2000–2009
El milagro de la fe
Abril 2001


El milagro de la fe

“La fe es la base del testimonio; la fe es esencial para la lealtad a la Iglesia; la fe se representa por el sacrificio que se da gustosamente para impulsar la obra del Señor”.

Doy gracias al coro por ese excelente nÚmero musical. Aun cuando se ha ido parte del tiempo que me correspondía, estoy dispuesto a acceder en virtud de esa mÚsica tan exquisitamente bella. Gracias, hermano Ballard, por dar de nuevo mi discurso.

Mis queridos hermanos y hermanas, siento gran amor por ustedes dondequiera que se encuentren esta mañana del día de reposo. Siento hermandad con todos ustedes que son miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Amo esta obra y me maravillo por su fortaleza y su crecimiento, por la forma en que influye en la vida de la gente de todo el mundo. Me siento sumamente humilde al dirigirme a ustedes. Le he suplicado al Señor que dirija mis pensamientos y mis palabras.

Acabamos de regresar de un largo viaje desde Salt Lake City hasta Montevideo, Uruguay, para dedicar el templo nÚmero 103 en operación de la Iglesia. Fue un tiempo de gran regocijo para los miembros de ese país. Miles de personas se congregaron en ese edificio hermoso y sagrado y en otras capillas adyacentes.

Uno de los oradores, una mujer, relató una historia similar a las que ustedes han escuchado muchas veces. SegÚn recuerdo, relató del momento de su vida en que los misioneros llamaron a la puerta. Ella no tenía ni la más remota idea de lo que ellos enseñaban; sin embargo, los invitó a pasar, y ella y su esposo escucharon el mensaje.

Fue para ellos una historia increíble. Les hablaron de un joven que vivía en el estado de Nueva York. Tenía catorce años de edad cuando leyó en el libro de Santiago: “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada” (Santiago 1:5).

Deseoso de tener sabiduría, porque varios credos afirmaban tener la verdad, el joven José decidió ir a un bosque y orar al Señor.

Lo hizo, y en respuesta a su oración recibió una visión. Dios el Eterno Padre y Su Hijo, Jesucristo, el Señor resucitado, se aparecieron ante él y le hablaron.

Siguieron otras manifestaciones, entre ellas el obtener en un cerro cercano a su hogar las planchas de oro que tradujo por el don y el poder de Dios.

Se le aparecieron mensajeros celestiales que le otorgaron las llaves del sacerdocio y la autoridad para hablar en el nombre de Dios.

¿Cómo podría alguien creer tal historia? Parecía absurdo. Y sin embargo, esas personas creyeron a medida que se les enseñaba. A sus corazones llegó la fe para aceptar lo que se les había enseñado. Era un milagro, un don de Dios; no lo podían creer, y sin embargo lo hicieron.

Después de su bautismo, aumentó su conocimiento de la Iglesia. Aprendieron más acerca del matrimonio en el templo, de las familias unidas por la eternidad bajo la autoridad del santo sacerdocio. Estaban decididos a poseer esa bendición, pero no había ningÚn templo cercano. Economizaron y ahorraron; cuando tuvieron suficiente, viajaron desde Uruguay hasta Utah con sus hijos para ser sellados aquí como familia dentro de los lazos del matrimonio eterno. Ella es actualmente una de las ayudantes de la directora de obreras del nuevo Templo de Montevideo, Uruguay. Su esposo es consejero de la presidencia del templo.

No me sorprende el que, de entre las muchas personas a las que visitan los misioneros, relativamente pocas se unen a la Iglesia; no hay fe. Por otra parte, me asombra que tantos sí lo hagan. Es algo maravilloso el que miles de personas sientan el milagro de la influencia del Espíritu Santo, que crean y acepten y se hagan miembros. Se bautizan; sus vidas cambian para siempre en forma positiva; ocurren milagros; brota en su corazón una semilla de fe que crece conforme van aprendiendo. Y aceptan principio sobre principio, hasta que obtienen cada una de las maravillosas bendiciones que reciben los que caminan con fe en ésta, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Lo que convierte es la fe. El maestro es la fe.

Y así ha sido desde el principio.

Estoy maravillado ante la calidad de hombres y mujeres que aceptaron el testimonio de José Smith e ingresaron en la Iglesia. Entre ellos había hombres como Brigham Young, los hermanos Pratt, Willard Richards, John Taylor, Wilford Woodruff, Lorenzo Snow, las esposas de estos hombres y muchísimas personas más. Eran gente sólida, muchos de ellos con una buena educación. Fueron bendecidos del Señor con fe para aceptar el relato que escucharon. Cuando recibieron el mensaje, cuando el don de la fe influyó en su vida, se bautizaron. Los hermanos gustosamente dejaron a un lado sus ocupaciones, con el apoyo de su familia, y respondieron a llamados para ir allende el mar para enseñar lo que habían aceptado de acuerdo con la fe.

El otro día leí de nuevo el relato de Parley P. Pratt en cuanto a su lectura del Libro de Mormón y su ingreso en la Iglesia. Él dijo:

“Lo abrí con ansiosa expectación y leí la portada. Después leí el testimonio de varios testigos relacionado con la forma en que el libro se encontró y se tradujo. Luego comencé a leer el contenido. Leía todo el día; el comer era oneroso, ya que no sentía deseos de tomar alimentos; al llegar la noche, no quería dormir, porque prefería leer que dormir.

“Al leer, el espíritu del Señor descendió sobre mí, y supe y comprendí que el libro era verdadero, en forma tan clara y evidente como un hombre comprende y sabe que él mismo existe” (Autobiography of Parley P. Pratt, ed. Parley P. Pratt Jr., 1938, pág. 37).

El don de la fe influyó en su vida. Cualquier cosa que pudiera hacer le parecía poco para pagar al Señor lo que había recibido. Dedicó el resto de sus días al servicio misional. Murió como mártir de esta gran obra y reino.

Ahora se están construyendo hermosos templos nuevos en Nauvoo, Illinois, y en Winter Quarters, Nebraska. Se erguirán como testimonios de la fe y la fidelidad de los miles de Santos de los Últimos Días que construyeron y después abandonaron Nauvoo para trasladarse con grandes pesares a través de lo que ahora es el estado de Iowa, hasta llegar a su morada temporaria en Council Bluffs y en Winter Quarters, un poco al norte de Omaha.

La propiedad del Templo de Winter Quarters colinda con el lugar donde se sepultó a muchos de los que dieron su vida por esta causa que consideraban más valiosa que la vida misma. Su trayecto al Valle del Gran Lago Salado es una epopeya sin paralelo. El sufrimiento que padecieron y los sacrificios que hicieron fueron el precio que pagaron por sus creencias.

En mi oficina tengo una estatuilla de mi propio abuelo pionero sepultando junto al sendero a su esposa y al hermano de ella que murieron el mismo día. Después él levantó a su bebé en sus brazos y la trajo hasta este valle.

¿Fe? No cabe la menor duda. Cuando surgieron dudas, cuando azotaron las tragedias, la quieta voz de la fe se escuchó en la quietud de la noche, tan cierta y reconfortante como lo era el lugar de la estrella polar en los cielos.

Esa misteriosa y maravillosa manifestación de fe fue lo que les reconfortó, lo que les habló con certeza, que provino como un don de Dios con respecto a esta gran obra de los Últimos días. Son literalmente incontables los relatos de la expresión de esa fe durante el periodo pionero de la Iglesia; pero no termina allí.

Como lo fue en ese entonces, así ocurre en la actualidad. Ese precioso y maravilloso don de la fe, ese don de Dios nuestro Padre Eterno, sigue siendo la fortaleza de esta obra y el callado dinamismo de su mensaje. La fe es el fundamento; es la substancia de todo. Ya sea el salir al campo de la misión, el vivir la Palabra de Sabiduría, el pagar el diezmo, todo es lo mismo. La fe que llevamos en nuestro interior se manifiesta en todo lo que hacemos.

Nuestros detractores no lo pueden entender; y porque no comprenden, nos atacan. La callada indagación, el ansioso deseo de captar el principio que produce el resultado, podrían brindar mayor comprensión y aprecio.

En una ocasión se me preguntó en una conferencia de prensa cómo hacemos para que los varones dejen su empleo y su hogar y sirvan a la Iglesia.

Respondí que simplemente se lo pedimos, y que sabemos cuál será su respuesta.

Qué cosa tan maravillosa es esa poderosa convicción que afirma que la Iglesia es verdadera. Es la obra santa de Dios. Él rige en lo relacionado con Su reino y con la vida de Sus hijos e hijas; ésa es la razón del crecimiento de la Iglesia. La fortaleza de esta causa y de este reino no se basa en sus bienes temporales, por más impresionantes que éstos sean. Se basa en el corazón de su gente y es por eso que tiene éxito. Por eso es fuerte y está creciendo; por eso puede lograr las cosas tan maravillosas que logra. Todo ello procede del don de la fe que el Todopoderoso otorga a Sus hijos que no dudan ni temen, sino que siguen adelante.

La otra noche estaba sentado en una reunión en Aruba. Me imagino que la mayoría de los que me escuchan no sabe dónde está Aruba, o que ni siquiera sabe que existe semejante lugar. Es una isla cerca de la costa de Venezuela. Es protectorado de los Países Bajos y un lugar no muy notorio en este mundo tan grande. Había unas 180 personas en la reunión. En la primera fila había ocho misioneros: seis Élderes y dos hermanas. En la congregación había hombres y mujeres, niños y niñas de diversas razas. Se escuchaba un poco de inglés, bastante español y algunas expresiones en otros idiomas. Al mirar los rostros de esa congregación, pensé en la fe que allí se representaba. Aman esta Iglesia; aprecian todo lo que hace; testifican de la realidad de Dios el Eterno Padre y de Su Amado Hijo resucitado, el Señor Jesucristo; testifican del profeta José Smith y del Libro de Mormón; sirven donde se les llame a servir; son hombres y mujeres de fe que han abrazado el Evangelio verdadero y viviente del Maestro, y en medio de ellos están esos ocho misioneros. Estoy seguro de que es un lugar solitario para ellos, pero están haciendo lo que se les ha pedido hacer debido a su fe. Las dos jovencitas son hermosas y felices. Al observarlas, me dije a mí mismo: Dieciocho meses es mucho tiempo para estar en este lugar tan apartado. Pero no se quejan. Hablan de la gran experiencia que están viviendo y de la gente maravillosa a la que conocen. En todo el servicio que prestan se destaca la fe reconfortante de que la obra en la que participan es verdadera y que el servicio que están dando se lo dan a Dios.

Y así es con nuestros misioneros, doquiera estén sirviendo, ya sea aquí mismo en Salt Lake City o en Mongolia. Salen y sirven con fe en el corazón. Es un fenómeno de gran poder que suavemente susurra: “Esta causa es verdadera, y tienes la obligación de servir en ella sea cual sea el costo”.

Repito, las personas no lo comprenden; estos miles de jóvenes y mujeres inteligentes y capaces dejan a un lado su vida social y los estudios y con abnegación van dondequiera que se les envíe a predicar el Evangelio. Van por el poder de la fe y enseñan por el poder de la fe, sembrando una semilla de fe aquí y otra allá, las cuales crecen, maduran y llegan a ser conversos fuertes y capaces.

La fe es la base del testimonio; la fe es esencial para la lealtad a la Iglesia; la fe se representa por el sacrificio que se da gustosamente para impulsar la obra del Señor.

El Señor nos ha mandado tomar ”…el escudo de la fe con el cual podréis apagar todos los dardos encendidos de los malvados” (D. y C. 27:17).

Con el espíritu de fe del que he hablado, testifico que ésta es la obra del Señor, que éste es Su reino, restaurado a la tierra en nuestra época para bendecir a los hijos y a las hijas de Dios de todas las generaciones.

Oh Padre, ayÚdanos a ser más fieles a Ti y a nuestro glorioso Redentor, a servirte en verdad, a hacer que ese servicio sea una expresión de nuestro amor, es mi humilde oración en el nombre de Jesucristo. Amén.