2000–2009
Una obra para mí
Abril 2005


Una obra para mí

El Señor envió un ángel a José Smith para que le dijera que tenía una obra que llevar a cabo. La obra continúa hoy en día con nosotros.

Recuerdo la lección de una noche de hogar, en la que, de niña, mi padre nos enseñó acerca de la visita del ángel Moroni al profeta José Smith. Nos dijo que, después de una sincera oración, un ángel se apareció junto al lecho de José. Era un mensajero enviado de la presencia de Dios, su nombre era Moroni, y le comunicó a José que Dios tenía una obra para él (véase José Smith—Historia 1:33). Recuerdo que mi padre explicó que “José no dijo: ‘Pero ángel, yo sólo quería saber qué iglesia era la verdadera. ¡No sabía que tenía que hacer algo!’ ”. Pero claro está que José debía hacer algo; él había sido llamado por el Señor.

Lo que José hizo fue extraordinario. Comenzó su vida como un simple campesino, pero por su intermedio, salió a luz el Libro de Mormón y éste fue traducido, se restauraron en la tierra el sacerdocio y sus llaves, se organizó La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y se comenzaron a construir los santos templos. Mediante José Smith, todas las ordenanzas necesarias para que los hijos de nuestro Padre Celestial reciban su salvación ya están sobre la tierra. Ése era el día de los milagros que se menciona en Moroni (véase Moroni 7:35–37) y de la obra grande y maravillosa que se predijo a Nefi siglos atrás (véase 1 Nefi 14:7).

La obra que José comenzó la continuaron los primeros miembros de la Iglesia que tuvieron fe en el Señor Jesucristo y en Su Evangelio restaurado. Mediante sus labores, el Evangelio de Jesucristo comenzó a difundirse por toda la tierra. En verdad, ellos realizaron una obra maravillosa.

Pero el día de los milagros no ha terminado y la obra maravillosa sigue adelante. Al bautizarnos, cada uno de nosotros pasó a formar parte de esa obra.

Durante este último año, he conversado con miembros de la Iglesia y he visto que, por medio de la fe y de la obra de personas débiles y sencillas, el convenio del Señor se está estableciendo sobre la tierra (véase D. y C. 1:17–23).

Una jovencita de Corea, que es el primer miembro de la Iglesia de su familia, mientras sujetaba firmemente su muy gastado libro del Progreso Personal, dijo que soñaba con tener una familia centrada en el Evangelio. Una presidenta de las Mujeres Jóvenes de Armenia cumple fielmente con el programa de las Mujeres Jóvenes, a pesar de no tener el Manual de Instrucciones de la Iglesia en su idioma.

Miembros de Rusia van al templo con regularidad; ellos ahorran su dinero y viajan días en autobús, en tren y por barco hasta llegar al templo más cercano que está en Suecia.

Mi sobrina Kimberly, de nueve años, le habló con tanto entusiasmo a su amiga acerca de la Iglesia que ésta le dijo: “Quiero inscribirme en tu Iglesia. ¿Qué tengo que hacer para inscribirme en ella?”.

Los jóvenes y las jovencitas de mi propio barrio están cultivando aptitudes y talentos de liderazgo; están dispuestos a cantar, a tocar instrumentos musicales, a dar discursos, a participar en proyectos de servicio y a efectuar una gran cantidad de otras cosas con el fin de participar en esta obra maravillosa.

Un joven de Bogotá dijo: “Hablo en nombre de los hombres jóvenes de Colombia. ¡Somos dignos y nos estamos preparando para servir!”.

He estado en lugares en donde la Iglesia tiene pocos miembros y en donde tiene muchos, en donde es nueva y en donde está bien establecida, pero la responsabilidad de cada uno de nosotros es igual: somos parte del verdadero y restaurado Evangelio de Jesucristo; tenemos una obra que llevar a cabo; prestamos servicio de un modo sencillo, nuestro testimonio crece y somos parte de este día de milagros.

A lo largo de mi vida, he visto los milagros del Evangelio restaurado. Siendo pequeña, mi familia se mudó a São Paulo, Brasil, a donde mi padre había sido llamado para presidir la Misión Brasileña. Fue una época feliz para mí y un lugar magnífico para crecer. Uno de los juegos preferidos, tanto para mis hermanos como para mí, era disfrazarnos y jugar a que éramos misioneros. Pasábamos horas haciendo nuestros propios folletos misionales, “predicando” y “trasladándonos” de un lado al otro del patio. Durante cinco años, las conversaciones que teníamos alrededor de la mesa, a la hora de comer, se centraban en la obra misional; yo escuchaba con gran atención las historias de fe que relataban los misioneros. Incluso a esa tierna edad, sabía que yo era parte de una gran obra.

Cuando llegamos a Brasil, había sólo tres mil miembros de la Iglesia en ese país. Recuerdo haber asistido a una Primaria muy pequeña con otros pocos niños y que cantábamos todas las semanas las mismas cinco canciones, ya que eran las únicas traducidas al portugués. Dos de mis canciones preferidas eran “A luz divina”, o sea, “La luz de Dios” (Himnos, Nº 200) y la otra era acerca de un conejito que estaba en medio del bosque.

En muchos sentidos, nuestra experiencia fue similar a la de los primeros pioneros. No teníamos himnarios ni láminas, ni manuales de lecciones enviados por las Oficinas Generales de la Iglesia. Todo lo necesario para enseñar el Evangelio en portugués se escribía e imprimía en nuestra casa de la misión. Todos nosotros, incluidos los niños, debíamos ayudar a preparar los boletines informativos y las lecciones. Nadie nos mandaba ningún material de la Iglesia. El profeta no nos enviaba presidentes de estaca ni obispos; ni presidentas de la Sociedad de Socorro ni programas para la juventud. La Iglesia en Brasil se formó con el mismo material con el que los pioneros comenzaron. El material para edificar la Iglesia estaba en la gente.

Durante nuestros años en Brasil, vimos un gran crecimiento en la Iglesia. Miles se convirtieron en Santos de los Últimos Días; poco después la misión se dividió, se organizaron distritos y ramas, y se construyeron nuevas capillas. Los miembros nuevos eran entusiastas, progresaron en fe y adquirieron más experiencia en el Evangelio.

Mucho tiempo ha transcurrido desde entonces, y el año pasado, cuando regresé a Brasil para asistir a la rededicación del Templo de São Paulo, supe que había ciento ochenta y siete estacas en Brasil, y que ahora hay veintiséis misiones, cuatro templos y casi un millón de miembros. Imagínense mi sorpresa al entrar en un estadio lleno con más de 60.000 miembros que se habían congregado para oír al presidente Gordon B. Hinckley y celebrar la dedicación del templo. Para mí fue un milagro ver a miles de jóvenes bailando y cantando juntos. Al presenciar esa feliz celebración, me repetía: “¡Esto es asombroso! ¡Es un milagro! ¿Cómo sucedió este milagro?”.

Toda esa noche me sentí maravillada por lo que había visto y, a la mañana siguiente, en la dedicación del templo, me reuní con mi maestra de la Primaria, la hermana Gloria Silveira, y fue entonces cuando supe cómo había sucedido ese milagro. Siendo una nueva conversa, sin experiencia previa en la Iglesia, la hermana Silveira llegó a la Primaria preparada para compartir su sencillo testimonio y enseñarme los Artículos de Fe en portugués. Ella y su esposo, Humberto, se mantienen fieles y, a lo largo de los años, han prestado servicio en muchos llamamientos de la Iglesia y todavía siguen prestando servicio. Cuando vi a la hermana Silveira, comprendí que la Iglesia en Brasil había crecido gracias a ella y a miles de miembros como ella. Ella y el hermano Silveira representan a personas de todas partes que tienen fe en el Señor Jesucristo y en Su Evangelio. Ellos han progresado en conocimiento y en aptitud, y han servido en la Iglesia (véase D. y C. 88:80). Han compartido el Evangelio con sus amigos (véase D. y C. 30:5). Han trabajado en el templo (véase D. y C. 138:48). Han enseñado principios correctos a sus cinco hijos (véase D. y C. 68:28). De sus cuarenta y tres descendientes, quince han servido en misiones de tiempo completo. Actualmente, sus nietos se están casando en el templo y sus bisnietos son la cuarta generación de Silveiras que forman parte de esta obra maravillosa que empezó con José Smith. Gracias a ellos, la fe ha aumentado sobre la tierra, y son un ejemplo del milagro del que el Señor habló cuando dijo que Su Evangelio sería proclamado por los débiles y los sencillos (véase D. y C. 1:23), y de que por pequeños medios se pueden realizar grandes cosas” (véase 1 Nefi 16:29).

El Señor envió un ángel a José Smith para que le dijera que tenía una obra que llevar cabo. La obra continúa hoy en día con nosotros y la dirige el presidente Gordon B. Hinckley, un profeta viviente, que dijo: “Esta obra es gloriosa, y bendecirá la vida de todo hombre, mujer, niño y niña que la acepte” (“El servicio misional”, Primera Reunión Mundial de Capacitación de Líderes, 11 de enero de 2003, pág. 24). “Gracias sean dadas a Dios por Su maravilloso otorgamiento de testimonio, autoridad y doctrina relacionados con ésta, la Iglesia restaurada de Jesucristo” (“El maravilloso fundamento de nuestra fe”, Liahona, noviembre de 2002, pág. 81). En el nombre de Jesucristo. Amén.