2000–2009
El progreso en el sacerdocio
Abril 2003


El progreso en el sacerdocio

El sacerdocio es el poder y la autoridad que nuestro Padre Celestial ha conferido al hombre. La autoridad y la majestad comprendidas en él son incomprensibles para nosotros.

Qué extraordinaria vista la de contemplar este Centro de Conferencias totalmente lleno y pensar en todos los edificios del mundo que están colmados con hombres poseedores del sacerdocio. Probablemente ésta sea la reunión del sacerdocio más grande en la historia de la Iglesia; no sería de extrañar, puesto que continuamos en aumento año tras año.

Mi primer contacto con el sacerdocio fue el día en que me bauticé, en un canal de riego, en el pequeño pueblo de Oakley, estado de Idaho. Me encontraba junto al canal con mis amigos; todos teníamos puestos los mamelucos de nadar, que eran sencillamente mamelucos de trabajo con las piernas cortadas y agujeros en los bolsillos, para que no nos hundiéramos; jamás habíamos visto una malla de baño hecha de otra tela. En aquel momento, mi padre salió del centro de reuniones del Barrio 1 con sus consejeros; llevaba en la mano una silla, que colocó junto al canal de irrigación, y luego me dijo: “David, ven aquí; vamos a bautizarte”.

Me zambullí en el canal y fui nadando hasta la otra orilla; salí temblando. Era el mes de setiembre y estaba fresco; los niños tiemblan de frío fácilmente, y en particular cuando llevan puesto sólo un mameluco. Mi papá se metió en el canal; según recuerdo, no se sacó los zapatos ni se cambió, sino que estaba vestido con su ropa de todos los días. Me mostró cómo debía colocar las manos y me bautizó. Después, emergí del agua y ambos subimos por la orilla del canal. Me senté en la silla, ellos me pusieron las manos sobre la cabeza y me confirmaron miembro de la Iglesia. Cuando terminaron, me zambullí otra vez y volví a cruzar el canal para reunirme con mis amigos.

Esa fue mi primera experiencia con el sacerdocio.

Quiero recordarles que el sacerdocio es el poder y la autoridad que nuestro Padre Celestial ha conferido al hombre. Repito: el sacerdocio es el poder y autoridad que nuestro Padre Celestial ha conferido al hombre. En las congregaciones que se han reunido esta noche tenemos poseedores del Sacerdocio Aarónico, el sacerdocio menor, y del Sacerdocio de Melquisedec, el sacerdocio mayor. Es interesante pensar que el Señor y Su Padre Celestial, al establecer el plan de salvación, lo organizaron de tal manera que los hombres pudieran ser dignos y sentirse honrados de poseer el sacerdocio y de unirse al gran ejército de hombres indispensable para que se cumplieran los eternos propósitos de nuestro Padre Celestial de llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna de toda la humanidad. ¡Qué extraordinario grupo de hombres sería ése!

Unos años después de haberme bautizado y estando más familiarizado con algunos deberes de la Iglesia, fui ordenado al Sacerdocio Aarónico. Mi padre, que me había bautizado, ya había muerto de un ataque al corazón, así que el obispo me confirió el Sacerdocio Aarónico y me ordenó al oficio de diácono. Me acuerdo de que cuando me confirió el sacerdocio, tuve una hermosa sensación de que, a partir de entonces, tendría responsabilidades y debía responder de mis acciones, y que tendría mucho que aprender a medida que progresara en la vida. Sentí la impresión especial de que, desde ese momento, era un tanto diferente y que no sería exactamente igual a mis amigos que no poseían el sacerdocio ni a la gente que encontraría en el mundo. Tenía algunas responsabilidades, cosas que aprender los domingos en la Iglesia, cuando nos sentábamos rodeando el viejo calefactor de carbón en el sótano del centro de reuniones.

Los sábados teníamos que limpiar la iglesia, llenar los cubos con carbón y ver que el edificio estuviera listo para las reuniones del domingo. Los del sacerdocio menor teníamos cosas que hacer en todos los asuntos temporales del barrio, como recolectar las ofrendas de ayuno y realizar tareas para el obispo. Él y otros líderes nos enseñaban sobre el Sacerdocio Aarónico y el oficio de diácono, después el de maestro y, por supuesto, el de presbítero al avanzar en el sacerdocio. Creo que yo fui desarrollando una interesante comprensión, una visión de la obra que había que llevar a cabo, y que sentía la responsabilidad a pesar de ser nada más que un muchachito de un pequeño pueblo rural. Había un aura de gran importancia en todo ello.

Cuando tenía once años murió mi papá, y me sentí muy conmovido en el servicio funerario, al oír decir a la gente lo bondadoso que había sido él. En el cementerio, mientras bajaban el féretro a la fosa y lo cubrían con paladas de tierra y piedras, yo lo observaba todo pensando que él era mi héroe y preguntándome qué sería de mí después de haber perdido a mi padre. Vi después a buenos hombres ejercer el sacerdocio y hacer lo correcto, los mismos que habían ayudado a cavar la tumba y a atender asuntos pertinentes; vi a un buen hombre que le ponía en la mano a mi mamá un billete de cinco dólares que ella le había ofrecido por ayudar a excavar la fosa; le devolvió el dinero, diciéndole: “No, gracias. Quédese con eso porque lo necesitará después”.

Así es que quiero decir a todos los que están en las congregaciones esta noche, tanto en el Sacerdocio Aarónico como en el de Melquisedec, ¿no es interesante ver que en la sabiduría de nuestro Padre Celestial y de Su Hijo, al organizar todo esto, hayan establecido que en el sacerdocio menor aprendamos todos los deberes temporales? Tenemos deberes temporales y, en forma humilde y sencilla aprendemos todo lo que debe hacerse; eso nos enseñará a prestar servicio y a vivir de acuerdo con los mandamientos del Señor, preparándonos para avanzar algún día al Sacerdocio de Melquisedec, con toda la majestad y la gloria eterna que ello implica.

Esa época del Sacerdocio Aarónico fueron años interesantes de mi vida; constantemente estaba aprendiendo algo nuevo y percibiendo un concepto cada vez más amplio del Evangelio y de nuestra responsabilidad de llevar su mensaje a todo el mundo. En ese proceso, aprendimos también a relacionarnos con otras personas. A veces, tenemos la idea de que la gente a lo mejor no nos acepta porque tenemos normas más altas. Hay cosas que no hacemos; tenemos la Palabra de Sabiduría, que nos ayuda a llevar una vida más sana, un tipo de existencia que nos conduce a la edad adulta con las normas, los ideales y el estilo de vida que a la mayoría del mundo le gustaría tener. Me he dado cuenta de que, si vivimos del modo en que debemos vivir, las personas lo notan, nuestras creencias les impresionan bien y así tenemos influencia en la vida de los demás. Cuando ellas se dan cuenta de que no tienen porqué dejarse arrastrar por el cigarrillo, la bebida o la marihuana, drogas todas que están afectando el mundo en forma tan negativa,el hecho de que ustedes no lo hagan tiene influencia en esas personas.

El mantener sus normas les permitirá casarse en el templo. A propósito, esta es la conferencia general anual número 173 de la Iglesia, y para su información les diré que mi esposa y yo hemos estado casados durante setenta y tres años; así que el año que nos casamos la Iglesia tuvo su conferencia anual número 100. Recuerdo que mientras tenía en la mía la mano de Ruby a través del altar del templo, escuchando las palabras de la ceremonia del sellamiento, tuve en el corazón un sentimiento especial, no sólo de lo sagrado de la ordenanza, sino también de la responsabilidad que tenía de vivir en la debida forma, de cuidar de ella y de nuestros hijos, y después de nuestros nietos y de las otras generaciones que les seguirían. Sentí la determinación de ser un ejemplo del tipo de vida que honrara el sacerdocio y nuestro convenio matrimonial.

Esta noche, al reunirnos como poseedores del sacerdocio, piensen en la responsabilidad que cada uno de nosotros tiene si consideramos lo que sucederá en el mundo después que esta guerra se termine y todo vuelva a ser como debe ser, posiblemente cosas nuevas que hoy no percibimos. Tenemos mucho que hacer, y para hacerlo, debemos ser dignos del sacerdocio que tenemos a fin de contribuir a que la Iglesia siga adelante, quizás de una manera más eficaz de lo que lo ha hecho hasta ahora. ¡Qué época maravillosa!

Hace unos cuantos años, mientras estaba en la Marina durante la Segunda Guerra Mundial, recibí órdenes de presentarme en la flota de barcos de guerra estacionados en el puerto Pearl Harbor. Mi familia me acompañó hasta la Isla del Tesoro, en la Bahía de San Francisco, donde me embarqué en el avión, un viejo hidroavión llamado hidroplano panamericano. A bordo iban algunos oficiales médicos de alto rango con el objeto de preparar el equipo de hospital, porque la batalla de Tarawa tendría lugar a las pocas semanas. Por mi rango, se me asignó acostarme en un saco de dormir en la cola del avión, desde donde podía ver los motores del costado derecho mientras volábamos sobre San Francisco, que se hallaba bajo órdenes militares de oscurecimiento nocturno. Todo se veía negro al empezar a volar sobre el Pacífico, y me parecía que los motores del viejo hidroplano estaban en llamas. No pude dormir durante todo el vuelo contemplando aquellos motores.

En el transcurso de aquella noche de vigilia, pensé en mi propia vida y me preguntaba si habría vivido de acuerdo con las oportunidades que había tenido y la responsabilidad que tenía como poseedor del Sacerdocio de Melquisedec; la responsabilidad de ser un ejemplo y de vivir de tal manera que fuera digno de cumplir los llamamientos que pudiera recibir. En aquella noche de insomnio hice un inventario de mi persona, de mis actitudes, y me pregunté si estaría haciendo todo lo que debía. Aun cuando siempre había aceptado las asignaciones de la Iglesia, pensaba si las habría cumplido con todo mi corazón, fuerza, mente y alma, y si habría sido digno de la responsabilidad y la bendición que había recibido como poseedor del Sacerdocio de Melquisedec, y de lo que se esperaría de cualquiera de nosotros que hubiera recibido tal bendición.

Al recordar aquella noche sin dormir, doy gracias al Señor por todas las bendiciones que me da y por todas las oportunidades de participar que he tenido. Siempre trato de vivir el Evangelio en su plenitud, de hacer todo lo que se me pida con todo mi corazón, alma, mente y fuerza, de cumplir cualquier llamamiento que reciba a fin de estar habilitado para hacer lo que se me pueda pedir en el futuro.

Esta noche en que estamos honrando el sacerdocio, ustedes, los jóvenes que lo poseen, resuelvan vivir en la debida forma. No se dejen atrapar por algunas de las necedades que se ven en el mundo; en cambio, tengan en cuenta lo que se les ha dado a ustedes. Vuelvo a repetir: el sacerdocio es el poder y la autoridad que nuestro Padre Celestial ha conferido al hombre. Su autoridad y majestad son incomprensibles para nosotros.

Les expreso mi testimonio de que esta obra es verdadera. Me alegra que, en el ocaso de mi vida, pueda ponerme de pie y dar testimonio de la veracidad del Evangelio, de lo cual he sido testigo todos los días de mi vida, desde mi bautismo hasta el presente. Amo al Señor. Amo a nuestro Padre Celestial, y amo esta obra y testifico de su veracidad.

Y a todos ustedes, líderes del sacerdocio, les digo: vivan como deben. Nosotros somos diferentes y no es bueno que traten de ser como los demás, porque ustedes poseen el Sacerdocio de Dios, junto con las grandes promesas y bendiciones, y todo lo que se espera de ustedes.

Esta obra es verdadera. En el nombre de Jesucristo. Amén.