1990–1999
La Misericordia, Un Don Divino
Abril 1995


La Misericordia, Un Don Divino

“Si alguno de nosotros ha errado o le ha hablado ofensivamente a otra persona, seria bueno que tomara medidas para arreglar el asunto, y luego siguiera su vida normal.”

No hace mucho leí un largo artículo periodístico sobre la violencia y el derramamiento de sangre que continúan desolando a la nación que se conoció una vez como Yugoslavia. Las muertes y las mutilaciones persisten a pesar de los esfuerzos que se han hecho por establecer la paz. El relato de un guerrillero que le disparó a un niño pequeño, truncándole la vida, me causó gran aflicción y me pregunte: ¿Dónde se puede hallar el divino atributo de la misericordia?

La crueldad de la guerra crea odio e indiferencia hacia la vida humana, y siempre ha sido así. No obstante, en medio de esa degradación, a veces brilla la luz inextinguible de la misericordia.

En los documentales de televisión, que mostraron en conmemoración del quincuagésimo aniversario de la invasión de Normandía, durante la Segunda Guerra Mundial, se ilustró gráficamente la terrible perdida de vidas que tuvo lugar y se contaron algunas historias conmovedoras de los soldados. Recuerdo en particular los comentarios de un soldado de infantería estadounidense, quien contó que, después de un día de feroz batalla, al mirar hacia arriba desde la trinchera en que se hallaba, vio a un soldado enemigo que le apuntaba con el arma directamente al corazón. El soldado estadounidense dijo: “Pensé que pronto cruzaría ese puente de la muerte que lleva a la eternidad. Pero, increíblemente, mi enemigo me dijo en inglés chapurreado: Soldado, ¡la guerra ha terminado para ti!, luego de lo cual me tomó prisionero, salvándome así la vida. Jamas voy a olvidar esa acción misericordiosa”.

En un conflicto bélico de otra época, la Guerra Civil de los Estados Unidos, otro relato documentado en la historia ilustra el valor unido a la misericordia:

Del 11 al 13 de diciembre de 1862, las fuerzas de la Unión atacaron Marye’s Heights, un gran cerro que se elevaba sobre el pueblo de Fredericksburg, estado de Virginia, donde seis mil sureños les esperaban. Las tropas de estos estaban en una posición de defensa segura, detrás de un muro de piedra que rodeaba la base del cerro; además, se hallaban formadas en cuatro hileras de hombres, una detrás de la otra, en un camino hundido que había detrás del muro, ocultos del ejército de la Unión.

Los soldados de la Unión, que sumaban mas de cuarenta mil, llevaron a cabo una serie de ataques suicidas a campo abierto, y fueron barridos por pesadas descargas de artillería; ninguno pudo acercarse a mas de cuarenta metros de distancia de la muralla de piedra.

En poco tiempo, el terreno estaba cubierto de cientos, y después de miles, de soldados de la Unión, con sus uniformes azules, y antes de ponerse el sol, habían caído mas de doce mil. Los heridos yacieron allí toda aquella helada y terrible noche, gimiendo y pidiendo socorro.

Al día siguiente, un domingo, amaneció frío y con niebla. Los quejidos de dolor de los heridos todavía se escuchaban al levantarse la niebla matinal. Al fin, un joven soldado confederado de diecinueve años, cuyo nombre era Richard Rowland Kirkland y que tenía el grado de sargento, ya no pudo soportar mas, y se acercó al comandante y le dijo: “¡Toda la noche y todo el día he oído a esos infortunados hombres suplicando que les den agua! ¡Es demasiado, ya no puedo resistir mas! Le pido permiso para ir a darles de beber”. Al principio, se le negó la solicitud por el peligro que podía correr, pero por fin se lo permitieron. Poco después, miles de hombres asombrados, de ambos ejércitos, vieron al joven soldado, llevando colgadas al cuello varias cantimploras, trepar el cerco y aproximarse al herido de la Unión que estaba mas cerca; le levantó la cabeza suavemente, le dio de beber y luego lo cubrió con su propia chaqueta; después, se acercó a otro; y a otro, y a otro mas. Al darse cuenta

los heridos de lo que Kirkland estaba haciendo, por todo el campo empezaron a elevarse los gemidos de “¡Agua, agua! ¡Por amor de Dios, déme agua!”

Al principio, los soldados de la Unión quedaron tan sorprendidos que no atinaron a disparar; pero, al darse cuenta de lo que pasaba, comenzaron a darle voces de aliento. Durante mas de una hora y media, el sargento Kirkland continuo su labor misericordiosa.

Trágicamente, Richard Kirkland perdió la vida unos meses mas tarde, en la batalla de Chicamauga. Sus ultimas palabras a sus compañeros fueron: “¡Sálvense ustedes! Y díganle a mi padre que he muerto con rectitud”.

La compasión cristiana que el demostró ha hecho que su nombre sea un sinónimo de misericordia entre las generaciones posteriores a la Guerra Civil, tanto en las del Sur como en las del Norte. Los soldados de ambos bandos lo conocían como “el ángel de Marye’s Heights”. Su abnegado acto de misericordia se ha conmemorado con un monumento de bronce que se erige enfrente del cerco de piedra, en Fredericksburg, en el que aparece el sargento Kirkland levantándole la cabeza a un soldado de la Unión para darle a beber agua fresca. En la Iglesia Episcopal de Gettysburg, estado de Pennsylvania, hay una placa en su honor en la que se ha captado, con sencilla elocuencia, la misión de misericordia del joven soldado. Dice en la placa: “Héroe de benevolencia que, a riesgo de su propia vida, dio de beber al enemigo en Fredericksburg” (The Battle Fredericksburg, Eastern Acorn Press, 1990. “ ‘He Gave His Enemy Drink”’ CTW Ilustrado, octubre de 1962, págs. 38-39; Información sobre Richard Kirkland proporcionada por cl personal del Parque Militar Nacional de Fredericksburg y Spotsylvania, National Park Service, U.S. Dept. of the Interior).

Estas palabras de William Shakespeare describen la acción de Kirkland: “La propiedad de la clemencia es que no sea forzada; cae como la dulce lluvia del cielo sobre el llano que esta por debajo de ella; es dos veces bendita: bendice al que la concede y al que la recibe … es un atributo de Dios mismo …”

(El mercader de Venecia, Obras completas, S.A. de Ediciones Aguilar, Madrid, 1967, pág. 1079).

Dos brillantes y fieles consejeros del presidente David O. McKay nos dieron consejos imperecederos sobre el acto mas grandioso de misericordia de que se tenga conocimiento. El presidente Stephen L Richards dijo:

“El Salvador mismo afirmó que El vino a hacer cumplir la ley, no a abrogarla; pero junto con la ley enseñó el principio de la misericordia para atemperar su fuerza y llevar a los transgresores aliento y esperanza de obtener el perdón por medio de [la misericordia y] el arrepentimiento” (en “Conference Report”, 3 de abril de 1954, pág. 11).

Y el presidente J. Reuben Clark, hijo, testifico:

“Yo creo en que el Señor nos ayudara. Creo que si nos acercamos a El y vivimos con rectitud, nos dará sabiduría; creo que El contestara nuestras oraciones; creo que nuestro Padre Celestial quiere salvar a cada uno de Sus hijos. No creo que se proponga dejarnos afuera por alguna transgresión leve, por no haber observado al pie de la letra alguna regla. Existen los grandes mandamientos que debemos obedecer,

pero El no va a ser. quisquilloso con respecto a las faltas menores.

“Creo que el concepto que El tiene de Sus tratos con Sus hijos se podría describir de este modo: Que en Su justicia y misericordia, El nos dará la máxima recompensa por nuestras buenas acciones, nos dará todo lo que pueda darnos; y, por otro lado, nos impondrá el castigo mas leve que pueda imponernos por nuestros errores” (en “Conference Report”, 3 de octubre de 1953, pág. 84).

“Muchas veces pienso que uno de los hechos mas hermosos de la vida de Cristo lo representan sus palabras cuando estaba en la cruz, sufriendo la agonía de la muerte que, según se dice, es la mas dolorosa que los antiguos pudieron inventar, después de haber sido condenado y crucificado injusta e ilegalmente, contrariando todas las reglas de la misericordia; después de haber sido clavado a la cruz y cuando estaba por entregar el espíritu, le dijo a Su Padre, según testificaron todos los que lo oyeron: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen’ (Lucas 23:34)” (J. Reuben Clark, hijo, en “Conference Report”, 30 de septiembre de 1955, pág. 24).

En el Libro de Mormón, Alma lo describe con estas palabras:

“… No se podría realizar el plan de la misericordia salvo que se efectuase una expiación; por tanto, Dios mismo expía los pecados del mundo, para realizar el plan de la misericordia, para apaciguar las demandas de la justicia, para que Dios sea un Dios perfecto, justo y misericordioso también” (Alma 42:15).

Basándonos en ese conocimiento, nos preguntamos: ¿Por que, entonces, vemos tantos casos en los que las personas se niegan a perdonar a otras y demostrar la acción purificante de la misericordia y el perdón? ¿Que obstáculo se opone a ese bálsamo sanador para curar las heridas humanas? ¿Es la terquedad? ¿Es el orgullo? Quizás el odio todavía no haya desaparecido. “El rencor mantiene abiertas las heridas. ¡Sólo la disposición a perdonar las sana!” (De 0 Pioneers!, por Willa Cather.)

Hace poco leí sobre un anciano que durante el funeral de su hermano, con el que había vivido desde la juventud en una pequeña cabaña de un solo cuarto en el estado de Nueva York, relató que, después de una pelea que habían tenido, habían dividido el cuarto por la mitad con una línea trazada con tiza y ninguno de los dos había cruzado esa línea ni le había dirigido la palabra al otro desde ese incidente ¡que había ocurrido hacia sesenta y dos años! Que terrible tragedia, todo por falta de misericordia y deseo de perdonar.

En ocasiones, es necesario demostrar misericordia en situaciones sencillas y familiares. Tenemos un nieto de cuatro años llamado Jeffrey. Un día. su hermano de quince, Alan, había hecho en la computadora [ordenador] de la casa, un complicado e ingenioso diseño de una ciudad. Cuando el salió de la habitación por un momento, el pequeño Jeffrey se acercó a la computadora y por accidente borró el programa. A su regreso, Alan se puso furioso cuando vio lo que su hermanito había hecho. Dándose cuenta del grave problema en que se había metido, Jeffrey, ni corto ni perezoso, levantó el dedo y apuntando al hermano, exclamó: “Recuerda lo que Jesús dijo: ‘No se debe lastimar a los niños pequeños”’. Alan se echó a reír, la ira se calmó y prevaleció la misericordia.

Hay entre nosotros muchos que se torturan por su incapacidad de demostrar clemencia y de perdonar a otros las ofensas, por pequeñas que sean. A veces se les oye decir: “Nunca podría perdonarle”. Esa es una actitud que destruye el bienestar de la propia persona; puede amargar el alma y arruinarle la vida. Hay otros casos en que las personas pueden perdonar a los demás pero son incapaces de perdonarse a si mismas. Esa situación es aun mas destructiva.

Al comienzo de mi ministerio en el Consejo de los Doce, una vez le presente al presidente Hugh B. Brown el caso de una excelente persona que no podía ocupar un cargo

en el barrio porque le era imposible ejercer la misericordia consigo misma. No tenía problema en perdonar a otros, pero no podía perdonarse a si mismo, no podía alcanzar la clemencia. El me sugirió que lo visitara y le aconsejara basándome en lo siguiente:

“Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres” (D. y C. 64:10).

Y. de Isaías, y otra vez de Doctrina y Convenios:

“… Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18).

“He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo mas” (D. y C. 58:42).

Con una expresión pensativa, el presidente Brown agregó: “Dígale que no debe empeñarse en recordar lo que el Señor ha dicho que esta dispuesto a olvidar”. Ese consejo purificara el alma y renovara el espíritu de todo el que lo aplique.

El profeta José Smith aconsejó lo siguiente:

“Sed misericordiosos y hallaréis misericordia. Procurad salvar las almas, y no destruirlas; pues de cierto sabéis que ‘habrá mas gozo en el cielo de un pecador que se arrepiente, que de noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentimiento”’ (Enseñanzas del profeta José Smith, pág. 87).

En ocasiones, un pequeño error puede emponzoñar y causar pesar y aflicción al que se empeñe en continuar recordándolo, sin corregirlo. A todos nos puede suceder eso. Quisiera relatarles un ejemplo que tuvo un final feliz. Hace poco, recibí esta nota, con una llave adjunta:

“Estimado presidente Monson:

“Hace trece años, mi esposo y yo nos quedamos en el Hotel Utah. Como recuerdo de esas vacaciones, me lleve esa llave que adjunto. Desde ese entonces, he sentido mucho remordimiento por lo que hice. Se que el antiguo Hotel Utah pertenece a la Iglesia, y por eso le envió la llave a usted -a la Iglesia-para corregir ese error. Lamento mucho habérmela llevado; por favor, perdóneme.”

Pensé: ¡Cuanta honestidad! Que dulce espíritu el de esta persona. Y le conteste de esta manera:

“Estimada hermana:

“Muchas gracias por su amable nota y por haber devuelto la llave del Hotel Utah. Me ha conmovido su sinceridad. Aunque la llave en si pesa muy poco, es obvio que ha sido para usted una carga muy pesada de sobrellevar; aunque tiene muy poco valor monetario, su devolución tiene un valor mucho mayor. Me siento honrado de aceptarla y le aseguro que ha sido ciertamente perdonada. Por favor, acepte el obsequio que le envió con mis mas sinceros votos de felicidad”.

Junto con la nota, le devolví la llave, esta vez colocada sobre una bonita placa.

Si alguno de nosotros ha errado o le ha hablado ofensivamente a otra persona, seria bueno que tomara medidas para arreglar el asunto, y luego siguiera su vida normal.

“Aquel que no puede perdonar a los demás rompe el puente sobre el cual el mismo tendrá que pasar si desea llegar al cielo; porque toda persona tiene necesidad de ser perdonada” (George Herbert).

Uno de los ejemplos mas conmovedores de misericordia y perdón es esta conocida experiencia de Jesús:

“Y Jesús se fue al monte de los Olivos.

“Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a el; y sentado el, les enseñaba.

“Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio,

“le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio.

“Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tu, pues, ¿que dices?

“Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo.

“Y como insistieran en preguntarle, se enderezo y les dijo: El que de vosotros este sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.

“E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.

“Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los mas viejos hasta los postreros, y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio.

“Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿donde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?

“Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques mas” Juan 8: I-I 1) .

Las arenas del tiempo borraron en seguida lo que el Salvador había escrito, pero la misericordia que El demostró se recordara para siempre.

Asombro me da el amor que me da Jesús.

Confuso estoy por Su Gracia y por Su luz,

y tiemblo al ver que por mi El .Su vida dio;

por mi, tan indigno, Su sangre El derramo.

Comprendo que El en la cruz se dejo clavar.

Pago mi rescate; no lo podré olvidar.

Por siempre jamas al Señor agradeceré;

mi vida y cuanto yo tengo a El daré.

Este mismo Jesús:

“Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a el sus discípulos.

“Y abriendo su boca les enseñaba, diciendo …

“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzaran misericordia” (Mateo 5:1-2, 7).

En este día de reposo, ruego sincera y humildemente que cada uno de nosotros pueda ser dador y recipiente de la misericordia, ese divino don. En el nombre de Jesucristo. Amen