1990–1999
La Obediencia, El Gran Desafío de la Vida
Abril 1998


La Obediencia, El Gran Desafío de la Vida

“El Señor reconoce que muchos de nosotros somos propensos a apartarnos de Sus consejos cuando todo nos sale bien, pero cuando nos llegan los problemas procuramos Su ayuda y Sus bendiciones”.

Hermanos y hermanas, me siento humilde y agradecido por este llamamiento de presentarme ante ustedes hoy. He sido bendecido con una esposa y una familia maravillosas. Me siento fortalecido por el sostenimiento de las Autoridades con quienes ahora tengo la bendición de servir; pero de mayor importancia aún, aprecio mi testimonio y mi relación con mi Salvador; doy mi testimonio personal de que El vive y que dirige Su Iglesia por medio de nuestro amado profeta y presidente, Gordon B. Hinckley.

El paso que dí el año anterior, desde el mundo de los negocios al de tratar de ser un siervo fiel de jornada completa para nuestro Padre Celestial y un testigo especial de Jesucristo, ha sido una experiencia muy tierna para mí. Me ha hecho más sensible a la responsabilidad, a las bendiciones y a las oportunidades que el Evangelio nos proporciona a cada uno de nosotros, si obedecemos sus principios.

En varias ocasiones, el presidente Boyd K. Packer ha declarado que “todos tenemos derecho a la inspiración y dirección del Espíritu Santo”, y luego añade: “Vivimos muy por debajo de nuestros privilegios”. Al meditar en cuanto al razonamiento de esta declaración, es evidente que muchos de nosotros estamos perdiendo algunas oportunidades y bendiciones espirituales al permitir que “las cosas que deberían ser más importantes en la vida queden a merced de las que importan menos”.

Si a cualquiera de nosotros se le preguntara qué es lo más importante en la vida, la mayoría respondería sin demora: nuestras familias y las oportunidades que el Evangelio nos brinda de ser familias celestiales, de estar “juntos para siempre”. Sin embargo, las presiones de la vida cotidiana con frecuencia y en forma subrepticia nos apartan de ese proyecto que con tanto orgullo proclamamos; y, en el proceso, las prioridades que realmente debieran importarnos más quedan supeditadas a las que, aunque en el momento parezcan ser importantes, carecen de trascendencia en cuanto a nuestro objetivo a largo plazo. En muchos casos, las tentaciones y las presiones para lograr lo que es menos trascendente nos conducen por los senderos equivocados de la vida.

El presidente Spencer W. Kimball nos advirtió: “El valor que se le da a las cosas del mundo es tanto y tan complicado, que aun la buena gente se desvía de la verdad, por preocuparse demasiado por las cosas del mundo”1.

Aunque he tenido muchas lecciones sobre la obediencia durante mi vida, una de las más memorables es la que me enseñaron, cuando era muchacho, mi perro y mi madre. Cuando yo tenía unos ocho años de edad, mi padre trajo a casa un cachorro al que enseguida llamé “Spot”; llegamos a ser grandes compañeros; le enseñé algunas jugarretas y a obedecer mis órdenes y el cachorro aprendió todo muy bien, excepto que no podía contenerse de perseguir y ladrar a los autos que pasaban por esa calle polvorienta de nuestra casa, situada en un pequeño pueblo del sur de Utah. No importaba cuánto le exigiera, no logré que “Spot” abandonara esa costumbre. Cierto día, un vecino conducía su camión a alta velocidad; él conocía a “Spot” y sabía de sus malos hábitos y, justo cuando “Spot” se acercó al camión en su acostumbrada manera agresiva, el hombre dobló en dirección al cachorro y le pasó por encima con una de las ruedas traseras.

Con mi rostro empapado de lágrimas, acuné a “Spot” en mis brazos y corrí a casa pidiéndoles ayuda a mi madre y a mi hermano. Cuando terminamos de quitarle la sangre de la cabeza, nos dimos cuenta de que la desobediencia le había causado un golpe fatal; después de sepultarlo y una vez secas nuestras lágrimas, mi madre me enseñó una de las grandes lecciones de la vida al explicarme el principio de la obediencia y su aplicación en mi propia vida. Me hizo ver, con claridad, que los actos aparentemente pequeños de la desobediencia pueden resultar en consecuencias desdichadas de largo plazo, en lamentaciones y aun en resultados funestos.

Al madurar en el Evangelio, aprendemos el valor de la obediencia a los principios que constantemente nos asociarán con las enseñanzas de nuestro Salvador y de los profetas Cuando obedecemos sus enseñanzas, comenzamos a entender lo que quiso decir el Salvador al declarar: “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará”.2

Dado que periódicamente todos tenemos problemas con la obediencia, podemos consolarnos con las palabras alentadoras del presidente Gordon B. Hinckley: “… que el Señor no nos dará mandamientos que superen nuestra capacidad de obedecerlos. No nos pedirá que hagamos algo que no estamos en condiciones de hacer”3.

Todos nosotros, pero en especial ustedes, jóvenes, harían bien en recordar el consejo del profeta cuando se vean tentados por las imposiciones de sus amigos en la vida diaria. Al crecer y llegar a ser adultos jóvenes y personas maduras, el establecer prioridades y el controlar las presiones que hay entre nuestro trabajo, la Iglesia y la familia representan un acto de equilibrio que requiere revelación constante .

De vez en cuando, uno podría preguntarse: “Si continúo viajando por el camino en que me encuentro, ¿a dónde me llevará y qué le sucederá a mi familia?”. ¿Estamos estableciendo los cimientos de una familia eterna o nos preocupamos más por el orgullo de las realizaciones personales y la colección de trofeos temporales que van imponiéndose sobre las cosas que deberían realmente ser de más valor?

No importa cuál sea nuestra edad y nuestra posición en la vida, la diaria obediencia a los principios del Evangelio es la única manera segura de lograr la felicidad eterna. El presidente Ezra Taft Benson lo señaló con gran energía al decir: “Cuando la obediencia deja de ser motivo de fastidio y pasa a ser nuestro cometido, ése es el momento en que Dios nos investirá con poder”.

El Libro de Mormón es una crónica continua de varios pueblos cuya obediencia solía fluctuar de tanto en tanto. El resultado de su desobediencia es evidente y las amonestaciones que ellos recibieron se aplican de igual manera a cada uno de nosotros hoy en día.

Las Escrituras indican con claridad que el Señor reconoce que muchos de nosotros somos propensos a apartarnos de Sus consejos cuando todo nos sale bien, pero cuando llegan los problemas procuramos Su ayuda y Sus bendiciones. Él también nos ha advertido: “… es necesario que mi pueblo sea disciplinado hasta que aprenda la obediencia, si es menester, por las cosas que padece”4.

Ya sea que seamos castigados o desafiados a medida que se nos sacuda de un lado a otro en los mares de la vida, la obediencia a las enseñanzas de nuestro Salvador y de nuestros profetas nos permitirá recibir la gran promesa del rey Benjamín a todos los que cumplen los mandamientos de Dios. “Porque he aquí, ellos son bendecidos en todas las cosas, tanto temporales como espirituales; y si continúan fieles hasta el fin, son recibidos en el cielo, para que así moren con Dios en un estado de interminable felicidad”5.

Al llamado del Salvador de “Ven, sígueme”6, o a Su admonición de “Si me amáis, guardad mis mandamientos”7, nuestra respuesta debe ser clara e inequívoca. En tanto que obedezcamos Su llamamiento, les testifico que disfrutaremos de Su amor y de Su paz en nuestra vida. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Liahona, agosto de 1978, pág. 121.

  2. Mateo 16:25.

  3. Liahona, enero de 1986, pág. 66.

  4. D y C. 105:6.

  5. Mosíah 2:41.

  6. Lucas 18:22.

  7. Juan 14:15.