2000–2009
Al tomar la Santa Cena
Abril 2006


Al tomar la Santa Cena

El participar de la Santa Cena nos brinda un momento sagrado en un lugar santo.

Hace uno o dos años tuve la ocasión de visitar el Instituto de Religión Logan Utah. Recientemente se renovó el edificio en el que se imparten las clases. Se me informó que cuando los obreros retiraron el viejo púlpito de la capilla, descubrieron unos estantes que habían quedado ocultos durante mucho tiempo. Al abrir la tapa, encontraron una bandeja de la Santa Cena. Parece que era bastante antigua, ya que los vasitos de la Santa Cena eran de vidrio. Me regalaron uno de esos vasitos, como pueden ver aquí, probablemente porque yo era la única persona lo suficientemente mayor como para recordar la época en que se usaban vasitos de vidrio.

Al ver este vasito, vinieron a mi mente agradables recuerdos. Los vasitos de vidrio para la Santa Cena se utilizaban en la época en que cumplí los doce años, un momento sumamente memorable de mi vida. Mi cumpleaños cayó en domingo. Durante años, había observado a los diáconos repartir la Santa Cena, y esperaba con anhelo el día en que tendría la bendición de recibir el Sacerdocio Aarónico y disfrutaría del mismo privilegio.

Cuando por fin llegó ese día, se me pidió que fuera a la Iglesia con antelación y me reuniera con el hermano Ambrose Call, segundo consejero del obispado de nuestro barrio. El hermano Call me invitó a acompañarlo a un salón de clases y me pidió que ofreciera una oración. Después abrió las Escrituras y me leyó la sección 13 de Doctrina y Convenios:

“Sobre vosotros, mis consiervos, en el nombre del Mesías, confiero el Sacerdocio de Aarón, el cual tiene las llaves del ministerio de ángeles, y del evangelio de arrepentimiento, y del bautismo por inmersión para la remisión de pecados; y este sacerdocio nunca más será quitado de la tierra, hasta que los hijos de Leví de nuevo ofrezcan al Señor un sacrificio en rectitud”.

El hermano Call me pidió entonces que comentara sobre esa sección. Mi explicación no debió ser lo suficientemente completa, por lo que el hermano Call se tomó el tiempo para explicarme lo que significa ser un poseedor del santo sacerdocio. El ser digno de poseer el sacerdocio me daba derecho a utilizar el poder que Dios delega a los hombres. Un poseedor del sacerdocio digno puede legítimamente llevar a cabo las ordenanzas que Dios ha prescrito para la salvación del género humano. Esa autoridad procede directamente del Salvador mismo, a lo largo de una línea continua de poseedores del sacerdocio.

Mi entrevista con el hermano Call debió haber sido un tanto satisfactoria, puesto que se me condujo a la reunión del quórum de diáconos. Allí, los miembros del obispado me pusieron las manos sobre la cabeza y el obispo, que en ese entonces era mi padre, me confirió el Sacerdocio Aarónico y me ordenó al oficio de diácono. Los otros diáconos también me sostuvieron como miembro, junto con ellos, de un quórum del sacerdocio.

En la reunión sacramental esa tarde, tuve la primera oportunidad de ejercer el sacerdocio al repartir la Santa Cena a los miembros de nuestro barrio. La Santa Cena cobró un nuevo significado para mí aquel día. Al observar la bandeja pasar de una fila a otra entre los miembros de la Iglesia, me di cuenta de que no todos ellos tomaban la Santa Cena con la misma actitud. Algunos parecían participar de los emblemas como mera rutina, pero había muchos, muchos, que aceptaban la Santa Cena con gran reverencia.

Con el transcurso de los años, he participado en muchas reuniones sacramentales, al igual que muchos de ustedes, y para mí, representan más que simplemente una reunión más. El participar de la Santa Cena nos brinda un momento sagrado en un lugar santo. Lo hacemos de conformidad con el mandamiento que nos da el Señor en la sección 59 de Doctrina y Convenios:

“Y para que más íntegramente te conserves sin mancha del mundo, irás a la casa de oración y ofrecerás tus sacramentos en mi día santo” (vers. 9).

Desde el principio mismo, antes de que el mundo fuese, Dios presentó un plan por el cual otorgaría bendiciones a Sus hijos de acuerdo con la obediencia a Sus mandamientos. No obstante, era consciente de que a menudo las cosas del mundo nos distraerían, y que necesitaríamos que se nos recordaran con frecuencia nuestros convenios y Sus promesas.

Uno de los primeros mandamientos que se dieron a Adán fue que debía adorar al Señor y ofrecer las primicias de sus rebaños como ofrenda a Él. Esta ordenanza se dio para recordarle al pueblo que Jesucristo vendría al mundo y que, al final, se ofrecería a Sí mismo en sacrificio.

“…Y Adán fue obediente a los mandamientos del Señor.

“Y después de muchos días, un ángel del Señor se apareció a Adán y le dijo: ¿Por qué ofreces sacrificios al Señor? Y Adán le contestó: No sé, sino que el Señor me lo mandó.

“Entonces el ángel le habló, diciendo: Esto es una semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre, el cual es lleno de gracia y de verdad” (Moisés 5:5–7).

Desde ese día hasta los tiempos de nuestro Salvador, a los hijos de nuestro Padre Celestial se les mandó que ofrecieran sacrificios, lo cual se dejó de hacer al producirse el sacrificio expiatorio del Salvador. Entonces, la noche anterior a Su sacrificio, el Salvador instituyó el sacramento de la Santa Cena a fin de ayudarnos a recordarlo a Él y la Expiación que llevó a cabo por toda la humanidad. Por consiguiente, mediante la antigua ley del sacrificio y también mediante la Santa Cena, el Señor nos ha facilitado ayuda para que no nos olvidemos de Sus promesas ni del requisito de seguirlo y obedecer Su voluntad.

En el Nuevo Testamento hallamos el relato en el que el Señor administra la Santa Cena a Sus discípulos. Se encuentra en Mateo, capítulo 26:

“Y mientras comían, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dio a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo.

“Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos;

“porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (vers. 26–28).

En el Libro de Mormón, en 3 Nefi, capítulo 18, se encuentra un relato detallado de cómo el Salvador administró la Santa Cena a los nefitas:

“Y aconteció que Jesús mandó a sus discípulos que le llevasen pan y vino.

“Y mientras fueron a traer el pan y el vino, mandó a la multitud que se sentara en el suelo.

“Y cuando los discípulos hubieron llegado con pan y vino, tomó el pan y lo partió y lo bendijo; y dio a los discípulos y les mandó que comiesen.

“Y cuando hubieron comido y fueron llenos, mandó que dieran a la multitud.

“Y cuando la multitud comió y fue llena, dijo a los discípulos: He aquí, uno de vosotros será ordenado; y a él le daré poder para partir pan y bendecirlo y darlo a los de mi iglesia, a todos los que crean y se bauticen en mi nombre.

“Y siempre procuraréis hacer esto, tal como yo lo he hecho, así como he partido pan y lo he bendecido y os lo he dado.

“Y haréis esto en memoria de mi cuerpo que os he mostrado. Y será un testimonio al Padre de que siempre os acordáis de mí. Y si os acordáis siempre de mí, tendréis mi Espíritu para que esté con vosotros.

“Y sucedió que cuando hubo dicho estas palabras, mandó a sus discípulos que tomaran del vino de la copa y bebieran de él, y que dieran también a los de la multitud para que bebiesen.

“Y aconteció que así lo hicieron, y bebieron y fueron llenos; y dieron a los de la multitud, y éstos bebieron y fueron llenos.

“Y cuando los discípulos hubieron hecho esto, Jesús les dijo: Benditos sois por esto que habéis hecho; porque esto cumple mis mandamientos, y esto testifica al Padre que estáis dispuestos a hacer lo que os he mandado” (vers. 1–10).

Las instrucciones del Señor son muy claras, de que debemos estar dispuestos a hacer lo que Él nos ha mandado, y ciertamente sería de esperar que en nuestros días se nos mandara de nuevo tomar la Santa Cena. Así se indica en Doctrina y Convenios:

“Conviene que la iglesia se reúna a menudo para tomar el pan y el vino en memoria del Señor Jesús” (D. y C. 20:75).

El propósito del tomar la Santa Cena consiste, naturalmente, en renovar los convenios que hemos concertado con el Señor.

El élder Delbert L. Stapley nos enseñó lo siguiente al comentar sobre los convenios:

“El Evangelio de nuestro Señor Jesucristo es un convenio entre Dios y Su pueblo… Cuando un siervo de Dios autorizado nos bautiza, hacemos convenio de hacer la voluntad de Dios y de obedecer Sus mandamientos… Al participar de la Santa Cena, renovamos todos los convenios que hemos concertado con el Señor y prometemos tomar sobre nosotros el nombre de Su Hijo, recordarle siempre y guardar Sus mandamientos” (en Conference Report, oct. de 1965, pág. 14).

La Santa Cena es una de las ordenanzas más sagradas de la Iglesia. El participar dignamente de ella nos brinda la oportunidad de progresar espiritualmente.

Recuerdo que cuando era niño, se tocaba música inspiradora mientras se repartía la Santa Cena. Las Autoridades Generales no tardaron en pedirnos que dejáramos de hacerlo, ya que tendíamos a concentrarnos en la música más bien que en el sacrificio expiatorio de nuestro Señor y Salvador. Durante la administración de la Santa Cena, dejamos de lado el mundo; es un periodo de renovación espiritual a medida que nos damos cuenta de la profunda trascendencia espiritual de la ordenanza que se nos ofrece a cada uno de nosotros personalmente. Si participásemos de la Santa Cena sin darle la debida importancia, perderíamos la oportunidad de progresar espiritualmente.

El élder Melvin J. Ballard dijo en una ocasión:

“Soy testigo de que hay un espíritu que acompaña a la administración de la Santa Cena, un espíritu que nos reconforta el alma de pies a cabeza, y se percibe cómo sanan las heridas del espíritu y cómo se aligera la carga. El consuelo y la felicidad llegan al alma que es digna y que verdaderamente desea participar de ese alimento espiritual” (“The Sacramental Covenant”, Improvement Era, oct. de 1919, pág. 1027).

Cuando tomamos la Santa Cena dignamente, recordamos el sacrificio de nuestro Señor y Salvador, de que entregó Su vida y tomó sobre Sí los pecados del mundo para que tuviésemos la bendición de la inmortalidad. Tomamos sobre nosotros el nombre de nuestro Salvador y prometemos recordarle siempre y guardar Sus mandamientos, es decir, “…vivi[r] de toda palabra que sale de la boca de Dios” (D. y C. 84:44).

Padres, ustedes tienen la responsabilidad de enseñar a su familia la importancia de asistir a la reunión sacramental cada semana. Debe convertirse en una costumbre familiar regular. Toda familia necesita ese tiempo para renovarse y comprometerse a vivir el Evangelio de acuerdo con las enseñanzas del Salvador. Las familias que se hayan preparado apropiadamente asistirán a la reunión sacramental con un espíritu de reverencia y con gratitud por la oportunidad de participar de los emblemas sagrados.

Recuerdo una experiencia que tuve con mi familia cuando estábamos de vacaciones en un centro turístico. Debido a que el tiempo que estaríamos allí incluía un domingo, hicimos preparativos para asistir a la reunión sacramental en una capilla cercana. Lo mismo hicieron otros cientos de personas que se encontraban de vacaciones allí. La capilla estaba totalmente llena. Antes de comenzar la reunión, el obispo invitó a todos los diáconos que estuviesen presentes, que fueran dignos y estuvieran vestidos apropiadamente, a que participaran en la repartición de la Santa Cena. Un número considerable de ellos, vestidos con camisa blanca y corbata, se adelantaron para obtener instrucciones en cuanto a cómo servir a una congregación tan grande. La ordenanza se administró de manera reverente y eficaz. Al observar a la congregación, vi que muchos se sentían profundamente conmovidos por el espíritu de la reunión.

Después de regresar a donde nos alojábamos, observamos una marcada diferencia en las actividades del día de reposo en comparación con las de los días de entre semana. Las lanchas permanecían amarradas en el muelle; en el lago casi no había nadadores, y las personas iban vestidas de manera muy apropiada. Esas familias presenciaron el cumplimiento de la promesa del Señor: al acudir a la casa de oración en Su día santo y renovar sus convenios de obedecer los mandamientos, pudieron conservarse más íntegramente sin mancha del mundo (véase D. y C. 59:9).

Ruego que en cada uno de nosotros se inculque una mayor reverencia por el día de reposo; que apreciemos más plenamente la bendición especial de tomar la Santa Cena y su importancia en nuestra vida. Que siempre le recordemos y guardemos los mandamientos que Él nos ha dado para cumplir el propósito de la vida y la esperanza de las eternidades venideras. La obra que llevamos a cabo es la obra del Señor. Dios vive; Jesús es el Cristo, el Salvador del mundo. Se nos permite formar parte de este grandioso plan del Evangelio, del cual la Santa Cena es una parte vital. En el nombre de Jesucristo. Amén.