2000–2009
A las mujeres de la Iglesia
Octubre 2003


A las mujeres de la Iglesia

Gracias por ser la clase de personas que son y por hacer lo que hacen. Que las bendiciones de los cielos descansen sobre ustedes.

Alguien ha dicho: “Sean bondadosos con las mujeres. Ellas constituyen la mitad de la población y son las madres de la otra mitad”.

Mis queridas hermanas, mujeres maravillosas que han escogido la buena parte, siento gran admiración por todo lo que ustedes hacen; veo sus labores en todo.

Muchas de ustedes son madres, lo cual es suficiente para ocupar todo su tiempo.

Ustedes son compañeras, las mejores amigas que sus maridos tienen o que tendrán.

Son amas de casa. Eso no parece ser mucho, ¿verdad? Pero ¡qué trabajo es mantener una casa limpia y ordenada!

Son las que hacen las compras. Nunca me imaginé, hasta que llegué a ser adulto, lo difícil que es la responsabilidad de tener lo suficiente para alimentar a la familia, de mantener la ropa limpia y presentable, y de comprar todo lo necesario para que funcione el hogar.

Son enfermeras; son las primeras en enterarse de toda enfermedad que aparece y las primeras en prestar ayuda. En casos de enfermedades graves, permanecen al lado del enfermo día y noche, brindando consuelo, ánimo, ministrando y orando.

Además, son el chofer de la familia; llevan a sus hijos a repartir periódicos, los llevan a eventos deportivos, a las actividades del barrio y los llevan de un lado a otro mientras ellos continúan con sus vidas ocupadas.

Y podría seguir. Todos mis hijos ya son mayores; algunos de ellos tienen más de sesenta años, y cuando llaman por teléfono y yo contesto, preguntan: “¿Cómo estás?”, pero antes de que pueda responder, preguntan: “¿Está mamá por ahí?”.

Ella ha sido la fortaleza durante toda la vida de ellos. Desde que fueron bebés, han acudido a ella, y ella siempre ha respondido con afecto, guía y enseñanza, bendiciendo sus vidas en todo aspecto.

Ahora tenemos nietas que son madres. Ellas nos visitan y me maravillo al ver su paciencia, su capacidad de calmar a sus hijos, de hacer que dejen de llorar y, creo yo, de hacer miles de cosas más.

Conducen autos, usan computadoras, asisten a las actividades de sus hijos, cocinan y cosen, enseñan clases y dan discursos en la Iglesia.

Veo a sus esposos y quisiera decirles: “Despierten y lleven su parte de la carga. ¿En verdad valoran a su esposa? ¿Saben cuánto hace ella? ¿Alguna vez la felicitan? ¿Alguna vez le dan las gracias?”

Bien, queridas hermanas, yo les digo gracias. Gracias por ser la clase de personas que son y por hacer lo que hacen. Que las bendiciones de los cielos descansen sobre ustedes; que sus oraciones sean contestadas y que sus esperanzas y sus sueños se hagan realidad.

Ustedes sirven tan bien en la Iglesia y piensan que es sumamente agotador; lo es, pero con cada responsabilidad que se cumple viene una gran recompensa.

Muchas de ustedes piensan que son un fracaso; consideran que no son eficaces, que todo su esfuerzo no es suficiente.

Todos nos sentimos así; yo me siento así al dirigirles la palabra esta noche. Ruego contar con el poder y la capacidad que anhelo tener para elevarlas, inspirarlas, agradecerles, alabarlas y traer un poco de gozo a sus corazones.

Todos nos preocupamos por nuestro desempeño y tenemos el deseo de ser mejores. Pero, lamentablemente, no nos damos cuenta, a menudo no vemos los resultados de lo que llevamos a cabo.

Recuerdo que hace muchos años asistí a una conferencia de estaca en el este de Estados Unidos; de regreso a casa en el avión sentí que había sido un fracaso total; pensaba que no había influido en nadie para bien. Me sentía abatido con una sensación de ineptitud.

Después de algunos años, asistí a otra conferencia en California. Al finalizar la reunión, un hombre se dirigió hacia mí y me dijo: “Usted asistió a una conferencia hace muchos años en tal lugar”.

“Sí”, le contesté, “estuve ahí y recuerdo aquella ocasión”.

El hermano me dijo: “Usted me llegó al corazón; asistí a la reunión por curiosidad porque en verdad no tenía interés. Estaba a punto de dejar la Iglesia, pero cuando anunciaron que uno de los Doce Apóstoles iba a estar presente, decidí asistir.

“Usted dijo algo que me hizo pensar, me impresionó, influyó en mí y me conmovió. Decidí cambiar mi rumbo y cambié mi vida. Ahora vivo aquí en California, tengo un buen trabajo, por lo cual estoy agradecido. Espero ser un buen esposo y padre. Ahora sirvo como consejero en el obispado de mi barrio; me siento más feliz de lo que he sido en cualquier otro momento de mi vida”.

Le agradecí y, una vez que nos despedimos, me dije a mí mismo, moviendo la cabeza: “Nunca se sabe; nunca se sabe si se ha hecho un bien; uno nunca sabe el bien que hace”.

Ahora bien, mis queridas hermanas, así pasa con ustedes. Ustedes hacen lo mejor que pueden, lo cual redunda en algo bueno para ustedes y los demás. No se mortifiquen con un sentimiento de fracaso; arrodíllense y rueguen que el Señor las bendiga; en seguida, levántense y hagan lo que se les pida, y luego dejen el asunto en manos del Señor y descubrirán que habrán logrado algo que vale más que nada.

Ahora bien, estoy dirigiendo la palabra a un grupo muy diverso, el cual incluye a mujeres jóvenes que todavía estudian o que trabajan, son solteras y esperan conseguir al hombre perfecto. Yo todavía no he visto a ninguno que lo sea. Pónganse metas altas, pero no tan altas que no las puedan alcanzar. Lo que en verdad importa es que él las ame, las respete, las honre y les sea absolutamente fiel, que les dé la libertad para expresarse y les permita desarrollar sus propios talentos. Él no va a ser perfecto, pero si es bondadoso y considerado, si sabe trabajar y ganarse la vida, si es honrado y lleno de fe, la posibilidad es que no se equivoquen y que sean inmensamente felices.

Algunas de ustedes, lamentablemente, no se casarán en esta vida. Así sucede a veces. Si eso ocurre, no vivan lamentándose; el mundo todavía necesita sus talentos, necesita su contribución. La Iglesia necesita su fe, necesita sus manos fuertes que brinden ayuda. La vida nunca es un fracaso en tanto no la llamemos así. Hay tantas personas que necesitan su ayuda, su amorosa sonrisa, su tierna bondad. Veo a tantas mujeres capaces, atractivas y maravillosas a quienes el romance ha dejado de lado. No lo entiendo, pero sé que, en el plan del Todopoderoso, el eterno plan que llamamos el plan de felicidad de Dios, habrá oportunidad y recompensa para todos los que las busquen.

A ustedes, las madres jóvenes que tienen niños pequeños, su desafío es enorme. Muy a menudo no hay suficiente dinero; deben ser moderadas en gastar y ahorrar, deben ser prudentes y cuidadosas con sus gastos; deben ser fuertes, decididas y valientes y seguir adelante con gozo en la mirada y amor en el corazón. Cuán bendecidas son, mis queridas y jóvenes madres. Sus hijos serán suyos para siempre. Espero que hayan sido selladas en la casa del Señor y que su familia sea una familia eterna en el reino de nuestro Padre.

Ruego que reciban fortaleza para llevar su pesada carga, para cumplir con toda obligación, para caminar al lado de un hombre bueno, fiel y bondadoso y que juntos críen, nutran y eduquen a sus hijos en rectitud y verdad. Ninguna otra cosa que posean, ninguna cosa que adquieran en el mundo valdrá más que el amor de sus hijos. Que Dios las bendiga, mis queridísimas jóvenes madres.

También las tenemos a ustedes, las mujeres que no son ni jóvenes ni ancianas. Ustedes se encuentran en la mejor etapa de sus vidas; sus hijos son adolescentes; tal vez uno o dos se hayan casado; algunos están en la misión y ustedes se sacrifican para mantenerlos en el campo misional. Ustedes anhelan su éxito y su felicidad, y oran por ello. A ustedes, queridas mujeres, les ofrezco un consejo especial.

Cuenten sus bendiciones, una por una. No necesitan una mansión con una agobiante e interminable hipoteca. Lo que sí necesitan es un hogar cómodo y placentero donde haya amor. Alguien ha dicho que no hay escena más hermosa que la de una buena mujer que prepara los alimentos para sus seres queridos. Sopesen con cuidado lo que hagan; ustedes no necesitan algunas de las extravagancias que el trabajo fuera de casa les pueda brindar; sopesen con cuidado la importancia de estar en casa cuando sus hijos lleguen de la escuela.

Madres, cuiden bien a sus hijas; estén cerca de ellas; préstenles atención; hablen con ellas; guíenlas para que no hagan cosas insensatas; guíenlas para que hagan lo correcto. Asegúrense de que vistan de manera atractiva y modesta; protéjanlas de la terrible maldad que las rodea.

Críen a sus hijos con amor y consejo; enséñenles la importancia del aseo personal, del vestir correctamente. El vestir de forma desaliñada lleva a vidas desaliñadas. Inculquen en ellos un sentido de disciplina; manténganlos dignos de servir a la Iglesia como misioneros. Denles cosas para hacer a fin de que aprendan a trabajar; enséñenles a ser ahorrativos. El trabajo y el ser moderados en gastar llevan a la prosperidad. Enséñenles que nada bueno ocurre después de las 11 de la noche; no los malcríen. Si se van de misión, tal vez se vean obligados a vivir en circunstancias que ustedes no desearían para ellos. No se preocupen por ellos; anímenlos.

Aviven en sus hijos el deseo de educarse, lo cual constituye la clave para el éxito en la vida. Al mismo tiempo, enséñenles lo que el presidente David O. McKay acostumbraba recordarnos: “Ningún éxito puede compensar el fracaso en el hogar”1.

Y ahora me dirijo a ustedes, las madres solas, cuyas cargas son tan pesadas porque han sido abandonadas o han enviudado. Su carga es terrible; llévenla bien. Busquen las bendiciones del Señor; sean agradecidas de cualquier ayuda que provenga de los quórumes del sacerdocio para ayudarles en su hogar o en otros asuntos. Oren en silencio en sus aposentos y dejen que las lágrimas fluyan si tienen que hacerlo. Tengan una sonrisa en el rostro cada vez que estén delante de sus hijos y de los demás.

Ahora, a ustedes, queridas abuelas, viudas mayores y mujeres mayores que vivan solas; cuán hermosas son. Contemplo a mi querida esposa, que pronto cumplirá 92 años de edad; su cabello es blanco y su cuerpo está encorvado.

Tomo una de sus manos entre las mías y la miro; una vez fue tan hermosa; la piel firme y clara. Ahora está arrugada y se le notan los huesos; no es muy fuerte, pero denota amor, constancia, fe y trabajo arduo a lo largo de los años. Su memoria no es lo que solía ser; se acuerda de cosas que sucedieron hace medio siglo, pero quizás no recuerde lo que acaeció hace media hora. Yo también soy como ella.

Pero estoy tan agradecido por ella. Durante sesenta y seis años hemos caminado juntos, tomados de la mano, con amor y ánimo, con aprecio y respeto. No será dentro de mucho tiempo que uno de nosotros cruce el velo; espero que el que quede lo haga poco después. No sabría vivir sin ella ni siquiera al otro lado del velo, y espero que ella no sepa vivir sin mí.

Mis queridas amigas de la Sociedad de Socorro, cualesquiera sean sus circunstancias, dondequiera que vivan, que las ventanas de los cielos se abran y que las bendiciones desciendan sobre ustedes; que vivan con amor la una hacia la otra; que eleven a aquellos cuyas cargas son pesadas; que lleven luz y belleza al mundo, en especial a sus hogares y a las vidas de sus hijos.

Ustedes saben, como lo sé yo, que Dios nuestro Padre Eterno vive. Él las ama. Ustedes saben, como lo sé yo, que Jesús es el Cristo, Su Hijo Inmortal, nuestro Redentor. Ustedes saben que el Evangelio es verdadero y que el cielo está cerca si lo cultivamos en nuestra vida.

Ustedes son la Sociedad de Socorro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. No hay ninguna organización que se le parezca. Caminen con confianza; mantengan erguida la cabeza; trabajen con diligencia; hagan todo lo que la Iglesia les pida hacer; oren con fe. Nunca sabrán todo el bien que logren. La vida de alguien será bendecida por el esfuerzo de ustedes. Que lleguen a sentir el abrazo consolador y gratificante del Santo Espíritu, ruego, en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Citado de J. E. McCulloch, Home: The Savior of Civilization, 1924, pág. 42; en Conference Report, abril de 1935, pág. 116.