1990–1999
Sigamos la luz
Abril 1999


Sigamos La Luz

“El Señor nos invita a salir del frío peligro de lo mundano y entrar al calor de Su luz”.

¿Alguna vez se han tropezado en la oscuridad, se han lastimado un dedo del pie y han dicho: “¡Ay, qué dolor!”? ¿Qué pasaría si se apagara la luz en este edificio esta noche? ¡Tendríamos una confusión total! La oscuridad puede ser peligrosa para nuestra salud, ¡nuestra salud física y espiritual! Es una gran bendición tener luz en nuestra vida: luz que nos hace ver las cosas tal como son, luz que ilumina nuestro entendimiento, luz que podemos seguir con absoluta confianza. Permítanme relatarles un suceso que demuestra lo que quiero decir.

Faltaban pocos días para la Navidad, hacía poco que mi marido y yo nos habíamos casado, y viajábamos de regreso a casa para pasar las fiestas. Era un viaje de cuarenta y dos horas en auto, pero eso no nos desanimó en absoluto por la emoción que sentíamos de sólo pensar que estaríamos nuevamente en casa con nuestras familias. Habíamos estado viajando todo el día y la mayor parte de la noche cuando nos topamos con una tormenta de nieve. Era una ventisca tan fuerte que casi no veíamos nada y la nieve se iba acumulando cada vez más en la carretera. La oscuridad era total; ni siquiera veíamos a dónde íbamos, ni tampoco veíamos las rayas que separaban los carriles del tráfico de la autopista. ¡La situación era aterradora!

De repente, comenzamos a ver delante de nosotros un camión enorme, que iba avanzando lentamente. Apenas distinguíamos las luces de atrás, pero el verlas nos infundió esperanza. Mi marido, que iba manejando, fijó la vista en las luces del camión, y condujo por las huellas que las llantas de éste iban dejando en la nieve. Nuestro pánico aminoró un poco gracias al guía que llevábamos al frente, puesto que él indudablemente conocía la ruta, la cabina del camión que conducía estaba a un nivel más alto que el nuestro y veía mejor; y seguramente tenía equipo de radio que podría utilizar si lo llegaba a necesitar.

Con una oración a flor de labios, y con los nudillos de los dedos emblanquecidos al volante, seguimos esa luz a través de la tormenta. Pasamos junto a muchos vehículos que se habían quedado a ambos lados del camino antes de darnos cuenta de que el camión estaba disminuyendo la velocidad para salir de la carretera. En un acto de fe, lo seguimos, y al poco rato nos encontramos, para nuestro gran alivio, en un lugar seguro, un lugar de refugio. ¡Qué agradecidos nos sentimos! No veíamos la hora de decirle al chofer del camión lo agradecidos que estábamos por su ayuda, por habernos guiado.

Cada uno de nosotros está en el camino que conduce a casa; pero no estamos tratando de llegar allí para pasar las fiestas de Navidad: estamos tratando de llegar allí para la eternidad. Queremos llegar sin ningún percance a casa de nuestro Padre Celestial. Él desea que lleguemos sin novedad, por lo que nos ha enviado una luz de guía que podemos seguir: un Salvador, el Señor Jesucristo, el ejemplo perfecto. Él conoce el camino. El ilumina nuestro sendero en la oscuridad de la noche, en las tormentas, en las encrucijadas y en la luz del día. Él siempre está listo para mostrarnos el camino de regreso a casa.

Nos dice: “Y también seré vuestra luz … y prepararé el camino delante de vosotros, si es que guardáis mis mandamientos … y sabréis que yo soy el que os conduce” (1 Nefi 17:13).

Una jovencita me escribió acerca de un camino en el que se encontró. Decía: “Estaba con un grupo de amigas viendo una película en video. Era una cinta que yo sabía no debía estar viendo y el Espíritu me indujo a irme de allí. Pude escuchar y me levanté y me fui. Sentí el Espíritu con gran poder, y sé que fue por la decisión que tomé” (la carta está en poder de la Oficina de las Mujeres Jóvenes). Ella siguió la luz hasta que llegó a un lugar seguro.

Esa misma luz mostró a dos hermanas adolescentes el camino que debían seguir en un día terrorífico de 1833. Un populacho furioso se precipitó a las tranquilas calles de Independence, Misuri, donde vivían Mary Elizabeth Rollins, de quince años de edad, y su hermana Caroline, que tenía trece años. El aterrador populacho se lanzó a destruir y quemar propiedades, y a causar disturbios. Algunos de los miembros del populacho entraron en la casa del hermano William Phelps, en donde se encontraba la imprenta. El había estado imprimiendo revelaciones que había recibido el profeta José Smith. Destruyeron la imprenta y la tiraron a la calle y sacaron las invalorables hojas impresas fuera del edificio, poniéndolas en un montón para quemarlas.

Mary Elizabeth y su hermana Caroline estaban escondidas detrás de una cerca, temblando al ver la destrucción. Mary sabía perfectamente bien lo peligrosos que eran los populachos, pero, a pesar de ello, sintió la urgencia de salvar esas preciadas páginas. Las dos jóvenes hermanas corrieron a la calle, recogieron todas las páginas de Escrituras que pudieron llevar en los brazos y huyeron. Algunos de los del populacho las vieron y les ordenaron que se detuvieran mientras perseguían a esas valientes hermanas. Las chicas corrieron a un gran maizal donde se dejaron caer al suelo, casi sin aliento. Colocaron las copias de las revelaciones en el suelo, entre las hileras de maíz, y después se acostaron sobre las hojas de papel. Los hombres siguieron implacables en su búsqueda de las jóvenes entre los altos tallos del maíz, llegando en ocasiones muy cerca de ellas, pero nunca pudieron encontrarlas y por fin se dieron por vencidos y se fueron para terminar su obra de destrucción en el pueblo.

La luz del Señor mostró a esas jovencitas qué hacer y a dónde ir para estar a salvo. Esta misma luz brilla también para ustedes. Puede mantenerlas a salvo al igual que las mantuvo a salvo a ellas. En la oficina de las Mujeres Jóvenes tenemos una escultura de esas hermanas para recordarnos de la valentía de las jóvenes de aquel tiempo y de las de hoy en día.

Jane Allgood Bailey no estaba dispuesta a renunciar a la luz de su nueva religión. No se dejó vencer por el frío, ni por el hambre ni por la enfermedad en las planicies del estado de Wyoming. Tomándose de la mano con otras mujeres atravesaban los helados arroyos. Salían al otro lado de ellos con la ropa congelada y pegada al cuerpo, pero seguían adelante. Durante el viaje, su hijo de dieciocho años, Langley, enfermó y estaba tan débil que tuvieron que transportarlo en el carro de mano gran parte del camino. Una mañana se levantó de la cama que le habían hecho en el carro de mano, compuesta por una lona congelada, se adelantó a la compañía y se acostó bajo un arbusto de artemisa para morir, pues pensaba que era una carga demasiado pesada. Cuando su fiel madre lo encontró, lo regañó y le dijo: “Súbete al carro de mano; yo te ayudaré, ¡pero no te puedes dar por vencido!”. Después de eso, la familia siguió adelante con lo que quedaba de la compañía de carros de mano de Martin Willey.

Al llegar al Valle del Lago Salado, ¡Langley todavía estaba vivo! Tenía dieciocho años de edad y pesaba sólo veintiocho kilos. Ese joven de dieciocho años fue mi bisabuelo. Me siento agradecida por que se haya conservado la vida de ese joven y por la fortaleza y la resistencia de su noble y valiente madre, que fue una luz para su familia e hizo a su hijo seguir adelante aun cuando tenía tan pocas posibilidades de sobrevivir.

Hermanas, probablemente ustedes no tendrán que empujar un carro de mano en medio de tormentas de nieve por las planicies, ni tendrán que huir de algún populacho, pero tal vez tengan que alejarse de las amistades, de las modas y de las invitaciones que puedan poner en peligro sus normas de rectitud. Y eso requiere valor. Pronto llegarán a ser hermanas de la Sociedad de Socorro y algún día serán las madres que deban dar fuerza y testimonio a las generaciones futuras. Ahora, en los años de su preparación, no pueden permitirse decir: “Me voy a dar por vencida; las normas de la Iglesia son demasiado elevadas. Es muy difícil vivir las normas de pureza personal con exactitud. Soy muy débil”. Pero, ¡sí pueden lograrlo! Por el bien de su futuro, ¡deben lograrlo!

Pueden vivir en el mundo y no ser del mundo. El Señor nos invita a salir del frío peligro de lo mundano y entrar al calor de Su luz. Esto requiere integridad, fuerza de carácter y fe: fe en las verdades que enseñó el Señor Jesucristo, que dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8: 12).

La luz del Señor ayudó a Shelly Ann Scoffield a enfrentar una prueba terrible en su joven vida, pero la enfrentó con gran fe y amor por nuestro Padre Celestial. Un día Shelly comenzó a sentirse mal. Vio a un médico, que determinó que la joven padecía un grave mal. Shelly dijo: “Estaba asustada, pues tenía protuberancias enormes en los

pulmones, y el médico comenzó a mencionar palabras como cáncer, quimioterapia y radiación”. Pero Shelly no se dejó llevar por sus temores. Fiel a su capacitación en el Progreso Personal, se puso a formular una larga lista de metas que podría alcanzar mientras no pudiera ir a la escuela debido a los tratamientos. Se ocupó en lograr cosas buenas. Era consciente de las bendiciones de que gozaba, incluso un padre que poseía el sacerdocio y que la ungió, una familia maravillosa, buenos amigos y excelentes médicos. “Pero lo mejor de todo”, dijo Shelly, “es que tengo un testimonio de mi Padre Celestial, de que me ama y de que me ayudará en esta dificultad”.

Shelly grabó algunos de sus pensamientos para sus amigas de las mujeres jóvenes, y me gustaría compartir con ustedes algo de lo que dijo:

“Quiero que sepan que ahora es el tiempo de acercarse a nuestro Padre Celestial. Esfuércense por mostrar a nuestro Padre Celestial que pueden hacer todo lo que han prometido que harían. Yo lo estoy intentando. Estoy aprendiendo más ahora que nunca en mi vida en cuanto al Evangelio y sé que mi Padre Celestial está conmigo. Cuando siento dolor y pesar, Él también lo siente, y sólo quiere que yo, y que cada una de ustedes, cuando sintamos eso, nos arrodillemos y oremos para pedirle Su Ayuda, porque El está más que dispuesto a dárnosla. Él las quiere tanto. Es mi oración que durante toda su vida, cuando tengan desafíos, aprendan de ellos y se mantengan cerca de Él y tengan fe. Obtengan un testimonio y apéguense con lealtad a lo que es correcto”.

Shelly Scoffield falleció el 3 de noviembre de 1998, firme en la fe.

Mis queridísimas y jóvenes hermanas, no todas tendremos experiencias como las de Shelly, ni como las otras que les he contado en esta ocasión, pero cada una de nosotras tiene necesidad de acercarse al Señor en nuestro viaje por la vida.

Nos gustaría sugerir tres cosas que les servirán para ver la luz y seguirla en su vida. En primer lugar, y lo que es más importante de todo, oren. Al hablar a nuestro Padre Celestial y derramar su corazón a Él, lo sentirán más cerca. Después hagan una pausa, deténganse y escuchen los sentimientos de su corazón. Traten de comprender los susurros del Espíritu. Si oran con sinceridad, llegarán a sentir el gran amor que nuestro Padre Celestial tiene por ustedes.

En segundo lugar, estudien las Escrituras, pues ellas nos enseñan los caminos del Señor. Ellas responden a las preguntas de cómo debemos vivir hoy en día. Nos brindan una luz y un espíritu que no podemos obtener de ninguna otra manera.

En tercer lugar, estén anhelosamente consagradas a una causa buena. Eso quiere decir: servir a su familia y a sus amigos; ser activas en la Iglesia y en seminario; desarrollar talentos y adquirir conocimientos prácticos; ser un buen ejemplo; ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar. A medida que lo hagan, la luz brillará cada vez más en su vida, y se reflejará en su faz.

La ventana de la Oficina de las Mujeres Jóvenes tiene vista hacia el santo Templo de Salt Lake, y desde allí vemos a las novias cuando salen a tomarse fotos. Esas encantadoras novias que se han casado en el templo se ven hermosas porque tienen un resplandor en el rostro y una luz en los ojos. Esa luz proviene de la comprensión que tienen de la influencia del Salvador en su vida. Hay algo muy especial en una joven que se ha preparado y es digna de hacer y guardar convenios sagrados, y de recibir las ordenanzas del templo.

Así como nosotros seguimos la luz de un camión una noche de tormenta invernal, del mismo modo Shelly, Mary Elizabeth y Jane siguieron la luz del Señor, y ustedes también pueden hacerlo. Y cuando se enfrenten con esos momentos en los que necesiten valentía, fuerza y fe recuerden las palabras del himno:

Jesús es mi luz, y no temeré.

Él es mi poder; solaz yo tendré.

Les testifico que el Señor siempre está dispuesto a ayudarles. El ejemplo de Su vida y Sus enseñanzas es una guía firme y segura. Podemos seguirle con absoluta confianza, pues El es nuestro Salvador. Le amo; las amo a ustedes y les doy mi testimonio del amor que El tiene por ustedes. En el nombre de Jesucristo. Amén.