2000–2009
La oración, la fe y la familia: Los peldaños para una felicidad eterna
Abril 2006


La oración, la fe y la familia: Los peldaños para una felicidad eterna

El Padre Celestial escuchará nuestra humilde oración y nos brindará el consuelo y la guía que buscamos.

Era el día después de la Navidad de 1946, en el poblado de Santa Clara, Utah. Tenía sólo 9 años y le pedí permiso a mamá para ir con mi regalo de Navidad, un nuevo juego de arco y flechas, a cazar liebres en la colina que había detrás de nuestra casa. Ya comenzaba a caer la tarde y mi madre no parecía muy dispuesta a dejarme ir, pero tras persuadirla un poco, ella aceptó con la única condición de que regresara a casa antes de que oscureciera.

Al llegar a la cima de la colina, puse una flecha en el arco y silenciosamente caminé en medio de los pequeños arbustos de salvia y chaparral con la esperanza de encontrar una liebre comiendo debajo de los arbustos, donde todavía quedaba pasto verde y tierno.

Una gran liebre me asustó al saltar de un arbusto de salvia que estaba justo delante de mí. Tiré de la cuerda del arco, apunté rápidamente y solté la flecha que voló tras la liebre que huía con gran rapidez. La flecha no dio en el blanco y la liebre desapareció entre los matorrales.

Fui a recoger la flecha en donde yo creía que había caído. Como con el arco sólo habían venido cinco flechas, yo no quería perder ninguna. Miré donde se suponía que debería estar, pero no la encontré. Busqué alrededor del lugar donde pensé que seguramente había caído, pero no pude encontrarla.

El sol se ocultaba en el horizonte; sabía que en unos treinta minutos oscurecería y no quería llegar tarde a casa. Una vez más, busqué en el lugar donde la flecha debía de estar; busqué minuciosamente debajo de cada arbusto, pero no pude encontrarla.

Se me agotaba el tiempo y debía ponerme en camino para volver a casa y llegar antes del anochecer. Decidí orar y pedir al Padre Celestial que me ayudara a encontrar la flecha. Me arrodillé, cerré los ojos y oré a mi Padre Celestial. Le dije que no quería perder la nueva flecha y le pedí que me indicara dónde podía encontrarla.

Todavía arrodillado, abrí los ojos, y allí, entre los matorrales, justo delante de mí, a la altura de mi vista, vi las plumas de colores de la flecha parcialmente escondida entre las ramas. La recogí apresuradamente y corrí a casa, donde llegué poco antes de oscurecer.

Nunca olvidaré esa experiencia especial. Nuestro Padre Celestial había contestado mi oración; era la primera vez que oraba para pedirle ayuda… ¡Y me la dio! Esa tarde aprendí a tener fe en mi Padre Celestial y a confiar en Él.

Cuando necesitamos ayuda, aun como la de un niño ingenuo con una preocupación importante, nuestro Padre Celestial escucha nuestras oraciones y nos imparte con amor la guía que buscamos.

Nuestro Salvador Jesucristo nos dijo: “Sé humilde; y el Señor tu Dios te llevará de la mano y dará respuesta a tus oraciones”1.

En las Escrituras, Santiago nos enseña:

“Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.

“Pero pida con fe, no dudando nada”2.

El presidente James E. Faust nos ha enseñado: “Una oración ferviente y sincera es como una comunicación franca entre dos personas que hace que Su Espíritu fluya como un bálsamo para aliviar nuestras tribulaciones y dificultades, y nuestros sufrimientos y dolores que todos afrontamos”3.

La oración es uno de los peldaños del sendero que nos lleva a la vida eterna con nuestro Padre Celestial.

La fe es otro peldaño esencial para nuestra salvación eterna.

El Salvador también ha dicho: “y cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre, si es justa, creyendo que recibiréis, he aquí, os será concedida”4.

Hace 30 años, ocurrió un hecho verídico en la parte más remota de Nueva Zelanda. Las islas Chatham, frecuentemente azotadas por el viento, se encuentran al sur del Océano Pacífico a unos 800 kilómetros al este de Christchurch. En ese entonces, unas 650 personas fuertes y hábiles vivían allí aisladas y solitarias, en el medio ambiente hostil de esa época y bajo el cuidado de un nuevo médico joven y capacitado, pero sin experiencia.

Shane, un niño de 8 años, había sufrido una grave lesión en la cabeza al otro lado de la isla, a unos 65 kilómetros de distancia. Mientras se le trasladaba con urgencia en el asiento de atrás de un viejo auto oxidado, a través de los pantanos y a lo largo de las playas, rumbo a un hospital-casa de cuatro camas, él yacía inconsciente.

El joven médico no estaba listo para hacerse cargo de una situación de esa magnitud, ya que contaba con muy poca experiencia y sólo con los instrumentos quirúrgicos más básicos. Shane estaba en estado crítico; no había duda de que se trataba de una hemorragia interna en el cráneo fracturado, donde los coágulos de sangre podían poner una presión mortal en su cerebro. El médico ni siquiera había visto antes una operación cerebral, pero sabía que tenía que efectuar la delicada cirugía de inmediato o presenciar la muerte del niño.

Existía la necesidad de buscar donadores de sangre, de efectuar exámenes para asegurarse de que el tipo de sangre fuese el correcto y de preparar la anestesia; además, la vieja máquina de rayos-X se había descompuesto, por lo que no se podían sacar radiografías que hubieran sido útiles.

Se efectuó la primera de las muchas llamadas telefónicas a Wellington, donde un neurocirujano trataba de imaginar la situación y guiar al nervioso joven médico a través de un procedimiento quirúrgico sumamente delicado.

La madre de Shane oraba, y también oraban el médico, las enfermeras y aun la esposa del médico.

Era necesario delegar responsabilidades en esa situación tan abrumadora. El policía le administró la anestesia, la enfermera fue la ayudante quirúrgica, y así, al caer la noche, la operación comenzó bajo la luz de una lámpara de posición angular.

Nerviosamente se llevó a cabo la primera incisión quirúrgica, la cual no reveló ningún tipo de hemorragia, por lo que tuvieron que efectuar otras más en el pequeño cráneo de Shane con el fin de encontrar la causa de la hemorragia. Se hicieron más llamadas al neurocirujano para recibir instrucciones y palabras alentadoras. Su asesoramiento se siguió al pie de la letra y, después de seis horas de ansiedad y de trabajar bajo presión, se dio fin a la cirugía y cesó la hemorragia dentro de la cavidad craneal. Los resultados fueron todo un éxito. La serenidad reemplazó al caos; era alrededor de la medianoche.

El médico era un padre joven que pensaba en sus familiares y en las bendiciones que ellos disfrutaban y agradeció las muchas y tiernas misericordias del Señor que tenía, en especial la presencia del Consolador durante las últimas 12 horas. También agradeció la presencia de un experto invisible que impartió liberalmente de Su conocimiento superior en ese momento de necesidad.

En el momento crítico de una grave situación, el Señor proporcionó la guía y la capacidad para que un joven médico, con poca experiencia, pudiera efectuar un milagro y así preservar la vida de un niño, que es de gran valor ante el Señor.

Neil Hutchison fue ese médico joven que oró por ayuda y tuvo la fe para confiar, tanto en el Señor como en el neurocirujano, y de esa manera efectuar un milagro bajo las circunstancias más difíciles. Hoy en día, sirve en calidad de obispo del Barrio East Coast Bays, de Auckland, Nueva Zelanda.

El obispo Hutchison me dijo: “Hace un par de años y por primera vez desde aquel día de 1976, tuve el privilegio de saludar a Shane y a su padre en Christchurch. Hoy, él es electricista y dueño de su propio negocio, y no le ha quedado ninguna secuela de su prolongada operación; es un buen hombre, y yo no puedo dejar de reflexionar sobre cuán fino es el velo entre esta vida y la venidera”.

“Y Cristo ha dicho: Si tenéis fe en mí, tendréis poder para hacer cualquier cosa que me sea conveniente”5.

El élder Richard G. Scott enseñó: “…A medida que siga[n] los principios que Dios ha establecido para ejercitar la fe, recogerá[n] sus frutos. Uno de esos principios es confiar en Dios y en Su disposición para brindar ayuda cuando sea necesario, sin importar cuán difícil sea la circunstancia”6.

El élder Robert D. Hales testificó que “…José Smith… un muchacho de catorce años, ejerció una fe firme y siguió el consejo del profeta Santiago de ‘pedir a Dios’. Debido al llamamiento profético de José, Dios el Padre y Su Hijo Jesucristo aparecieron ante él y le dieron instrucciones”7.

El presidente Thomas S. Monson nos ha alentado: “Cuando ofrezcamos nuestras oraciones familiares y personales, hagámoslo con fe y confianza en Él. Si alguno de nosotros se ha demorado en seguir el consejo de orar siempre, no hay mejor momento para comenzar que ahora”8.

No importa si es un niño con una simple petición o si es un médico con un desafío de vida o muerte ante sí, nuestro amado Padre Celestial escuchará nuestra humilde oración y nos brindará el consuelo y la guía que buscamos.

El tercer peldaño que es una parte esencial en el camino que nos conduce de regreso sin percance a nuestro hogar con nuestro Padre Celestial es el de la familia.

El presidente Gordon B. Hinckley nos enseñó que: “…la familia es divina. Fue instituida por nuestro Padre Celestial y comprende la más sagrada de todas las relaciones. Únicamente mediante su organización se pueden cumplir los propósitos del Señor”9.

El presidente Hinckley continúa diciendo: “Creo en una familia en la que haya un esposo que contemple a su compañera como su tesoro más preciado, y la trate de acuerdo con ese sentimiento; una familia en la que la mujer vea a su marido como un ancla y una fuente de fortaleza, de consuelo y seguridad; un hogar donde haya hijos que miren a sus padres con respeto y gratitud; donde haya padres que vean a sus hijos como una bendición y que consideren la tarea de criarlos y educarlos como una responsabilidad maravillosa y extremadamente seria”10.

Creo sinceramente que en la santidad de la familia, nuestro amor, nuestra lealtad, nuestro respeto y apoyo mutuos se convierten en un escudo sagrado que nos protegerá de los ardientes dardos del diablo. En el círculo familiar, colmado con el amor de Cristo, encontraremos la paz, la felicidad y la protección contra la maldad del mundo que nos rodea.

Testifico que la familia es la unidad y el medio por los cuales podemos sellarnos juntos y regresar así como familia a la presencia de nuestros Padres Celestiales para sentir allí el gozo y la felicidad eternos.

Es mi sincera oración que utilicemos los peldaños de la oración, de la fe y el de nuestra familia para prepararnos y para que nos sirvan de ayuda para regresar a nuestro Padre Celestial y obtener la vida eterna, para que el verdadero propósito por el cual estamos aquí en esta tierra se cumpla con éxito.

En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. D. y C. 112:10.

  2. Santiago 1:5–6.

  3. Véase James E. Faust, “Nuestra relación con el Salvador”, Liahona, febrero de 1976, pág. 25.

  4. 3 Nefi 18:20.

  5. Moroni 7:33.

  6. “El poder sustentador de la fe en tiempos de incertidumbre y de pruebas”, Liahona, mayo de 2003, pág.76.

  7. “Cómo tener fe en el Señor Jesucristo”, Liahona, noviembre de 2004, pág. 73.

  8. “Distintivos de un hogar feliz”, Liahona, octubre de 2001, pág. 5.

  9. “Los pilares de la verdad”, Liahona, mayo de 2002, pág. 5.

  10. “Yo creo”, Liahona, marzo de 1993, pág. 7.