2000–2009
Si estáis preparados, no temeréis
Octubre 2004


Si estáis preparados, no temeréis

Sí, vivimos en tiempos turbulentos. A menudo, el futuro es incierto; por tanto, es preciso prepararnos para lo incierto.

Es un privilegio estar ante ustedes en esta conferencia general de la Sociedad de Socorro. Sé que, además de ustedes, que se encuentran en este Centro de Conferencias, hay muchos miles de hermanas que están viendo y oyendo esta conferencia por transmisión de satélite.

Al dirigirles la palabra en esta ocasión, comprendo que, como varón, soy una minoría y debo ser prudente con lo que diga. Me siento como el tímido primo campesino que fue a visitar a sus parientes en la gran ciudad. Como no los había visto desde hacía años, se sorprendió cuando un niño pequeño le abrió la puerta. El niño le hizo pasar y tomar asiento, y entonces le preguntó: “Y usted, ¿quién es?”.

El visitante le contestó: “Soy el primo del lado de su padre”, a lo que el niño le contestó: “Señor, en esta casa, ¡eso lo pone a usted en el lado incorrecto!”.

Confío en que, en esta oportunidad, yo me encuentre en el lado correcto, o sea, en el lado del Señor.

Hace años vi una fotografía de una clase de la Escuela Dominical del Barrio Seis, de la Estaca Pioneer, de Salt Lake City. La fotografía se había tomado en 1905 y, en ella, una encantadora niñita con el cabello recogido en dos coletas estaba en la fila delantera; su nombre era Belle Smith. Más tarde, ya como Belle Smith Spafford, Presidenta General de la Sociedad de Socorro, escribió: “Nunca ha ejercido la mujer una influencia mayor que en el mundo de hoy; nunca han estado tan abiertas para ella las puertas de la oportunidad. Ésta es una etapa atractiva, emocionante, desafiante y exigente para la mujer; es un tiempo rico en recompensas si conservamos el equilibrio, si aprendemos los verdaderos valores de la vida y si determinamos nuestras prioridades con sabiduría”1.

La organización de la Sociedad de Socorro se ha puesto la meta de eliminar el analfabetismo. Los que sabemos leer y escribir no comprendemos del todo la privación de los que no saben hacerlo. A esas personas las envuelve una nube oscura que sofoca su progreso, opaca su intelecto y ensombrece sus esperanzas. Hermanas de la Sociedad de Socorro, ustedes pueden desvanecer esa nube de desesperación y recibir la luz divina del cielo al iluminar ésta a sus hermanas.

Hace unos años, estuve en Monroe, Luisiana, [Estados Unidos], para asistir a una conferencia regional. Fue una ocasión hermosa. Cuando estaba en el aeropuerto para regresar a casa, se me acercó una hermosa hermana afroamericana, miembro de la Iglesia, que, con una amplia sonrisa, me dijo: “Presidente Monson, antes de unirme a la Iglesia y de ser miembro de la Sociedad de Socorro, yo no sabía leer ni escribir. Nadie de mi familia sabía hacerlo. Todos éramos unos simples labriegos. Presidente, mis hermanas blancas de la Sociedad de Socorro me enseñaron a leer y a escribir. Ahora, yo ayudo a enseñar a mis hermanas blancas a leer y a escribir”. Pensé en el supremo regocijo que debió de haber experimentado cuando abrió la Biblia y leyó por primera vez las palabras del Señor:

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.

“Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas;

“porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga”2.

Aquel día en Monroe, Luisiana, recibí la confirmación del Espíritu acerca del noble objetivo de la Sociedad de Socorro de eliminar el analfabetismo.

El poeta escribió:

Grandes riquezas habrás acumulado;

De alhajas y oro te habrás llenado.

Pero más rico que yo nunca podrás ser,

Pues una madre yo tuve que me solía leer3.

Otro poeta añadió estas patéticas palabras:

Piensa en la suerte que a otro niño le ha tocado,

de espíritu manso y de carácter delicado.

Cuánto anhela él de todo poder aprender,

pero cómo ha de ser, pues su madre no sabe leer4.

Los padres de todas partes se preocupan por sus hijos y por la felicidad eterna de éstos. Eso se describe en el musical “El Violinista en el Tejado”, una de las obras musicales que más se ha representado en la historia del teatro.

Es divertido ver al anticuado padre de una familia judía de Rusia hacer frente a los cambios de los tiempos, lo cual le hacen ver claramente sus hermosas hijas adolescentes.

La alegría de las danzas, el ritmo de la música y la excelencia de la actuación se desvanecen cuando Tevyé, el padre, expresa lo que, para mí, constituye el mensaje de la obra. Llamando a sus hijas a su lado y, en medio de la sencillez del ambiente campestre, las aconseja al reflexionar ellas en su futuro, diciéndoles: “Recuerden, en Anatevka, cada una de ustedes sabe quién es y sabe lo que Dios espera que llegue a ser”5.

Ustedes, mis amadas hermanas, saben quiénes son y lo que Dios espera que lleguen a ser. Su desafío es llevar al conocimiento de esa verdad a todas las personas de las que son responsables. La Sociedad de Socorro de ésta, la Iglesia del Señor, puede ser el medio para alcanzar esa meta.

“La primera y principal oportunidad de enseñar en la Iglesia yace en el hogar”6, dijo el presidente David O. McKay. “El verdadero hogar mormón es aquel en el que, si Cristo entrara, se sentiría complacido de quedarse y descansar”7.

¿Qué estamos haciendo para lograr que nuestros hogares se acomoden a esa descripción? No basta que únicamente los padres tengan un testimonio firme, puesto que los hijos no podrán depender para siempre de la convicción de sus padres.

El presidente Heber J. Grant dijo: “Es nuestro deber enseñar a nuestros hijos a temprana edad… Yo puedo saber que el Evangelio es verdadero y también mi esposa; pero quiero decirles que nuestros hijos no sabrán que el Evangelio es verdadero mientras no lo estudien y obtengan un testimonio por sí mismos”8.

El amor por el Salvador, la reverencia por Su nombre y el verdadero respeto de unos por otros constituirán el fértil suelo para que crezca un testimonio.

El aprender el Evangelio, dar testimonio y guiar a una familia no son tareas fáciles. La jornada de la vida se caracteriza por los obstáculos que encontramos en el camino y la turbulencia de nuestros tiempos.

Hace unos años, al visitar a los miembros y a los misioneros de Australia, presencié un ejemplo sublime de cómo un tesoro de testimonio puede bendecir y santificar un hogar. El presidente de la misión, Horace D. Ensign, y yo volamos en avión de Sydney a la distante ciudad de Darwin, donde yo había de dar la palada inicial de la primera capilla de esa ciudad. El avión hizo escala en un remoto pueblo minero llamado Mount Isa. Al entrar en el pequeño aeropuerto del lugar, una madre y sus dos hijos pequeños se acercaron a nosotros, y ella nos dijo: “Me llamo Judith Louden; soy miembro de la Iglesia y éstos son mis hijos. Como supusimos que ustedes vendrían en este vuelo, hemos venido a verlos durante su breve escala”. Nos explicó que su marido no era miembro de la Iglesia y que ella y sus hijos eran en realidad los únicos miembros de toda la región. Charlamos y nos dimos nuestros testimonios.

Pasó la hora y, al prepararnos para subir de nuevo al avión, la hermana Louden se veía tan triste y tan sola. Nos dijo: “No se vayan todavía; he echado tanto de menos la Iglesia”. De pronto, avisaron por el parlante que el avión saldría treinta minutos más tarde a causa de un desperfecto mecánico. La hermana Louden susurró: “Mi oración ha sido contestada”. Entonces nos preguntó qué podría hacer para interesar a su marido en el Evangelio. Le aconsejamos que le hiciera participar en la lección semanal de la Primaria de hogar y que fuese para él un testimonio viviente del Evangelio. Yo le dije que le enviaríamos una suscripción a la revista de la Iglesia para los niños y otras ayudas para enseñar a la familia. La instamos a que nunca se diera por vencida de convertir a su esposo.

Partimos de Mount Isa, una ciudad a la que no he vuelto nunca más. Sin embargo, conservaré siempre en la memoria el grato recuerdo de aquella encantadora madre y aquellos lindos niños que se despidieron de nosotros con los ojos llenos de lágrimas y de gratitud.

Varios años después, mientras hablaba en una reunión de líderes del sacerdocio en Brisbane, Australia, y recalcaba la importancia de enseñar el Evangelio en el hogar, así como de poner en práctica el Evangelio y de ser ejemplos de la verdad, conté a los varones allí reunidos el relato de la hermana Louden y el impacto que la fe y la determinación de ella me habían producido. Al terminar, dije: “Supongo que nunca llegaré a saber si el esposo de la hermana Louden se ha unido a la Iglesia, pero él no hubiera podido hallar un mejor ejemplo que seguir que el de su esposa”.

Entonces, uno de los líderes levantó la mano y, poniéndose de pie, dijo: “Hermano Monson, yo soy Richard Louden. La mujer que usted acaba de mencionar es mi esposa. Aquellos niños [se le quebró la voz] son nuestros hijos. Ahora somos una familia eterna, gracias en parte a la perseverancia y a la paciencia de mi amada esposa. Todo es obra de ella”. Nadie dijo palabra. Rompían el silencio sólo los sollozos ahogados de los presentes y había lágrimas en los ojos de todos.

Sí, vivimos en tiempos turbulentos. A menudo, el futuro es incierto; por tanto, es preciso prepararnos para lo incierto. Las estadísticas indican que, en alguna ocasión, por diversas razones, ustedes podrán encontrarse en la situación de ganarse la vida. Las insto a proseguir estudios y a adquirir conocimientos prácticos, para que, de surgir la necesidad, estén preparadas para proveer para su familia.

La función de la mujer es exclusiva. El famoso ensayista, novelista e historiador estadounidense, Washington Irving, dijo: “Hay en el mundo alguien que siente por la persona que está triste una tristeza más profunda que la de la persona misma; hay alguien para quien la alegría que experimenta otra persona es mayor que la suya propia; hay alguien que se regocija por los honores ajenos mucho más que por los propios; hay alguien en quien la grandeza y la distinción ajenas produce el mayor placer; hay alguien que esconde las dolencias de los demás con mayor fidelidad que las propias; hay alguien que vuelca todo su ser en la bondad, la ternura y la dedicación a los demás. Ese alguien es la mujer”.

El presidente Gordon B. Hinckley dijo: “Dios ha puesto en el alma de la mujer algo divino que se expresa en tácita fortaleza, en refinamiento, en paz, en virtud, en verdad y en amor. Y todas esas notables cualidades hallan su más fiel y más satisfactoria expresión en la maternidad”9.

El ser madre nunca ha sido una función fácil. Algunos de los escritos más antiguos del mundo nos amonestan a no despreciar la dirección de nuestra madre, nos indica que el hijo necio es tristeza de su madre y nos exhorta a no menospreciar a nuestra madre cuando envejezca10.

Las Escrituras también nos recuerdan que lo que aprendemos de nuestra madre constituye lo que llega a ser más importante para nosotros, como para los dos mil soldados jóvenes de Helamán, a quienes “sus madres les habían enseñado que si no dudaban, Dios los libraría”11, y ¡Él los libró!

Muchos miembros de la Sociedad de Socorro no tienen esposo. La muerte, el divorcio o el no haber tenido la oportunidad de casarse, en muchos casos, han hecho necesario que la mujer esté sola. Además, tenemos a las hermanas que acaban de llegar del programa de las Mujeres Jóvenes. En realidad, ninguna tiene por qué estar sola, puesto que nuestro amoroso Padre Celestial estará a su lado para orientar su vida e infundirle paz y seguridad en los momentos callados en los que se encuentra la soledad y hace falta la compasión. También es trascendental el hecho de que las hermanas de la Sociedad de Socorro están una al lado de la otra como hermanas. Ruego que siempre se cuiden las unas a las otras, que estén al tanto de sus mutuas necesidades. Ruego que sean muy conscientes de las circunstancias de cada hermana, teniendo en cuenta que hay hermanas que afrontan desafíos particulares y que toda mujer es una estimada hija de nuestro Padre Celestial.

Al concluir mi mensaje, quisiera contarles un caso de hace varios años que representa la fortaleza de ustedes, queridas hermanas de la Sociedad de Socorro.

Durante 1980, el año del sesquicentenario de la organización de la Iglesia, se pidió a los miembros de la Mesa Directiva General de la Sociedad de Socorro que escribiesen una carta personal a las hermanas de la Iglesia del año 2030, de cincuenta años en el futuro. Les leeré un pasaje de la carta que escribió la hermana Helen Lee Goates:

“Nuestro mundo de 1980 está lleno de incertidumbre, pero he resuelto vivir cada día con fe y no con temor, a confiar en el Señor y a seguir los consejos de nuestro profeta actual. Me siento muy agradecida de que el Evangelio haya sido restaurado en la tierra hace ciento cincuenta años y de contar con las bendiciones de ser miembro de esta gran Iglesia. Estoy agradecida por el sacerdocio de Dios y por haber sentido su poder durante mi vida.

“Estoy en paz en mi mundo y ruego que ustedes sean sustentadas en el suyo con un firme testimonio y la convicción inquebrantable del Evangelio de Jesucristo”12.

Helen Lee Goates falleció en abril del año 2000. Poco antes de su muerte inminente de cáncer, mi esposa y yo la visitamos a ella, a su esposo y familia. Se veía tranquila y en paz. Nos dijo que estaba preparada para marcharse y que estaba deseando ver de nuevo a sus padres y a otros seres queridos que habían fallecido. En su vida, la hermana Goates ejemplificó la nobleza de la mujer Santo de los Últimos Días. A su muerte, personificó el tema de ustedes: “Si estáis preparadas, no temeréis”13.

Les expreso, mis amadas hermanas, mi testimonio de que nuestro Padre Celestial vive, de que Jesús es el Cristo y de que somos guiados hoy en día por el profeta de nuestro tiempo, el presidente Gordon B. Hinckley. Que viajen sanas y salvas al recorrer el camino de la vida, ruego, en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. A Woman’s Reach, 1974, pág. 21.

  2. Mateo 11:28–30.

  3. Strickland Gillilan, “The Reading Mother”, en The Best Loved Poems of the American People, sel. de Hazel Felleman, 1936, pág. 376.

  4. Añadido en abril de 1992 por Elizabeth Ware Pierce.

  5. En Great Musicals of the American Theatre, 2 tomos, ed. Stanley Richards, 1973–1976, 1:393.

  6. Priesthood Home Teaching Handbook, rev. ed. 1967, ii.

  7. Gospel Ideals, 1953, pág. 169.

  8. Gospel Standards, comp. de G. Homer Durham, 1941, pág. 155.

  9. Teachings of Gordon B. Hinckley, 1997, pág. 387.

  10. Véase Proverbios 1:8; 10:1; 23:22.

  11. Alma 56:47.

  12. Carta en posesión de la oficina de la Sociedad de Socorro.

  13. D. y C. 38:30.