1990–1999
Damos Testimonio de Él
Abril 1998


Damos Testimonio de Él

“Seamos verdaderos discípulos de Cristo al observar la Regla de Oro, y como queramos que los demás hagan con nosotros, así también hagamos nosotros con ellos”.

Mis amados hermanos y hermanas, les damos una cordial bienvenida a esta conferencia general que ha llegado a ser una gran conferencia mundial de la Iglesia.

Esta reunión se oirá y se verá en todo Estados Unidos y en Canadá, así como en muchas otras partes del mundo. Creo que no hay nada que se compare con ella. Felicito y agradezco a todos los que han tenido que ver con los complicados detalles logísticos de esta gran tarea.

Nos hemos reunido para adorar al Señor, para declarar Su divinidad y la realidad de que Él vive. Nos hemos reunido para reiterar nuestro amor por Él y nuestro conocimiento de Su amor por nosotros. Nadie, pese a lo que se diga, puede disminuir ese amor.

Hay algunos que lo intentan. Por ejemplo, hay personas de otros credos que no nos consideran cristianos. Eso no es importante. Lo que importa es la forma en que nos consideremos a nosotros mismos. Reconocemos sin vacilación que existen diferencias entre nosotros; si no fuera así, no habría habido necesidad de la restauración del Evangelio. Hace poco, el presidente Packer y el élder Ballard hablaron de eso en otros contextos.

Confío en que no discutamos por este asunto. No hay razón para hacerlo un tema de debate. Sencillamente, de un modo apacible y sin disculparnos, testificamos que Dios se ha manifestado a Sí mismo y a Su Hijo Amado al dar comienzo a esta plena y última dispensación de Su obra.

No debemos volvernos descorteses al hablar de las diferencias doctrinales. No hay lugar para la aspereza. Sin embargo, nunca podemos abandonar ni acomodar a otros pareceres el conocimiento que hemos recibido por revelación y por otorgamiento directo de las llaves y de la autoridad bajo la manos de los que las poseían en la antigüedad. No olvidemos nunca que ésta es la restauración de lo que fue instituido por el Salvador del mundo, y no una reforma de práctica y doctrina falsas que tal vez surgiera con el correr de los siglos.

Podemos respetar otras religiones, y debemos hacerlo. Debemos reconocer el gran bien que realizan; debemos enseñar a nuestros hijos a ser tolerantes y amistosos con las personas que no sean de nuestra fe. Podemos trabajar, y trabajamos, con personas de otras religiones en defensa de los valores que han hecho nuestra civilización grande y nuestra sociedad distintiva.

Por ejemplo, no hace mucho tiempo fue a mi despacho un clérigo protestante que es un líder muy eficaz en la interminable contienda contra la pornografía. Nos sentimos agradecidos a él. Nos unimos a él y a sus colaboradores y le brindamos apoyo económico a su organización.

Podemos trabajar y trabajamos con personas de otras religiones en diversas tareas en la sempiterna lucha contra los males sociales que amenazan los preciados valores que son tan importantes para todos nosotros. Si bien estas personas no son de nuestra fe, son nuestros amigos, nuestros vecinos y nuestros colaboradores en una variedad de causas. Es un placer para nosotros prestar nuestras fuerzas a sus labores.

Pero en todo eso no hay acomodo doctrinal. No es necesario que lo haya y no debe haberlo de nuestra parte. Sí hay un grado de compañerismo y hermandad al trabajar juntos.

Al llevar a cabo nuestra misión especial, trabajamos bajo el mandato que nos ha dado el Señor Resucitado que ha hablado en ésta la última dispensación. Ésta es Su exclusiva y maravillosa causa. Damos testimonio de El; pero no hace falta que lo hagamos con arrogancia ni con aire de superioridad.

Como lo dijo Pedro, somos “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios”. ¿Por qué? Para que anunciemos “las virtudes de aquel que [nos] llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9).

El considerarnos más santos que los demás es una actitud indigna de nosotros. Tengo en mi poder la carta de un hombre de nuestra comunidad que no es miembro de la Iglesia. En ella dice que a su hijita la han aislado sus compañeros de escuela que son Santos de los Ultimos Días y

menciona que se cuenta por ahí que un niño Santo de los Últimos Días le arrancó una medalla religiosa del cuello a otro niño. Espero que eso no sea verdad. Si lo es, pido disculpas a los que hayan sido agraviados.

Elevémonos por encima de ese tipo de comportamiento y enseñemos a nuestros hijos a hacer lo mismo. Seamos verdaderos discípulos de Cristo al observar la Regla de Oro, y como queramos que los demás hagan con nosotros, así también hagamos nosotros con ellos. Fortalezcamos nuestra propia fe y la de nuestros hijos, al mismo tiempo que seamos corteses con los que no son de nuestra fe. El amor y el respeto echarán por tierra todo elemento de animosidad. Nuestra bondad puede convertirse en la defensa más persuasiva de aquello en lo que creemos.

Cambiando de tema, les diré que hace una semana estuve en Palmyra, Nueva York, donde dediqué dos edificios. Uno de ellos era la restauración de la pequeña cabaña de troncos en la que primeramente vivió en esa zona la familia de Joseph Smith, padre. En esa humilde vivienda el joven José, de catorce años, resolvió ir hasta una arboleda cercana a preguntar a Dios y tuvo la incomparable visión del Padre y del Hijo.

Fue en esa casa donde Moroni, el ángel, apareció al joven José, lo llamó por su nombre y le dijo que Dios tenía una obra para él, y que “entre todas las naciones, tribus y lenguas se tomaría [su] nombre para bien y para mal, o sea, que se iba a hablar bien y mal de [él] entre todo pueblo” (José Smith-Historia 1:33).

¿Cómo pudo un muchacho campesino, en gran parte sin instrucción académica, haberse atrevido a decir tal cosa? Y. no obstante, todo eso ha ocurrido y continuará incrementándose a medida que este Evangelio restaurado se enseñe en todo el mundo.

Mientras me hallaba en Palmyra, también dediqué el edificio “E. B. Grandin Building”, que fue donde se imprimió la primera edición del Libro de Mormón en 1829 y 1830. Fue una tarea audaz imprimir lo que al principio el señor Grandin consideraba un fraude e imprimir una edición de cinco mil ejemplares, lo cual era una tirada muy grande para la época. Me siento muy complacido en recordarles que desde ese entonces hemos impreso más de ochenta y ocho millones de ejemplares de esta extraordinaria obra.

Me siento agradecido de que tengamos ese viejo edificio, el cual compró un generoso miembro de la Iglesia y lo donó a la Iglesia. La sola presencia de ese edificio confirma la validez del libro, este notable testamento del Hijo de Dios.

¿Quién que lo haya leído puede refutar honradamente su origen divino? Habrá críticos que intenten hacerlo. Cuanto más se esfuerzan en sus intentos más verosímil se hace el relato verdadero de su salida a luz como una voz que habla desde el polvo.

Qué agradecido estoy por el testimonio con que Dios me ha bendecido del llamamiento divino de José Smith, de la realidad de la Primera Visión, de la restauración del sacerdocio, de la veracidad de ésta, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Y así, mis queridos hermanos y hermanas, regocijémonos juntos ahora, al celebrar con agradecimiento las maravillosas doctrinas y prácticas que hemos recibido como don del Señor en ésta, la más espléndida era de Su obra. Esta es la época de la Pascua de Resurrección, en la cual recordamos Su gloriosa resurrección, de la cual damos testimonio. Seamos siempre agradecidos por estos valiosísimos dones y privilegios, y hagamos bien nuestra parte como los que aman al Señor. Los invito a escuchar los mensajes que expresarán desde este púlpito los que han sido llamados como siervos de ustedes. Que sean bendecidos, lo ruego humildemente, en el nombre de Jesucristo. Amén.