2000–2009
La fe es la respuesta
Abril 2005


La fe es la respuesta

[Recuerden] que la fe y la obediencia todavía son las respuestas, incluso cuando las cosas salgan mal; y quizás, especialmente, cuando ése sea el caso.

A principios de la década de 1950, Estados Unidos estaba en guerra en la península coreana. Debido a las normas gubernamentales de reclutamiento de esa época, a los jóvenes no se les permitía servir en misiones, sino que se les requería que prestaran servicio militar. Al saber eso, cuando entré en la universidad me inscribí en el cuerpo de capacitación de oficiales de la reserva del ejército. Mi meta era llegar a ser uno de los oficiales, como lo había sido mi hermano mayor. Sin embargo, durante una visita que hice a casa durante las vacaciones de Navidad, el obispo de mi barrio, Vern Freeman, me invitó a ir a verlo a su oficina; me dijo que un joven líder de la Iglesia, un hermano que se llamaba Gordon B. Hinckley, había negociado un acuerdo con el gobierno, con el que se permitía que de cada barrio de la Iglesia en los Estados Unidos se llamara a un joven para servir en una misión, por lo que ese joven recibiría un aplazamiento automático del servicio militar.

El obispo Freeman dijo que había estado orando sobre ese asunto y había sentido la impresión de que debía recomendarme para servir como misionero de tiempo completo para representar a nuestro barrio. Le expliqué que ya tenía otros planes: que me había alistado en la reserva del ejército y que deseaba ser oficial. Con tacto, el obispo me recordó que había sentido la impresión de recomendarme para servir en una misión en ese momento particular, y dijo: “Ve a casa y habla con tus padres, y vuelve más tarde con tu respuesta”.

Me fui a casa y les conté a mis padres lo ocurrido. Dijeron que el obispo estaba inspirado y que debía aceptar con gusto la invitación del Señor a servir. Mi madre, al darse cuenta de lo decepcionado que me sentí ante la posibilidad de no llegar a ser oficial del ejército de inmediato, citó estas palabras:

“Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia.

“Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas”1.

Esa noche volví a la oficina del obispo y acepté el llamado. Me dijo que fuera a la oficina de reclutamiento y les hiciera saber mi decisión.

Al hacerlo, y para mi sorpresa, la dama que era la encargada de la oficina de reclutamiento me dijo: “Si usted acepta un llamamiento misional, recibirá el aviso de ser llamado a filas antes de que pueda volver a ingresar en la reserva militar, y prestará servicio como soldado raso, y no como oficial”.

A pesar de ese cambio inesperado, mi misión fue maravillosa; cambió el curso de mi vida, tal como les sucede a aquellos que sirven, pero, cumpliendo con lo prometido, el gobierno envió un aviso en el que se me reclutaba en el ejército de los Estados Unidos, aproximadamente un mes antes de ser relevado de la misión.

Después del entrenamiento básico y de asistir al colegio para policías militares, fui asignado a una base para trabajar como policía militar. Una noche, recibí una asignación que duraría toda la noche, la de escoltar a un convoy de prisioneros de un campo a otro.

Durante la noche, el convoy se detuvo a mitad de camino para descansar. El oficial encargado nos mandó ir al restaurante a tomar café a fin de que pudiéramos permanecer despiertos el resto de la noche. De inmediato, él se percató de que yo me negué. Él dijo: “Soldado, tiene que tomar café para que permanezca despierto el resto de este viaje; no quiero que se escapen los prisioneros o que causen algún disturbio mientras yo esté al mando”.

Le respondí: “Señor, con todo respeto, no lo puedo hacer; soy mormón, y los buenos mormones no toman café”.

Mi respuesta no le agradó, y volvió a aconsejarme que tomara el café.

De nuevo, y cortésmente, me negué. Tomé mi lugar al fondo del autobús, con arma en mano, orando para que pudiera permanecer despierto y no tuviese que usarla. El viaje concluyó sin ninguna novedad.

Unos días más tarde, ese mismo oficial me llamó a su oficina para tener una entrevista privada. Me dijo que a pesar de que se había preocupado de que yo no pudiera permanecer despierto durante toda la noche, apreciaba que me hubiera mantenido firme ante mis convicciones. Luego, para mi sorpresa, dijo que su asistente sería trasladado y que me recomendaría a mí para que fuese su nuevo asistente.

Durante la mayor parte de los dos años siguientes tuve muchas oportunidades en asignaciones de liderazgo y de administración, y al final, las experiencias positivas que tuve durante mi servicio militar fueron mejores de lo que jamás creí posible.

De ese sencillo relato —y de muchos otros más como ése durante el curso de mi vida— he aprendido que la fe es la respuesta a nuestras inquietudes, preocupaciones y sufrimiento. La fe en el Señor Jesucristo es en verdad el poder que puede cambiar nuestras vidas y llevarnos hacia la salvación.

¿Cómo podemos fortalecer esa fe? Por medio de nuestras acciones. Debemos “ir y hacer lo que el Señor ha mandado”2, tal como aconsejó Nefi. Debemos fiarnos del Señor con todo nuestro corazón, tal como mi madre me enseñó de forma tan amorosa. Por fortuna, cuando ejercitamos la fe para hacer la voluntad del Señor, muchas veces nos damos cuenta de que somos sumamente bendecidos por nuestra obediencia.

Sin embargo, algunas veces nos damos cuenta de que aun cuando damos lo mejor para servir al Señor, pasamos sufrimientos. Tal vez conozcan a alguien que afronte este tipo de situaciones difíciles: piensen en los padres cuyo hijo cae enfermo, por quien todos oran y ayunan con toda el alma y el corazón, pero que al final muere; o en el misionero que se sacrifica para ir en una misión, y más tarde contrae una terrible enfermedad que lo deja seriamente discapacitado o con dolor crónico; o en la mujer que vive de manera fiel y obediente pero que no puede concebir los hijos que ha añorado; o en la esposa que se esfuerza por tener un buen hogar para su familia y por criar a sus hijos, pero cuyo esposo la abandona. En las Escrituras hay muchos ejemplos de personas que fueron salvas después de haber demostrado gran fe, como lo fueron Sadrac, Mesac y Abed-nego en el horno ardiente. Pero en ellas también hay muchos ejemplos de personas devotas para las que no hubo intervención divina durante una crisis. Abinadí padeció la muerte por fuego, Juan el Bautista fue decapitado, los seguidores de Alma y de Amulek fueron echados al fuego. El hacer lo bueno no significa que todo siempre saldrá bien. La clave es recordar que la fe y la obediencia todavía son las respuestas, incluso cuando las cosas salgan mal; y quizás, especialmente, cuando ése sea el caso.

Recuerden que el Señor ha prometido que Él nos ayudará al encarar adversidades; en particular, Él siente compasión por los que sufren, y dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación”3.

Como parte de la Expiación, nuestro Salvador sufrió todas las cosas; Él conoce el dolor físico y el emocional; Él conoce el pesar de la pérdida y de la traición, pero nos demostró que, al final, el amor, la paciencia, la humildad y la obediencia son el sendero que conduce a la paz y a la felicidad verdaderas. Jesús dijo: “La paz os dejo, mi paz os doy”. Luego, a fin de amonestarnos para que buscásemos más que simplemente el consuelo del mundo, Jesús agregó: “yo no os la doy como el mundo la da”4. El mundo considera la paz como la ausencia del conflicto o del dolor, pero Jesús nos ofrece solaz a pesar de nuestro sufrimiento. La vida de Él no estuvo libre de conflicto ni de dolor, pero estuvo libre de temor y llena de significado. El apóstol Pedro escribió: “Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios.

“Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas…

“quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente”5.

Nosotros, que hemos aceptado a Jesucristo como nuestro Salvador, debemos confiar íntegramente en los méritos de Cristo, quien nos salvará, después de hacer cuanto podamos. Si ejercemos nuestra fe con valor, si seguimos adelante confiando en los méritos de Cristo, Él nos bendecirá y nos guiará en todas nuestras obras; Él nos fortalecerá y nos dará paz en los momentos de nuestras pruebas. “Porque por fe andamos, no por vista”6. Ruego que cada uno de nosotros aprenda a poner su confianza en el Señor y a incrementar su fe en Él.

Para concluir, hermanos y hermanas, quisiera mencionar un tema más. Durante los últimos años he sido bendecido al poder observar de cerca al presidente Hinckley, y deseo recordarles que él no sólo es un profeta viviente, sino también un vidente viviente. Él ve cosas que otros no ven; él tiene el don del discernimiento; es una persona optimista y realista. Quiero expresar mi gratitud al Señor por preservar la vida del presidente Hinckley y por permitirle a él y a sus nobles consejeros dirigir la Iglesia durante los últimos diez años. A través de la guía divina del presidente Hinckley, la Iglesia ha recibido muchas bendiciones que han repercutido en el mundo, muchas de las cuales no son obvias. Encarecidamente les aliento a que sigan más de cerca su consejo y guía, ya que verdaderamente “El Señor ha levantado un vidente a su pueblo”7.

Jesús es el Cristo. José es el profeta de la Restauración. Gordon B. Hinckley es nuestro profeta viviente. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Proverbios 3:5–6.

  2. 1 Nefi 3:7.

  3. Mateo 5:4.

  4. Juan 14:27.

  5. 1 Pedro 2:20–21, 23.

  6. 2 Corintios 5:7.

  7. Moisés 6:36.