenerse dignos de esa bendición.

Si viven lejos de un templo y no pueden asistir a menudo, compilen la historia de sus familiares y preparen los nombres para que se realicen por ellos las sagradas ordenanzas que sólo se realizan en el templo. La investigación familiar es esencial para que se lleve a cabo la obra de los templos y los que la realizan sin duda recibirán bendiciones.

Deseamos construir templos para que nuestra gente tenga uno cerca. Se han anunciado nuevos templos y estos están construyéndose; se están haciendo los preparativos para construir otros. Pronto dedicaremos el Templo de Orlando, del estado de Florida, y el de Bountiful, Utah.

Por medio de las ordenanzas del templo, se sellan los cimientos de la familia eterna. La Iglesia tiene la responsabilidad y la autoridad de preservar y proteger a la familia como la base de nuestra sociedad. El modelo de la vida familiar, que fue instituido antes de la fundación del mundo, establece que nazcan niños y que los críen un padre y una madre, que se hayan casado legalmente y que sean marido y mujer. La paternidad es un privilegio y una responsabilidad sagrada, donde los niños son bienvenidos como “herencia de Jehová” (véase Salmos 127:3) .

La sociedad actual ahora empieza a preocuparse y a darse cuenta de que la desintegración de la familia trae al mundo las calamidades que previeron los profetas. Los concilios y las deliberaciones del mundo sólo triunfaran cuando definan a la familia como la ha establecido el Señor: “Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican” (Salmos 127:1).

A medida que nos alejamos cada vez mas del estilo de vida del mundo, la Iglesia se vuelve un refugio acogedor para cientos de miles, que todos los años vienen y dicen: “Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová” (Isaías 2 3).

Mis hermanos y hermanas, testifico que he sentido profundamente la inspiración del Espíritu al considerar estos asuntos. Nuestro Padre Eterno vive. Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor, dirige a Su Iglesia en la actualidad por medio de Sus profetas.

Como Santos de los Últimos Días, seamos merecedores de recibir esas “preciosas y grandísimas promesas” para que nosotros, “Padre Santo, crezca[mos] en ti, y reciba[mo]s la plenitud del Espíritu Santo, [nos] organice [mos] de acuerdo con tus leyes y [nos] prepare[mos] para recibir cuanto fuere necesario” (D. y C. 109:14–15).

Invoco las bendiciones de Dios sobre sus hogares, su trabajo y su servicio en la Iglesia.

Dedico mi vida, mis fuerzas y mi alma, por entero, a servir a Dios. Que tengamos oídos para oír, corazones para sentir y el valor para seguir adelante, lo ruego con humildad, en el nombre de Jesucristo. Amen.