1990–1999
El Poder Del Sacerdocio
October 1999


El poder del sacerdocio

“El sacerdocio no es tanto un don como un mandato para servir, un privilegio para edificar, una oportunidad para bendecir las vidas de los demás”.

Hermanos del sacerdocio reunidos aquí y en todo el mundo, me siento humilde por la responsabilidad que tengo de hablar ante ustedes, y ruego que el Espíritu del Señor esté conmigo mientras lo hago.

Algunos de ustedes son diáconos, otros maestros o presbíteros, todos ellos oficios en el Sacerdocio Aarónico. Muchos de ustedes son élderes, setentas o sumos sacerdotes. Se espera mucho de cada uno de nosotros.

En una proclamación de la Primera Presidencia y del Consejo de los Doce Apóstoles emitida el 6 de abril de 1980, se expuso esta declaración de testimonio y verdad:

“Afirmamos solemnemente que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es, de hecho, la restauración de la Iglesia restablecida por el Hijo de Dios cuando en Su vida mortal organizó Su obra en la tierra; que lleva Su sagrado nombre, el nombre de Jesucristo; que está edificada sobre el cimiento de apóstoles y profetas, siendo Él mismo la piedra angular; que Su sacerdocio, tanto el orden de Aarón como el de Melquisedec, fue restaurado por las manos de aquellos que lo poseyeron antiguamente: Juan el Bautista, en el caso del Sacerdocio Aarónico; y Pedro, Santiago y Juan, en el caso del Sacerdocio de Melquisedec”1.

El 6 de octubre de 1889, el presidente George Q. Cannon expresó esta súplica:

“Deseo ver fortalecido el poder del sacerdocio… Deseo ver esta fortaleza y poder difundidos por toda la organización del sacerdocio, abarcando desde la cabeza hasta el último y más humilde diácono de la Iglesia. Todo hombre debería buscar las revelaciones de Dios y disfrutarlas, esa luz de los cielos que resplandece en su alma y le da conocimiento respecto a sus deberes, a esa porción de la obra de Dios a la que es llamado como poseedor del sacerdocio”2.

El Señor mismo resumió nuestra responsabilidad cuando, en la revelación sobre el sacerdocio, nos exhortó: “Por tanto, aprenda todo varón su deber, así como a obrar con toda diligencia en el oficio al cual fuere nombrado”3.

Hermanos del Sacerdocio Aarónico, ya sean diáconos, maestros o presbíteros, aprendan su deber. Hermanos del Sacerdocio de Melquisedec, aprendan su deber.

Hace algunos años, cuando nuestro hijo menor estaba para cumplir los doce años de edad, él y yo salíamos del edificio de las Oficinas Generales de la Iglesia cuando nos saludó el presidente Harold B. Lee. Mencioné que Clark pronto cumpliría doce años, tras lo cual el presidente Lee le preguntó: “¿Qué sucederá cuando cumplas doce años, Clark?”. Ése fue uno de esos momentos en que el padre ruega que su hijo tenga la inspiración de responder bien. Sin vacilar, Clark le contestó: “Seré ordenado diácono”.

Ésa era la respuesta que el presidente Lee esperaba. Luego aconsejó a nuestro hijo: “Recuerda, es una gran bendición poseer el sacerdocio”.

Espero con toda mi alma y corazón que cada joven que reciba el sacerdocio lo honre y sea fiel a la confianza que se le deposita cuando se le confiere.

Hace cuarenta y cuatro años escuché a William J. Critchlow, Jr., presidente en esa época de la Estaca Ogden Sur, dirigirse a los hermanos en la sesión general del sacerdocio de una conferencia y relatar una historia acerca de la confianza, el honor y el deber. Permítanme compartirla con ustedes, pues su sencilla lección se aplica a nosotros boy en día, tal y como en aquel entonces.

“Rupert se detuvo al lado del camino a contemplar una gran cantidad de gente que pasaba apresurada. Al poco rato reconoció a un amigo. ‘¿Hacia dónde van todos con tanta prisa?’, preguntó.

“El amigo se detuvo. ‘¿No lo sabes?’, le dijo.

“‘No sé nada’, contestó Rupert.

“‘Verás’, continuó el amigo, ‘el rey ha perdido su esmeralda real. Ayer asistió al casamiento de un noble y llevaba la esmeralda en una delgada cadenilla atada al cuello. De alguna forma la esmeralda se soltó de la cadena y todos la están buscando porque el rey ofreció una recompensa a quien la encuentre. Vamos, date prisa’.

“‘No puedo ir sin pedirle permiso a mi abuela’, titubeó Rupert.

“‘No te puedo esperar; deseo encontrar la esmeralda’, replicó su amigo.

“Rupert se apresuró a llegar a la cabaña que se encontraba a la entrada del bosque, en busca del permiso de su abuela. ‘Si lograse encontrar la esmeralda nos mudaríamos de esta choza tan húmeda y compraríamos un terreno en la ladera de la montaña’, le dijo a su abuela.

“Pero su abuela movió la cabeza en señal negativa. ‘¿Qué harían las ovejas?’, preguntó. ‘Ya están inquietas en el corral esperando que las lleve a pastar; y por favor no olvides llevarlas a beber cuando el sol esté alto en el cielo’.

“Lleno de tristeza, Rupert llevó las ovejas a pastar y al mediodía las guió hasta el abrevadero del bosque, donde se sentó sobre una roca, junto al arroyo. ‘Si tan sólo hubiera tenido la oportunidad de ir a buscar la esmeralda del rey’, pensó. Al volver la cabeza para mirar el fondo arenoso del arroyo, repentinamente fijó la vista en el agua. ¿Qué será eso? ¡No podía ser! Saltó al agua y sus dedos agarraron algo verde, con un pequeño trozo de cadena dorada. ‘¡La esmeralda del rey!’ gritó. ‘Debe haberse caído de la cadena cuando el rey, montado a caballo, galopaba por el puente que cruza el arroyo, y la corriente la trajo hasta aquí’.

“Con ojos relucientes, Rupert corrió hacia la choza de su abuela para contarle sobre su gran hallazgo. ‘Afortunado eres, hijo’, le dijo ella, ‘pero nunca la habrías encontrado si no hubieras estado cumpliendo con tu deber, pastoreando las ovejas’. Rupert sabía que eso era verdad”4.

La lección que se debe aprender de este relato se encuentra en un versito popular: “Haz tu deber, que es lo mejor; y deja el resto para el Señor”.

Si hay alguien que se sienta demasiado débil para cambiar los altibajos de su vida, o si hay alguien que no se decide a mejorar debido al más grande de los temores, el temor al fracaso, no existe una seguridad más reconfortante que estas palabras del Señor: “Basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos”5.

Los milagros se pueden encontrar en todas partes cuando se magnifican los llamamientos en el sacerdocio. Cuando la fe reemplaza a la duda y el servicio desinteresado elimina el egoísmo, el poder de Dios hace que Sus propósitos se hagan realidad.

El sacerdocio no es tanto un don como un mandato para servir, un privilegio para edificar, una oportunidad para bendecir las vidas de los demás.

Hermanos, los que tengamos responsabilidades con los jóvenes del Sacerdocio Aarónico, no les demos solamente oportunidades de aprender, sino pongámosles ejemplos dignos de emular.

Para los que poseemos el Sacerdocio de Melquisedec, nuestro privilegio de magnificar nuestros llamamientos está siempre presente. Somos pastores al cuidado de Israel. Las ovejas hambrientas levantan la cabeza para ser alimentadas con el pan de vida. ¿Estamos preparados para alimentar el rebaño de Dios? Es imperativo que reconozcamos el valor de un alma humana, de que nunca abandonemos a uno de Sus preciados hijos.

Permítanme leer la carta de un joven, la cual refleja el espíritu de amor que ayudó a afirmar un testimonio del Evangelio:

“Estimado presidente Monson:

“Gracias por tomar la palabra en la convención nacional de Scouts celebrada en el fuerte A. P. Hill, Virginia. Durante la gira que realizamos, vimos muchos lugares famosos como las Cataratas del Niágara, la estatua de la Libertad, la Campana de la Libertad y muchos otros sitios. La Arboleda Sagrada fue el lugar del que más disfruté. Nuestros padres nos habían escrito cartas a cada uno de nosotros para leerlas mientras estuviéramos en la arboleda. Después de leer la carta que me escribieron mis padres, me arrodillé a orar. Pregunté si la Iglesia era realmente verdadera, si José Smith en verdad vio una visión y es un profeta verdadero de Dios, y también si el presidente Gordon B. Hinckley es un verdadero profeta de Dios. Inmediatamente después de terminar la oración, sentí, por medio del espíritu, que estas cosas eran en realidad verdaderas. Previamente había orado sobre esas mismas cosas, pero jamás había recibido una respuesta tan poderosa. No había manera que yo pudiera negar que esta Iglesia fuera verdadera o que el presidente Hinckley fuera un profeta de Dios.

“Me siento muy bendecido por ser miembro de esta Iglesia. Gracias nuevamente por asistir a la convención.

“Atentamente,

“Chad D. Olson

“P D. Al guía de la gira y al chofer del autobús les dimos un ejemplar del Libro de Mormón con nuestros testimonios. Son personas magníficas. Quiero ser misionero”.

Al igual que José Smith, este joven se había retirado a una arboleda sagrada y orado en busca de respuestas a preguntas originadas por una mente inquisitiva. Una vez más se había contestado una oración y se había obtenido una confirmación de la verdad.

Hay muchos miembros menos activos que vagan por el desierto de la duda o que luchan en el pantano del pecado. Uno de esos miembros me escribió lo siguiente:

“Me da miedo estar solo. El Evangelio jamás se me ha salido del corazón, aun cuando ha salido de mi vida. Le ruego que ore por mí. Estaría feliz incluso con las migajas que caen de la mesa del miembro más humilde de la Iglesia, porque él tiene más de lo que yo tengo ahora. Yo solía pensar que la posición y la responsabilidad eran importantes en la Iglesia, pero ahora sé que siempre estuve equivocado. Lo importante era el ser miembro, el poder del sacerdocio, la paternidad y el servicio. Sé cómo llegar a la Iglesia, pero a veces creo que necesito a alguien que me muestre el camino, que me aliente, que elimine mis temores y me dé su testimonio. Pensaba que la Iglesia se había perdido, cuando en realidad el que estaba perdido era yo”.

El llamado del deber puede venir silenciosamente a medida que los que poseemos el sacerdocio respondemos a las asignaciones que recibimos. El presidente George Albert Smith, líder modesto pero eficaz, declaró: “Vuestro deber es primeramente aprender lo que el Señor desea y después, por el poder y la fuerza del Santo Sacerdocio, magnificar vuestro llamamiento en la presencia de vuestros semejantes para que éstos estén dispuestos a seguirnos”6.

¿Qué significa magnificar un llamamiento? Significa edificarlo en dignidad e importancia, hacerlo honorable y digno de elogio a los ojos de todos los hombres, aumentarlo y fortalecerlo para que la luz del cielo brille a través de él a la vista de otros hombres. ¿Y cómo se magnifica un llamamiento? Simplemente llevando a cabo el servicio que le corresponde. Un élder magnifica su llamamiento al aprender cuáles son sus deberes como tal y cumplirlos. Y así como en el caso de un élder, también lo es con un diácono, un maestro, un presbítero, un obispo y con cada uno que tenga un oficio en el sacerdocio.

Como recordamos, Pablo, conocido como Saulo, iba en camino hacia Damasco para perseguir a los cristianos. Al estar cerca de esa ciudad, le rodeó un resplandor de luz y cayó a tierra, atemorizado, y escuchó una voz que decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Y Saulo preguntó: “¿Quién eres, Señor?”. Y la voz dijo: “Yo soy Jesús”.

Un Saulo arrepentido preguntó: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”. Con la respuesta del Señor, Saulo el perseguidor pasó a ser Pablo el proselitista, y dio comienzo a su gran esfuerzo misional7.

Hermanos, es haciendo y no sólo soñando que se bendicen vidas, otras personas reciben guía y se salvan almas. Santiago agregó: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos”8.

Ruego que todos los que nos encontramos reunidos esta noche en esta asamblea del sacerdocio hagamos un esfuerzo renovado para que seamos dignos de recibir la guía del Señor en nuestra vida. Hay muchos por ahí que ruegan y oran para recibir ayuda; están los desalentados, los que sufren de mala salud y por los problemas de la vida que los conducen a la desesperación.

Siempre he creído en la veracidad de las palabras: “Las bendiciones más gratas de Dios siempre se reciben de las manos de los que le sirven aquí en la tierra”9. Tengamos siempre manos prestas, limpias y dispuestas para que podamos participar en proporcionar lo que nuestro Padre Celestial desea que otros reciban de Él.

Deseo terminar con un ejemplo de mi propia vida. Tuve un preciado amigo que parecía experimentar más de los problemas y las frustraciones de esta vida de los que podía soportar. Finalmente, fue hospitalizado a consecuencia de una enfermedad incurable; yo no sabía que él se encontrara allí.

Mi esposa y yo habíamos ido a ese mismo hospital a visitar a otra persona muy enferma. Al salir del hospital y mientras nos dirigíamos al lugar donde habíamos estacionado el auto, sentí la clara impresión de que debía regresar y averiguar si por casualidad Hyrum Adams estaba internado allí. Hacía muchos años que había aprendido que nunca, nunca debía aplazar los susurros del Señor. Ya era tarde, pero al verificar con uno de los encargados me informó que, en efecto, Hyrum era uno de los pacientes.

Nos dirigimos a su habitación, llamamos a la puerta y entramos. No estábamos preparados para la escena que nos esperaba. Había globos de colores por todas partes. En la pared había un gran cartel que decía “Feliz cumpleaños”. Hyrum estaba sentado en la cama, con los miembros de su familia a su lado. Cuando nos vio, exclamó: “Hermano Monson, ¿cómo supo que hoy es mi cumpleaños? Sonreí, pero dejé la pregunta sin responder.

Aquellos que estaban en ese cuarto y que poseían el Sacerdocio de Melquisedec rodearon a ese hombre, su padre y amigo, y se le dio una bendición del sacerdocio.

Luego de derramar lágrimas, de intercambiar sonrisas de gratitud, y de dar y recibir abrazos de ternura, me incliné hacia Hyrum y le susurré: “Hyrum, recuerda las palabras del Señor, porque te consolarán. Él prometió: ‘No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros’”10.

Que cada uno de nosotros esté siempre en la obra del Señor y de ese modo tenga derecho a la ayuda de Él, lo ruego humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Liahona, julio de 1980, pág. 87.

  2. Deseret Weekly, 2 de noviembre de 1889, pág. 598.

  3. D. y C. 107:99.

  4. En Conference Report, octubre de 1955, pág. 86.

  5. Éter 12:27.

  6. Liahona, julio de 1996, pág. 46.

  7. Hechos 9:3–6.

  8. Santiago 1:22.

  9. Montgomery, Whitney, “Revelation”, en Best-Loved Poems of the LDS People, ed. Jack M. Lyon y otros, 1966, pág. 183.

  10. Juan 14:18.