1990–1999
Los Huérfanos Y Las Viudas, Amados De Dios
Octubre 1994


Los Huérfanos Y Las Viudas, Amados De Dios

“¡Que gran poder, ternura y compasión demostró nuestro Maestro y modelo! Nosotros también podemos bendecir a los demás con solo seguir Su noble ejemplo.”

Hace muchos años, asistí a una concurrida reunión de miembros de la Iglesia en la ciudad de Berlín, Alemania. Mientras se tocaba un preludio de himnos en el órgano, reinaba entre la congregación un espíritu de reverencia. Observando a los que estaban sentados frente a mi, me fije en que había parejas de padres y unos pocos niños. La mayoría de las personas que estaban sentadas en los bancos repletos de gente eran mujeres de edad mediana, y se hallaban solas. De pronto se me ocurrió que tal vez fueran viudas que habían perdido al esposo durante la Segunda Guerra Mundial. Mi curiosidad me llevo a tratar de encontrar una respuesta a aquel interrogante, de modo que le pedí al oficial dirigente que hiciera algo para averiguarlo; cuando pidió que todas las viudas se pusieran de pie, pareció que la mitad de la congregación se había levantado. En sus rostros se reflejaban los terribles efectos de la crueldad de la guerra; destrozadas habían quedado sus esperanzas, su vida alterada, y se les había despojado del futuro. Detrás de cada rostro, se escondía una historia personal de lágrimas. Dirigí mis palabras a esas personas y a todas las que, como ellas, habían amado y perdido a los seres mas queridos.

Frederick W. Babbel, que acompaño al entonces elder Ezra Taft Benson en una visita que hizo a Europa después de la guerra para ayudar a los santos en su lucha por recuperarse, relata en su libro On Wings of Faith (En alas de la fe) una historia enternecedora. Una mujer, madre de cuatro niños pequeños, acababa de enviudar. Su esposo, un joven atractivo a quien quería mas que a su propia vida, había muerto durante los últimos días de las terribles batallas que hubo en Prusia Oriental, su tierra natal. Ella y sus hijos se vieron obligados a huir a Alemania Occidental, que estaba a mas de mil seiscientos kilómetros de distancia. Cuando empezaron a pie su larga y difícil jornada, el clima era todavía templado. Ya era de por si difícil tener que hacer frente a los peligros que presentaban los refugiados atemorizados y las tropas que andaban merodeando, pero después llegó el frío del invierno, con la nieve y el hielo; los escasos víveres se le habían acabado. Lo único que le quedaba era su firme fe en Dios y en el evangelio revelado al Profeta de los últimos días, José Smith.

Entonces, una mañana sucedió algo inconcebible. Al despertar, lo que vio le heló el corazón: el cuerpecito de su hijita de tres años estaba frío e inmóvil y se dio cuenta de que la muerte se la había llevado. Con arduos esfuerzos, la madre cavó una tumba no muy profunda y sepultó a su amada criatura.

No obstante, la muerte habría de visitarla una y otra vez durante la jornada. Su niño de siete años también falleció; luego, perdió al de cinco años. Sintió que la desesperación la consumía. Por fin, cuando estaba a punto de llegar a su destino, el bebe también murió en sus brazos. Había perdido a su esposo y a todos sus hijos; había renunciado a todas sus posesiones terrenales, a su hogar e incluso a su país.

Desde las profundidades de la desesperación, se arrodilló y oró mas fervientemente que nunca, diciendo:

“Querido Padre Celestial, no se cómo seguir adelante. No me queda nada, excepto mi fe en n. En medio de la desolación de mi alma, siento inmensa gratitud por el sacrificio expiatorio de Tu Hito, Jesucristo. Se que a causa de que El sufrió y murió, yo viviré nuevamente con mi familia; que a causa de que El rompió las cadenas de la muerte, volveré a ver a mis hijos en la carne y tendré el gozo de criarlos. A pesar de que en este momento no quiero seguir viviendo, lo haré, para volver a reunirme con mi familia y regresar juntos a Tí.

Esa oración, ese testimonio, la sostuvieron hasta que por fin llegó a su destino.

Aunque quizás no tan crueles y dramáticas, pero igualmente conmovedoras, son las vidas de aquellos cuyos nombres aparecen en las noticias necrológicas de los diarios, cuando la muerte se asoma al foro de nuestra existencia mortal y nos arrebata a un cónyuge querido, y, con frecuencia, en la joven exuberancia de la vida, a nuestros hijos y nietos. La muerte no conoce la misericordia, no hace acepción de personas, sino que de manera insidiosa nos visita a todos. A veces, es una bendición después de un largo sufrimiento, mientras que en otros casos arrebata a los que están en la flor de la vida.

Como en tiempos antiguos, los afligidos repiten frecuente y silenciosamente esta pregunta: “(No hay bálsamo en Galaad?” (Jeremías 8:22). “)Por que yo?, )por que ahora?” La letra de un hermoso himno nos da la respuesta en parte:

¿Dónde hallo el solaz, donde el alivio

cuando mi llanto nadie puede calmar,

cuando muy triste estoy o enojado y me aparto a meditar?

El siempre cerca esta; me da Su mano.

En mi Getsemaní, es mi Salvador.

El sabe dar la paz que tanto quiero.

Con gran bondad y amor me da valor.

Las tribulaciones de la viuda son un tema constante de las Escrituras. Sentimos compasión por la viuda de Sarepta, cuyo esposo había muerto; las escasas provisiones de alimento se le estaban acabando; le esperaban el hambre y la muerte. Entonces llegó a su puerta un profeta de Dios con el mandato aparentemente cínico de que le diera de comer. La respuesta de ella es particularmente conmovedora:

“Vive Jehová tu Dios, que no tengo pan cocido; solamente un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una vasija; y ahora recogía dos leños, para entrar y prepararlo para mi y para mi hijo, para que lo comamos y nos dejemos morir” (1 Reyes 17:12).

Las palabras confortantes de Elías penetraron el alma de la mujer:

“No tengas temor; ve, haz como has dicho; pero hazme a mi primero de ello una pequeña torta cocida debajo de la ceniza, y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo.

“Porque Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá …

“Entonces ella fue e hizo como le dijo Elías …

“Y la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija menguó …” (1 Reyes 17:13–16).

La viuda de Nain era similar a la viuda de Sarepta. El Nuevo Testamento de nuestro Señor registra un conmovedor relato acerca de la tierna compasión que el Maestro sintió por la viuda afligida:

“Aconteció… que el iba a la ciudad que se llama Nain, e iban con el muchos de sus discípulos, y una gran multitud.

“Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad.

“Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores.

“Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate.

“Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre” (Lucas 7:1115).

¡Que gran poder, ternura y compasión demostró nuestro Maestro y modelo! Nosotros también podemos bendecir a los demás con sólo seguir Su noble ejemplo. Las oportunidades se presentan por doquier. Se necesitan ojos para ver la situación del afligido, oídos que oigan las plegarias silenciosas del corazón quebrantado; si, y un alma llena de compasión, a fin de que podamos comunicarnos no sólo con los ojos y con la voz, sino en el estilo majestuoso del Salvador, de corazón a corazón.

Parece que la palabra viuda tenía un significado muy importante para nuestro Señor. El amonestó a Sus discípulos a que se cuidaran del ejemplo de los escribas, que fingían rectitud con sus túnicas largas y sus oraciones interminables, pero que devoraban las casas de las viudas (véase Lucas 20:46–47).

A los nefitas exhortó así: “Yo me acercaré a vosotros ara juicio, y seré pronto testigo contra … los que defraudan … a la viuda” (3 Nefi 24:5) .

Al profeta José Smith le dijo:

“… se mantendrá el almacén por medio de las consagraciones de la iglesia, y se proveerá lo necesario a las viudas y a los huérfanos, como también a los pobres” (D. y C. 83:6).

La casa de la viuda no es por lo general ni grande ni ostentosa. Con frecuencia es modesta de tamaño y humilde de apariencia; muchas veces esta escondida al final de las escaleras o en la parte trasera del pasillo, y consiste solamente en una habitación. A esos hogares es que El nos envía a ustedes y a mi.

Quizás exista una verdadera necesidad de alimentos, de ropa e incluso de alojamiento. Estas cosas se pueden conseguir. Pero casi siempre queda la esperanza de tener ese algo especial que nutra el alma.

Visita al triste y al afligido,

consuela al que llora, al dolorido.

Siembra actos de amor por doquier

y veras que el mundo mejor ha de ser.

Recordemos que después de marchitarse las flores del funeral y convertirse en recuerdos los buenos deseos de las amistades, las oraciones y las palabras que una vez se ofrecieron se van borrando de la mente, y los dolientes muchas veces se quedan solos. Ya no se oye la risa de niños, el alboroto de los adolescentes ni se disfruta de la tierna y amorosa preocupación del compañero que se ha ido. El tic tac del reloj se hace cada vez mas fuerte, el tiempo pasa con mas lentitud y las cuatro paredes de la habitación se vuelven una prisión.

Espero que todos recordemos estas palabras del Maestro que nos inspiran a hacer buenas obras: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos … a mi lo hicisteis” (Mateo 25:40).

El élder Richard L. Evans, del Consejo de los Doce, ya fallecido, nos dio esta exhortación para que la meditáramos:

“Los que somos jóvenes nunca debemos estar tan ciegamente entregados a nuestras propias ocupaciones que nos haga olvidar que todavía hay entre nosotros aquellos que vivirían en la soledad, a menos que les permitamos compartir nuestra vida como una vez ellos compartieron la suya con nosotros No podemos devolverles sus días de juventud, pero podemos ayudarlos a vivir en la tibia calidez de un atardecer que se hace mas bello por nuestra cordialidad, nuestro sustento y nuestro amor sincero y activo. La vida en su plenitud es un ministerio amoroso de servicio de generación a generación. Dios quiera que aquellos que nos pertenecen nunca queden abandonados en la soledad” (Richard L. Evans, Thoughts for One Hundred Days, Salt Lake City: Publishers Press, 1966, pág. 222).

Hace muchos años, una severa sequía azotó el Valle del Lago Salado. Las mercancías del almacén de la Manzana de Bienestar no eran de la calidad acostumbrada, y tampoco eran abundantes. Faltaban muchos productos, especialmente fruta fresca. Siendo yo entonces un joven obispo, sumamente preocupado por las necesidades de muchas de las viudas de mi barrio, la oración que hice una noche es singularmente sagrada para mi. Rogué diciéndole al Señor que aquellas viudas, que estaban entre las mejores mujeres que conocía en el mundo y cuyas necesidades eran sencillas y modestas, no tenían recursos de los que pudieran valerse.

A la mañana siguiente, recibí una llamada de un miembro del barrio que era propietario de una tienda de frutas y verduras. “Obispo”, dijo,

“quisiera enviar un camión lleno de naranjas, pomelos [toronjas] y plátanos [bananas] al almacén del obispo para que se distribuyan entre los necesitados. )Podría usted hacer los arreglos necesarios?” (Que pregunta! (Si podría hacer los arreglos! Se avisó al almacén; después, se llamó a cada obispo y la carga entera se distribuyo. El obispo Jesse M. Drury, aquel querido pionero de bienestar y encargado del almacén, dijo que nunca había visto un día con o ese. Describió la ocasión con una sola palabra: “(Maravilloso ! “

La esposa de aquel generoso hombre de negocios es ahora viuda. Se que la decisión que ella y su esposo tomaron le ha traído dulces recuerdos y le ha llenado el alma de consoladora paz.

Expreso mi sincero agradecimiento a todos aquellos que se ocupan de las viudas: a los vecinos cordiales que invitan a una viuda a cenar; y al ejército real de nobles mujeres, las maestras visitantes de la Sociedad de Socorro, les digo: Dios las bendiga por su caridad y amor sincero hacia la que busca las manos que ya no están ahí para tocarlas y oye las voces que han quedado silenciadas para siempre. Las palabras del profeta José Smith describen su misión: “Asistí por invitación a la Sociedad de Socorro femenina, cuyo objetivo es aliviar al pobre, al destituído, a la viuda y al huérfano, y realizar todo acto de benevolencia” (History of the Church, 4:567).

Agradezco también a los obispos tiernos y caritativos que se aseguran de que los gabinetes de la viuda no estén vacíos, de que su casa no este fría y de que se les bendiga en todo. Admiro a los lideres de barrio que invitan a las viudas a todas sus actividades sociales, a menudo haciendo arreglos para que un jovencito del Sacerdocio Aarónico sea su acompañante especial en esa ocasión.

Frecuentemente, la necesidad de la viuda no es de comida ni de alojamiento, sino de sentirse parte de lo que sucede a su alrededor. El presidente Bryan Richards, de Salt Lake City, que ahora es presidente de misión, llevó a mi oficina a una dulce viuda cuyo marido había fallecido mientras ambos cumplían una misión regular. El presidente Richards explico que su situación económica era buena y que ella deseaba contribuir al fondo misional general de la Iglesia los ingresos de dos pólizas de seguro de vida de su esposo. No pude evitar que se me saltaran las lágrimas cuando ella me dijo con humildad: “Eso es lo que quiero hacer. Es lo que a mi esposo, que amaba la obra misional, le hubiera gustado”. Se aceptó la ofrenda, registrándose como un donativo considerable al servicio misional. Vi el recibo que se extendió a su nombre, pero, de corazón, creo que también se registro en los cielos. Los invite a ella y al presidente Richards a que fueran conmigo al cuarto de conferencias de la Primera Presidencia, que en ese momento estaba desocupado. Esa habitación es hermosa y allí se puede sentir una sensación de paz. Le pedí a esa buena hermana que se sentara en la silla que por lo general ocupa el Presidente de la Iglesia. Pensé que a el no le molestaría, ya que conozco sus sentimientos. Cuando se sentó con toda humildad en esa silla de cuero, puso las manos sobre los brazos de la butaca, y dijo: “Este es uno de los días mas felices de mi vida”. También lo fue para el presidente Richards y para mi.

Siempre que viajo por la transitada calle Siete Este de Salt Lake City, me parece ver, con la imaginación, a una buena hija que sufría de artritis, llevando en las manos un plato de comida caliente para su anciana madre, que vivía en la acera de enfrente, en esa transitada calle. Ella ya se ha ido para unirse con la madre que la precedió en la muerte. Pero esa lección la aprendieron bien sus propias hijas, que deleitan a su padre limpiándole la casa todas las semanas, invitándolo a sus casas para cenar y compartir con el la risa de los buenos momentos que pasan juntos, dejando en el corazón de ese viudo una oración de gratitud por sus hijas, que son la luz de su vida. Los padres también se sienten solos, igual que las madres.

Una noche de Navidad, mi esposa y yo fuimos a una casa de convalecencia en Salt Lake City. En vano buscamos a una viuda de noventa y cinco años, cuya memoria se había deteriorado y no podía decir palabra. Uno de los asistentes nos ayudo a buscarla y la encontramos en el comedor; había terminado de comer y estaba sentada sola, con la mirada perdida; no demostró señal de reconocernos. Al tratar yo de tomarle la mano, ella la alejó. Note que tenía firmemente agarrada una tarjeta de Navidad. El ayudante sonrió y dijo: “No se quien le envío esa tarjeta, pero no la pierde de vista. No puede hablar, pero la acaricia, se la acerca a la boca y la besa”. Reconocí la tarjeta: era una que mi esposa, Francés, le había enviado la semana anterior. Salimos de allí llenos del espíritu de la Navidad, sin haber hecho mención del misterio de aquella tarjeta especial, de la vida que había alegrado y el corazón que había conmovido. Nos sentimos muy cerca del cielo.

No es necesario esperar a que llegue la Navidad, ni es preciso posponer hasta una fecha especial para responder a esta tierna exhortación del Salvador: “Ve, y haz tu lo mismo” (Lucas 10:37).

Al seguir Sus pasos, al meditar en Sus palabras y Sus obras, y al guardar Sus mandamientos, seremos bendecidos. La viuda afligida, la criatura huérfana y el corazón solitario recibirán regocijo, consuelo y apoyo mediante nuestro servicio, y obtendremos un conocimiento mas profundo de las palabras registradas en la epístola de Santiago:

“La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27) .

Que la paz que nos prometió el Salvador sea el don de todos en este día de reposo y siempre, es mi ferviente y humilde oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.