2000–2009
La autoridad del sacerdocio en la familia y en la Iglesia
Octubre 2005


La autoridad del sacerdocio en la familia y en la Iglesia

Hay muchas semejanzas y algunas diferencias en cuanto a la forma en que la autoridad del sacerdocio funciona en la familia y en la Iglesia.

El tema de mi discurso se centra en la autoridad del sacerdocio en la familia y en la Iglesia.

I.

Mi padre falleció cuando yo tenía siete años. Yo era el mayor de tres hijos pequeños a los que nuestra madre viuda se esforzaba por criar. Cuando fui ordenado diácono, ella me dijo lo complacida que estaba por tener un poseedor del sacerdocio en nuestro hogar. Sin embargo, mi madre siguió dirigiendo a la familia, incluso el asignar quién de nosotros debía ofrecer la oración cuando nos arrodillábamos cada mañana para orar. Yo estaba perplejo, pues se me había enseñado que el sacerdocio presidía la familia. Debía haber algo que yo desconocía sobre la forma en que funcionaba ese principio.

Por ese entonces, teníamos un vecino que dominaba a su esposa y en ocasiones hasta la maltrataba; él rugía como un león mientras que ella se amilanaba como un cordero. Cuando iban a la Iglesia, ella siempre caminaba unos pasos detrás de él, lo que enfurecía a mi madre. Mi madre era una mujer fuerte que no aceptaba ese tipo de dominio y le enfadaba ver que a una mujer se la maltratara de ese modo. Recuerdo su reacción cada vez que veo a los hombres hacer mal uso de su autoridad para satisfacer su orgullo o ejercer control o dominio sobre su esposa en cualquier grado de injusticia (véase D. y C. 121:37).

También he visto a mujeres fieles que malinterpretan la forma en que funciona la autoridad del sacerdocio. Teniendo presente la relación que tienen con sus maridos en el ámbito familiar, algunas esposas han tratado de que esa relación se extienda también al llamamiento que sus esposos tienen en el sacerdocio, como el de obispo o el de presidente de misión. Por otro lado, algunas hermanas solteras, a las que los hombres han maltratado (como en el caso de un divorcio) confunden erróneamente el sacerdocio con el abuso por parte del varón, y empiezan a desconfiar de cualquier autoridad del sacerdocio. La persona que haya tenido una mala experiencia con algún aparato electrodoméstico, no deberá privarse del uso del poder de la electricidad.

Cada una de las circunstancias que he descrito es el resultado de la mala interpretación de la autoridad del sacerdocio y del gran principio de que, si bien esta autoridad preside tanto en la familia como en la Iglesia, el sacerdocio funciona de manera diferente en ambos casos. Éste es un principio que comprenden y ponen en práctica los grandes líderes de la Iglesia y de las magníficas familias que he conocido, pero que rara vez se explica. Aún las Escrituras, en las que se registran varias formas de ejercer la autoridad del sacerdocio, no se suele expresar qué principios se aplican únicamente al ejercicio de la autoridad del sacerdocio en la familia o en la Iglesia, o cuáles son válidos en ambos casos.

II.

Tanto en nuestra teología como en nuestra práctica, la familia y la Iglesia mantienen una relación de fortalecimiento mutuo. La familia depende de la Iglesia para la doctrina, las ordenanzas y las llaves del sacerdocio; mientras que la Iglesia aporta a la familia las enseñanzas, la autoridad y las ordenanzas necesarias para perpetuar la relación familiar por las eternidades.

Contamos con programas y actividades tanto en la familia como en la Iglesia. Cada una de ellas está tan interrelacionada, que el servicio que se rinde a una también se le rinde a la otra. Cuando los niños observan a sus padres cumplir fielmente con sus llamamientos en la Iglesia, las relaciones familiares se fortalecen. Si las familias son fuertes, la Iglesia también lo es. Ambas van de la mano. Cada una es importante y necesaria, por lo que es preciso dirigir cada una con especial cuidado para no entorpecer a la otra. Los programas y las actividades de la Iglesia no deben abrumar tanto a la familia que no se pueda contar con todos sus integrantes durante el tiempo reservado para ella. Y tampoco conviene programar actividades familiares que interfieran con la reunión sacramental u otras reuniones esenciales de la Iglesia.

Necesitamos actividades tanto en la Iglesia como en la familia. Si todas las familias estuvieran completas y fueran perfectas, la Iglesia podría auspiciar menos actividades; pero al vivir en un mundo en el que muchos de nuestros jóvenes crecen en hogares donde falta uno de los padres, donde uno no es miembro de la Iglesia o está inactivo en el liderazgo del Evangelio, se hace especialmente necesario que las actividades de la Iglesia cubran esos huecos. Muy sabiamente, nuestra madre, que era viuda, percibió que la Iglesia brindaría a sus hijos experiencias que ella no podría facilitarnos al no disponer nosotros de una figura masculina en el hogar. La recuerdo instándome a observar y tratar de ser como los buenos hombres de nuestro barrio, y presionándome para que tomara parte en el programa de escultismo y en otras actividades de la Iglesia que me proporcionarían esa oportunidad.

En una Iglesia donde hay tantas personas solteras que actualmente carecen del compañerismo que el Señor desea para Sus hijos e hijas, la Iglesia y sus familias deberían tener también una especial inquietud por las necesidades de los adultos solteros.

III.

La autoridad del sacerdocio se ejerce tanto en la familia como en la Iglesia. El sacerdocio es el poder de Dios que se utiliza para bendecir a todos Sus hijos, tanto hombres como mujeres. Algunas de nuestras expresiones, como “las mujeres y el sacerdocio”, transmiten una idea equivocada, pues los hombres no son “el sacerdocio”. La reunión del sacerdocio es una reunión para aquellos que poseen el sacerdocio y lo ejercen. Sus bendiciones, como el bautismo, la recepción del Espíritu Santo, la investidura del templo o el matrimonio por la eternidad, están al alcance tanto de los hombres como de las mujeres. La autoridad del sacerdocio se ejerce en la familia y en la Iglesia de acuerdo con los principios que el Señor ha establecido.

Al morir mi padre, mi madre presidió nuestra familia. Claro que no tenía el sacerdocio, pero al ser el progenitor que quedaba vivo, pasó a ser el oficial gobernante de la familia. Al mismo tiempo, siempre respetaba por completo la autoridad del sacerdocio de nuestro obispo y de los demás líderes de la Iglesia. Ella presidía su familia, pero ellos presidían la Iglesia.

IV.

Hay muchas semejanzas y algunas diferencias en cuanto a la forma en que la autoridad del sacerdocio funciona en la familia y en la Iglesia. Si no reconocemos esas diferencias ni las aceptamos, tendremos dificultades.

Las llaves. Una diferencia importante entre su función en la Iglesia y en la familia es el hecho de que toda autoridad del sacerdocio en la Iglesia se ejerce bajo la dirección de alguien que posee las llaves correspondientes del sacerdocio. Por el contrario, la autoridad que preside la familia —ya sea el padre o una madre soltera— se ejerce en relación con los asuntos familiares sin necesidad de obtener autorización alguna de alguien que posea las llaves del sacerdocio. Esa autoridad familiar comprende el dirigir las actividades de la familia, reuniones familiares tales como las noches de hogar, la oración familiar, la enseñanza del Evangelio y aconsejar y disciplinar a los integrantes de la familia. Además, consta de las bendiciones del sacerdocio que dan los padres que hayan sido ordenados. Sin embargo, las llaves del sacerdocio son necesarias para autorizar la ordenación y el apartamiento de los miembros de la familia. Esto es así porque la Iglesia, y no la familia, es la organización a la que el Señor ha hecho responsable del ejercicio y del registro de las ordenanzas del sacerdocio.

Los límites geográficos. Las organizaciones de la Iglesia, como los barrios, los quórumes o las organizaciones auxiliares, siempre tienen límites geográficos que delimitan la responsabilidad y la autoridad de los llamamientos relacionados con los mismos. Por el contrario, las relaciones y las responsabilidades de una familia no dependen del lugar de residencia de sus miembros.

La duración. Los llamamientos de la Iglesia siempre son temporales, pero las relaciones familiares son permanentes.

Los llamamientos y los relevos. Otro contraste tiene que ver con el comienzo y el término de los cargos. En la Iglesia, un líder del sacerdocio que posea las llaves necesarias, tiene la autoridad para llamar y relevar a las personas que sirvan bajo su dirección, pudiendo incluso hacer que pierdan su condición de miembros y que sus nombres sean “borrados” (véase Mosíah 26:34–38; Alma 5:56–62). Por el contrario, las relaciones familiares son tan importantes que el cabeza de familia carece de autoridad para realizar cambios en su estructura; eso es algo que sólo puede hacer alguien que esté autorizado para modificar las relaciones familiares bajo las leyes del hombre o las de Dios. Por consiguiente, si bien un obispo puede relevar a una presidenta de la Sociedad de Socorro, no puede terminar la relación que lo une a su esposa sin un divorcio, en conformidad con las leyes de los hombres. De igual modo, su sellamiento por la eternidad no puede concluir sin que se siga un procedimiento de cancelación de acuerdo con las leyes de Dios. De la misma forma, un joven que sirve en la presidencia de una clase o de un quórum puede ser relevado por la autoridad del sacerdocio del barrio, pero los padres no pueden divorciarse de un hijo cuyas elecciones en la vida les resulten ofensivas. Las relaciones familiares son más perdurables que las de la Iglesia.

Asociación. Una diferencia muy importante en el ejercicio de la autoridad del sacerdocio en la familia y en la Iglesia radica en el hecho de que el gobierno de la familia es patriarcal, mientras que el gobierno de la Iglesia es jerárquico. El concepto de asociación funciona de diferente manera en la familia y en la Iglesia.

La proclamación sobre la familia nos ofrece esta bella explicación sobre la relación que existe entre el esposo y la esposa: Si bien éstos tienen responsabilidades diferentes, “en estas responsabilidades sagradas, el padre y la madre, como iguales, están obligados a ayudarse mutuamente” (“La familia: Una proclamación para el mundo”, Liahona, octubre de 2004, pág. 49; cursiva agregada).

El presidente Spencer W. Kimball dijo lo siguiente: “Cuando hagamos referencia al matrimonio como una sociedad, refirámonos a él como a una verdadera sociedad, porque no queremos que las mujeres Santos de los Últimos Días sean socias de nombre o consortes sin derechos en esa asignación eterna. Sean verdaderas socias en todo el sentido de la palabra” (The Teachings of Spencer W. Kimball, ed. Edward L. Kimball, 1982, pág. 315).

El presidente Kimball también declaró: “Sabemos que hay hombres que les han dicho a sus esposas: ‘Yo poseo el sacerdocio y tú tienes que hacer lo que te mande’ ”. El presidente rechazó con determinación semejante abuso de la autoridad del sacerdocio en el matrimonio, declarando que tales hombres “no deberían tener el honor de poseer el sacerdocio” (The Teachings of Spencer W. Kimball, pág. 316).

Existen culturas o tradiciones en el mundo que permiten que los hombres opriman a las mujeres; sin embargo, no debe haber lugar para semejantes abusos en las familias de la Iglesia de Jesucristo. Recuerden lo que enseñó Jesús: “Oísteis que fue dicho… pero yo os digo…” (Mateo 5:27–28). Por ejemplo: el Salvador contradijo la cultura por medio de Su forma de tratar a la mujer con consideración. Guiémonos por la cultura del Evangelio que Él enseñó.

Si los hombres desean recibir las bendiciones del Señor en el liderazgo de su familia, deberán ejercer su autoridad del sacerdocio de acuerdo con los principios que Él ha decretado para su uso:

“Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio, sino por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero; por bondad y por conocimiento puro…” (D. y C. 121:41–42).

Cuando la autoridad del sacerdocio se ejerce de esa manera en la familia patriarcal, alcanzamos la “plena asociación” de la que habló el presidente Kimball. En la proclamación sobre la familia dice:

“Hay más posibilidades de lograr la felicidad en la vida familiar cuando se basa en las enseñanzas del Señor Jesucristo. Los matrimonios y las familias que logran tener éxito se establecen sobre los principios de la fe, la oración, el arrepentimiento, el perdón, el respeto, el amor, [y] la compasión” (Liahona, octubre de 2004, pág. 49).

Los llamamientos de la Iglesia se desempeñan de acuerdo con los principios que nos gobiernan a todos nosotros al trabajar bajo la autoridad del sacerdocio dentro la Iglesia. Entre esos principios se encuentran el de la persuasión y el de la benignidad que se enseñan en la sección 121, que son especialmente necesarios en la organización jerárquica de la Iglesia.

Los principios que he recalcado para el ejercicio de la autoridad del sacerdocio son más comprensibles y cómodos para la mujer casada que para la soltera, especialmente si dicha mujer soltera nunca ha estado casada, porque de momento no disfruta de la autoridad del sacerdocio en la sociedad que constituye el matrimonio, sino que su experiencia con dicha autoridad se limita a la relación jerárquica de la Iglesia. Hay mujeres solteras que sienten que no tienen voz alguna en esa relación; por ello, es fundamental llevar a cabo un eficaz consejo de barrio, donde los oficiales masculinos y femeninos de la unidad se sienten juntos con regularidad a fin de asesorarse bajo la autoridad presidente del obispo.

V.

Concluyo con algunos comentarios generales y una experiencia personal.

La teología de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días se centra en la familia. Nuestra relación con Dios y el propósito de esta vida se explican en términos de la familia; somos los hijos espirituales de Padres Celestiales. El plan del Evangelio se lleva a la práctica en las familias terrenales, y nuestra aspiración más sublime es perpetuar esas relaciones familiares por la eternidad. La misión primordial de la Iglesia de nuestro Salvador es ayudarnos a lograr la exaltación en el reino celestial, algo que sólo puede lograrse por medio de una relación familiar.

No es de extrañar entonces que a nuestra Iglesia se la conozca como una institución centrada en la familia; no es de extrañar que nos aflija el actual deterioro legal y cultural que se cierne sobre el matrimonio y la maternidad. En una época en la que el mundo va perdiendo su entendimiento del propósito del matrimonio y del valor de la maternidad, es crucial que los Santos de los Últimos Días no estén confusos en cuanto a esos asuntos.

La fiel madre viuda que nos crió no tenía confusión alguna en cuanto a la naturaleza eterna de la familia. Ella siempre respetó el lugar que ocupaba nuestro difunto padre y contribuyó a que su recuerdo estuviera presente en nuestro hogar. Solía hablar de la duración eterna de su matrimonio en el templo y con frecuencia nos recordaba lo que a nuestro padre le gustaría que hiciéramos para que así no olvidáramos la promesa del Señor de que seríamos una familia eterna.

Recuerdo una experiencia que refleja el efecto de sus enseñanzas. Cierto año, justo antes de la Navidad, nuestro obispo me pidió, siendo yo diácono, que le ayudara a entregar unas cestas de Navidad a las viudas del barrio. Llevé una cesta a cada puerta con los saludos de él. Cuando regresábamos a casa en su auto, observé que aún quedaba una cesta. Me la entregó y me dijo que era para mi madre. Mientras él se alejaba, yo me quedé de pie bajo la nieve, preguntándome por qué le daba una cesta a mi madre. Ella nunca hablaba de sí como una viuda, ni a mí se me había ocurrido que lo fuera. Para aquel muchachito de 12 años, no lo era. Ella tenía un esposo y nosotros teníamos un padre; él sólo estaba ausente por algún tiempo.

Anhelo ese glorioso día futuro en el que los que estén separados se reúnan de nuevo y todos seamos hechos completos, tal y como el Salvador lo ha prometido. Testifico de Jesucristo, el Hijo Unigénito del Padre Eterno, cuya autoridad del sacerdocio y cuya expiación y resurrección lo hacen todo posible. En el nombre de Jesucristo. Amén.