1990–1999
Redentor De Israel
Octubre 1995


Redentor De Israel

“El recorre largas distancias para hallar y traer de regreso al hogar a los ‘higos pródigos. Nos encuentra fatigados, hambrientos y oprimidos, y nos alimenta y nos da de beber.”

La parábola del hijo prodigo se aplica a cada uno de nosotros. Nos recuerda que todos somos, en cierta medida, hijos pródigos de nuestro Padre Celestial. Porque, como lo escribió el apóstol Pablo, “todos pecaron, y están destituídos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23).

Tal como el hijo errante de la parábola del Salvador, hemos venido a “una provincia apartada”, separada de nuestro hogar premortal. Como el hijo pródigo, tenemos parte en una herencia divina, pero, a causa de nuestros pecados, malgastamos una porción y experimentamos “una gran hambre” del espíritu (véase Lucas 15:13, 14). Así como el, aprendemos por dolorosas experiencias que los placeres y afanes del mundo no tienen mayor valor que “las algarrobas que comían los cerdos” (Lucas 15:16). Anhelamos reconciliarnos con nuestro Padre y retornar a Su hogar.

“Hemos errado mucho, clamando a ti, extraños, en yermos del mal.”

(“Oh Dios de Israel”, Himnos, N° 5.)

En la parábola del hijo pródigo, sólo el hijo mayor permanece fiel a su padre, según sus propias palabras, “no habiéndo[le] desobedecido jamas” (Lucas 15:29). En forma similar, en el plan de salvación, el Primogénito del Padre es sin pecado y sin defecto. Pero aun así, hay una diferencia esencial: En la parábola, el hijo mayor esta celoso de la atención brindada al retorno del pródigo; en el plan de salvación, en cambio, el Hijo mayor hace posible el regreso de los hijos pródigos.

El Padre lo envía a redimir a Sus hijos del cautiverio. El Hijo mayor acepta la misión: “… y los salvaré de todas sus rebeliones con las cuales pecaron, y los limpiaré …” (Ezequiel 37:23). El recorre largas distancias para hallar y traer de regreso al hogar a los “hijos pródigos”. Nos encuentra fatigados, hambrientos y oprimidos, y nos alimenta y nos da de beber. Vive entre nosotros y comparte nuestras cargas. Después, en un acto culminante de supremo amor, el Hijo mayor toma de Sus propios bienes y nos rescata, uno por uno. A fin de pagar la totalidad de nuestra deuda, se ve obligado a sacrificar Sus propias riquezas, sí, todo lo que tiene, hasta el ultimo ápice.

Hay algunos que rehúsan el rescate ofrecido; encadenados por el orgullo, prefieren el cautiverio a la contrición. Pero los que aceptan el ofrecimiento y abandonan sus caminos erróneos, son sanados por Sus manos y reciben el don de la libertad. A estos los lleva de regreso al Padre, con cánticos de regocijo eterno.

Testifico que el Hijo mayor de nuestro Padre Celestial nos ha redimido de los lazos del pecado. Somos un pueblo comprado. En las palabras de Pablo, “Por precio fuisteis comprados …” (1 Corintios 7:23). En el jardín de Getsemaní, el Primogénito de l Padre “descendió debajo de todo” (D. y C. 88:6); y como dijo Isaías, “llevó nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (Isaías 53:4). En el Gó1gota, “derramó su vida hasta la muerte” (Isaías 53:12) a manos de los mismos hombres cuyos pecados El había expiado, entregando libremente Su vida mientras vencía al mundo.

En el mundo premortal, El fue el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Creador de la tierra, el gran YO SOY. Desde esas exaltadas cumbres, descendió para venir a la tierra en la mas humilde circunstancia, para que no le fueran extraños nuestros pesares. En lugar de un sitial mundano, eligió nacer en un humilde establo y vivir la vida sencilla de un carpintero; creció en un oscuro villorrio de un distrito menospreciado de Palestina. No quiso forjarse una reputación, y fue “como raíz de tierra seca … sin atractivo para que le deseemos” (Isaías 53:2).

Pudo haber tenido poder y honores políticos; opto en cambio por sanar y enseñar. Pudo haberse ganado el favor de los de Su pueblo liberándolos de la opresión de los romanos; en vez de ello, los salvo de sus pecados y fue rechazado por los suyos. Sacrificó la gloria de Galilea para sufrir la humillación y el juicio de Jerusalén. Luego, de manera literal, el Señor Jesucristo pagó las máximas exigencias de nuestro rescate al sufrir “el dolor de todos los hombres” DyC. l8: ll ) .

“Y el mundo, a causa de su iniquidad, lo juzgara como cosa de ningún valor; por tanto, lo azotan, y el lo soporta; lo hieren y el lo soporta. Si, escupen sobre el, y el lo soporta, por motivo de su amorosa bondad y su longanimidad para con los hijos de los hombres” (1 Nefi 19:9).

Hace unos años visite Jerusalén poco antes de la Navidad. Las calles estaban frías y desoladas; había una aguda tensión política en el aire. Aun así, mi corazón se llenó de paz pensando que esa era la ciudad que El amo tanto, el lugar mismo de Su eterno sacrificio; que allí había vivido Aquel que fue el Salvador de toda la humanidad.

Volví a los Estados Unidos un sábado por la noche. Al amanecer del día de reposo, desperté escuchando estas palabras de “Oh Noche Santa”:

El Rey de reyes yace en un pesebre

nacido para nuestro amigo ser.

Y comencé a sollozar al meditar sobre la vida perfecta y el glorioso sacrificio del Redentor de Israel, de Aquel que nació para ser el amigo de los humildes y la esperanza de los mansos.

Doy testimonio de que el Señor Jesucristo ha pagado el precio de nuestros pecados, con la condición de nuestro arrepentimiento. El es el Primogénito del Padre, es el Santo de Israel; es las primicias de la Resurrección. Testifico que El vive. Testifico que es, verdaderamente, “nuestro gran Redentor … del mundo [el] Rey y Señor”(“Oh Dios de Israel”, Himnos, N° 5). En el nombre de Jesucristo. Amén.