2000–2009
El desafío de lo que debemos llegar a ser
Octubre 2000


El desafío de lo que debemos llegar a ser

”A diferencia de las instituciones del mundo, que nos enseñan a saber algo, el Evangelio de Jesucristo nos desafía a llegar a ser algo”.

El apóstol Pablo enseñó que se nos han dado las enseñanzas y los maestros del Señor para que todos podamos alcanzar ”la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13). Ese proceso implica más que la adquisición de conocimiento. No es siquiera suficiente para nosotros estar convencidos de la veracidad del Evangelio; debemos actuar y pensar a fin de ser convertidos por medio de él. A diferencia de las instituciones del mundo, que nos enseñan a saber algo, el Evangelio de Jesucristo nos desafía a llegar a ser algo.

Muchos pasajes de la Biblia y de las Escrituras modernas hablan de un juicio final en el que todas las personas serán recompensadas según sus hechos u obras y los deseos de sus corazones. Pero otros pasajes se extienden sobre el tema aludiendo a que seremos juzgados según la condición que hayamos logrado.

El profeta Nefi describe el juicio final en términos de lo que hemos llegado a ser: ”Y si sus obras han sido inmundicia, por fuerza ellos son inmundos; y si son inmundos, por fuerza ellos no pueden morar en el reino de Dios” (1 Nefi 15:33, cursiva agregada). Moroni declara: ”El que es impuro continuará siendo impuro; y el que es justo continuará siendo justo” (Mormón 9:14, cursiva agregada; véase también Apocalipsis 22:11:12, 2 Nefi. 9:16; D. y C. 88:35). Lo mismo ocurriría con ”egoísta”, o ”desobediente” o cualquier atributo personal contrario a los requisitos de Dios. Refiriéndose al ”estado” de los malvados en el juicio final, Alma explica que si somos condenados debido a nuestras palabras, nuestras obras y nuestros pensamientos, ”no nos hallaremos sin mancha… Y en esta terrible condición no nos atreveremos a mirar a nuestro Dios” (Alma 12:14).

De tales enseñanzas concluimos que el juicio final no es simplemente una evaluación de la suma total de las obras buenas y malas, o sea, lo que hemos hecho. Es un reconocimiento del efecto final que tienen nuestros hechos y pensamientos, o sea, lo que hemos llegado a ser. No es suficiente que cualquiera tan sólo actúe mecánicamente. Los mandamientos, las ordenanzas y los convenios del Evangelio no son una lista de depósitos que tenemos que hacer en alguna cuenta celestial. El Evangelio de Jesucristo es un plan que nos muestra cómo llegar a ser lo que nuestro Padre Celestial desea que lleguemos a ser.

Una parábola ilustra ese concepto. Un padre rico sabía que si le heredaba sus riquezas a un hijo, que aún no había adquirido la sabiduría y la madurez necesarias probablemente derrocharía la herencia. El padre dijo a su hijo:

”Deseo darte todo lo que poseo, no sólo mis riquezas, sino también mi posición y reputación ante los hombres. Lo que tengo te lo puedo dar, pero lo que soy lo debes obtener por ti mismo. Serás merecedor de tu herencia cuando aprendas lo que yo he aprendido y vivas como yo he vivido. Te daré las leyes y los principios mediante los cuales he adquirido mi sabiduría y mi éxito. Sigue mi ejemplo, buscando conocimiento como yo lo he buscado y llegarás a ser como yo soy; y todo lo que poseo será tuyo”.

Esta parábola es similar al modelo celestial. El Evangelio de Jesucristo promete la incomparable herencia de la vida eterna, la plenitud del Padre, y revela las leyes y los principios mediante los cuales se pueden obtener.

Somos merecedores de la vida eterna a través de un proceso de conversión. De la manera que aquí se utiliza, esta palabra de muchas acepciones significa no sólo estar convencidos sino también un profundo cambio de actitud. Jesús utilizó este significado cuando enseñó a Su Apóstol principal la diferencia que existe entre el testimonio y la conversión. Jesús preguntó a Sus discípulos: ”¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” (Mateo 16:13). Luego preguntó, ”Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

”Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.

”Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16:15:17).

Pedro tenía un testimonio. Él sabía que Jesús era el Cristo, el Mesías prometido y lo declaró. Testificar es saber y declarar.

Más tarde, Jesús enseñó a esos mismos hombres acerca de la conversión, la cual es mucho más que el testimonio. Cuando los discípulos preguntaron quién era el mayor en el reino de los cielos, Jesús llamó ”a un niño, [y] lo puso en medio de ellos,

”y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis [convertís] y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.

”Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos” (Mateo 18:2:4; cursiva agregada).

Después, el Salvador confirmó la importancia del ser convertidos, aun para aquellos que poseen un testimonio de la verdad. En las sublimes instrucciones que se dieron en la Última Cena, él dijo a Simón Pedro, ”yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos (Lucas 22:32).

A fin de confirmar a sus hermanos, de nutrir y apacentar la grey de Dios, ese hombre que había seguido a Jesús por tres años, que había recibido la autoridad del santo apostolado, que había sido un valiente maestro y testigo del Evangelio cristiano, y cuyo testimonio había hecho que el Maestro le llamara bienaventurado, aún necesitaba ser ”convertido”.

El desafío de Jesús muestra que la conversión que él quería de los que entrarían al reino de los cielos (véase Mateo 18:3) era mucho más que el ser convertidos para testificar de la veracidad del Evangelio. Testificar es saber y declarar. El Evangelio nos invita a ”convertirnos”, lo cual requiere que hagamos y que lleguemos a ser. Si alguno de nosotros se basa únicamente en el conocimiento y en el testimonio del Evangelio, estamos en la misma posición de los bienaventurados pero inconclusos apóstoles a quienes Jesús dio el desafío de que se ”convirtieran”. Todos conocemos a alguien que tiene un fuerte testimonio pero que no actúa como si estuviese convertido. Por ejemplo, ex misioneros: ¿están tratando aún de convertirse o están ocupados con las cosas del mundo?

La conversión necesaria mediante el Evangelio comienza con la experiencia inicial que las Escrituras llaman ”nacer de nuevo” (véanse Mosíah 27:25; Alma 5:49; Juan 3:7; 1 Pedro 1:23). En las aguas del bautismo y al recibir el don del Espíritu Santo, llegamos a ser ”hijos e hijas” espirituales de Jesucristo, ”nuevas criaturas” que ”pueden heredar el reino de Dios” (Mosíah 27:25:26).

Al enseñar a los nefitas, el Salvador les habló de lo que debían llegar a ser. Les desafió a arrepentirse y ser bautizados, y santificados por la recepción del Espíritu Santo, ”a fin de que en el postrer díaos presentéis ante mí sin mancha” (3 Nefi 27:20). Y concluyó: ”Por lo tanto, ¿qué clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo soy” (3 Nefi 27:27).

El Evangelio de Jesucristo es el plan mediante el cual podemos llegar a ser lo que se supone que los hijos de Dios deben llegar a ser. Ese estado perfeccionado y sin mancha será el resultado de la sucesión constante de convenios, ordenanzas y acciones, de una acumulación de decisiones correctas y del arrepentimiento continuo. ”Esta vida es cuando el hombre debe prepararse para comparecer ante Dios” (Alma 34:32).

Ahora es el momento de que todos trabajemos hacia nuestra conversión personal, de que lleguemos a ser lo que nuestro Padre Celestial desea que lleguemos a ser. Al hacerlo, debemos recordar que nuestras relaciones familiares, aún más que nuestros llamamientos en la Iglesia, son el entorno donde se producirá la parte más importante de ese desarrollo. La conversión que debemos alcanzar requiere que seamos buenos esposos y padres, o buenas esposas y madres. El ser un destacado líder de la Iglesia no es suficiente. La exaltación es una experiencia familiar eterna y las experiencias familiares terrenales que tenemos son la mejor manera de prepararnos para ella.

El Apóstol Juan habló de lo que se nos desafía a llegar a ser cuando dijo: ”Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2; véase también Moroni 7:48).

Es mi deseo que la importancia de la conversión y de lo que debemos llegar a ser haga que nuestros líderes locales no se concentren tanto en medidas estadísticas y se concentren más en lo que nuestros hermanos y hermanas son y en lo que están tratando de llegar a ser.

Con frecuencia, nuestras conversiones necesarias se pueden lograr con más rapidez mediante el sufrimiento y la adversidad que mediante la comodidad y la tranquilidad, tal como el Élder Hales nos lo enseñó tan hermosamente esta mañana. Lehi prometió a su hijo Jacob que Dios ”[consagraría sus] aflicciones para [su] provecho”(2 Nefi 2:2). El profeta José recibió la promesa: ”tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un breve momento; y entonces, si lo sobrellevas bien, Dios te exaltará” (D. y C. 121:7:8).

La mayoría de nosotros hemos experimentado en cierta medida lo que las Escrituras llaman ”el horno de la aflicción” (Isaías 48:10; 1 Nefi 20:10). Algunos se hallan sumergidos en el servicio de un familiar con discapacidades. Otros lamentan el fallecimiento de un ser querido o, bien, la pérdida o demora de una meta digna como el matrimonio o la maternidad. Incluso otros luchan con impedimentos personales o con sentimientos de rechazo, ineptitud o depresión. Mediante la justicia y misericordia de un Padre Celestial amoroso, el refinamiento y la santificación que se logran mediante tales experiencias nos ayudan a alcanzar lo que Dios desea que lleguemos a ser.

Se nos alienta a seguir por un proceso de conversión hacia ese estado y condición llamada vida eterna. Eso se logra no sólo al hacer el bien, sino al hacerlo por la razón correcta: por el amor puro de Cristo. El apóstol Pablo ilustró eso en su célebre enseñanza acerca de la importancia del ”amor o caridad” (véase 1 Corintios 13). La razón por la cual la caridad nunca deja de ser y es más grande que aun el acto más significativo de bondad dijo él, es que la caridad, ”el amor puro de Cristo” (Moroni 7:47), no es un acto sino una condición o estado del ser. La caridad se obtiene mediante una sucesión de actos que resultan en la conversión. La caridad es algo que uno llega a ser. De modo que, como Moroni declaró: ”A menos que los hombres tengan caridad, no pueden heredar” el lugar preparado para ellos en las mansiones del Padre (éter 12:34; cursiva agregada).

Todo eso nos ayuda a entender un importante significado de la parábola de los obreros de la viña, la cual utilizó el Salvador para explicar cómo es el reino de los cielos. Como recordarán, el señor de la viña contrató obreros a diferentes horas del día. A algunos envió a la viña en la mañana, a otros a la hora tercera y a otros a las horas sexta y novena. Finalmente, envió a otros a la viña a la hora undécima, con la promesa de que también les pagaría ”lo que sea justo” (Mateo 20:7).

Cuando llegó la noche, el señor de la viña dio el mismo jornal a todos los obreros, aun a los que habían llegado a la hora undécima. Cuando los que habían trabajado todo el día vieron eso, ”murmuraban contra el padre de familia” (Mateo 20:11). El señor no cedió, simplemente señaló que a ninguno había hecho agravio ya que había pagado lo convenido a cada uno.

Como otras parábolas, ésta nos enseña principios diferentes y valiosos. Para los propósitos de hoy, la lección es que la recompensa del Maestro en el juicio final no se basará en el tiempo que hayamos trabajado en la viña. No obtenemos nuestra recompensa celestial marcando la hora de entrada y salida del trabajo, lo esencial es que nuestras labores en el lugar de trabajo del Señor nos hayan hecho llegar a ser alguien. Para algunos de nosotros, eso requiere más tiempo que para otros. Al final, lo que importa es lo que hemos llegado a ser mediante nuestras labores. Muchos de los que llegan a la hora undécima han sido refinados y preparados por el Señor en maneras que no han sido las maneras formales de la viña. Esos obreros son como la mezcla instantánea a la que solo es necesario que se le ”agregue agua”, es decir, la ordenanza perfeccionadora del bautismo y el don del Espíritu Santo. Con ese ingrediente incluso en la hora undécima, dichos obreros se encuentran en el mismo estado de desarrollo y califican para recibir la misma recompensa que los que hayan trabajado incansablemente en la viña.

Esa parábola nos enseña que no debemos perder la esperanza ni las relaciones de amor con nuestrosfamiliares y amigos, cuyas buenas cualidades (véase Moroni 7:5:14) manifiestan su progreso hacia lo que un amoroso Padre desearía que llegaran a ser. De igual manera, el poder de la Expiación y el principio del arrepentimiento demuestran que no debemos darnos por vencidos con respecto a los seres queridos que ahora parecen tomar decisiones erróneas.

En lugar de juzgar a los demás, debemos preocuparnos por nosotros mismos. No debemos perder la esperanza; no debemos dejar de luchar; somos hijos de Dios y es posible llegar a ser lo que nuestro Padre Celestial desea que lleguemos a ser.

¿Cómo podemos medir nuestro progreso? Las Escrituras sugieren muchas maneras; mencionaré sólo dos.

Después del célebre discurso del rey Benjamín, muchos de los que lo oyeron clamaron que el Espíritu del Señor ”ha efectuado un potente cambio en nosotros, o sea, en nuestros corazones, por lo que ya no tenemos más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2). Si se nos está acabando el deseo de hacer lo malo, estamos progresando hacia nuestra meta celestial.

El apóstol Pablo dijo que las personas que han recibido el Espíritu de Dios tienen ”la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16). Entiendo que eso significa que las personas que están avanzando hacia la conversión necesaria empiezan a ver las cosas como las ven nuestro Padre Celestial y Su Hijo, Jesucristo; ellas escuchan Su voz en lugar de la voz del mundo, y hacen las cosas a la manera de él y no a la manera del mundo.

Testifico de Jesucristo, nuestro Salvador y nuestro Redentor, cuya Iglesia ésta es. Testifico con gratitud del plan del Padre, bajo el cual, mediante la resurrección y la expiación del Salvador, tenemos la seguridad de la inmortalidad y la oportunidad de llegar a ser lo que es necesario para lograr la vida eterna. En el nombre de Jesucristo. Amén.