2000–2009
El arrepentimiento, una bendición del ser miembro de la Iglesia
Abril 2006


El arrepentimiento, una bendición del ser miembro de la Iglesia

El arrepentimiento… no es un principio cruel… Es benévolo y misericordioso.

Mis queridos hermanos, me siento tanto humilde como honrado al ocupar este puesto. Por razones obvias para ustedes, nunca me imaginé que recibiría este llamamiento. Hace un año, cuando fui sostenido, el presidente Hinckley le aclaró a toda la Iglesia que él no había tenido nada que ver con el proceso que resultó en mi llamamiento. Más tarde, le comenté que tal vez yo fuera la única Autoridad General en la historia de la Iglesia que contara con el sostenimiento de los miembros a pesar de que, ¡el profeta declinara toda responsabilidad al respecto!

Sin embargo, estoy agradecido por su voto de sostenimiento y dedico todo mi corazón a esta gran causa. No tengo palabras para expresar mi agradecimiento por mi familia, por mi esposa y mis hijos, y por mis buenos padres. Mi madre falleció hace exactamente dos años, justo dos días después de la conferencia de abril. Ella era pequeña de estatura física; sin embargo, día a día me apoyo en ella. Su influencia permanecerá conmigo para siempre. No puedo atribuirle el debido reconocimiento por lo que diga, sino sólo por mi manera de vivir.

No sé qué podría decir de mi padre que no lo avergonzara, excepto que lo amo y que lo apoyo. Con el riesgo de llevar las cosas a un plano muy personal, diré que al verlo envejecer, mi mente se remonta a los días en que éramos niños, cuando él se acostaba en el suelo y luchaba y jugaba con nosotros, nos levantaba en sus brazos y nos abrazaba y nos hacía cosquillas o nos subía a la cama con mamá y con él cuando estábamos enfermos o teníamos miedo durante la noche. Los recuerdos que tengo de él serán siempre de risas y de amor, de constancia, de testimonio, de incesante trabajo arduo, de fe y fidelidad. Él es bondadoso y sabio, y me siento enormemente bendecido porque no sólo lo apoyo como mi profeta durante esta época de la vida terrenal, sino porque también lo reclamo como mi padre en esta vida y en la eternidad.

Hace varias semanas, se avivó mi curiosidad cuando al élder Douglas L. Callister, de los Setenta, se le pidió expresar una breve historia de su abuelo, LeGrand Richards en una reunión de quórum. Entre las cosas interesantes que mencionó estaba ésta: Cuando el élder Richards era un obispo joven, él visitaba a personas menos activas y, con valentía, las invitaba a hablar en la reunión sacramental sobre el tema: “Lo que significa para mí ser miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”. Sorprendentemente, varias respondían de forma positiva y esa experiencia las llevaba de nuevo al sendero de la actividad plena en la Iglesia.

Esta noche quisiera hablar sobre ese mismo tema. Invito a cada uno de ustedes, jóvenes y mayores, a que reserven una pequeña libreta para este mismo tema. En la parte superior de la primera página escriban las palabras: “Lo que significa para mí ser miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”. Después, anoten brevemente las ideas que acudan a su mente. Con el tiempo, se les ocurrirán otras ideas que podrán agregar a la lista, y muy pronto tendrán una libreta que se irá expandiendo y que los llenará de gratitud y agradecimiento por ser miembros de la Iglesia del Señor; incluso podrá ser una fuente para discursos que se les pida dar en el futuro.

Mi lista ya es larga, pero de ella he seleccionado un sólo tema del que quiero hablar esta noche. Los demás temas los dejaré para otro lugar y para otro tiempo.

Hablaré con brevedad sobre el principio del arrepentimiento. Cuán agradecido estoy por el conocimiento que tenemos de este gran principio, el cual no es un principio cruel, como pensaba cuando era niño. Es benévolo y misericordioso. La raíz hebrea de la palabra simplemente significa “volver”1 o regresar a Dios. Jehová suplicó a los hijos de Israel: “…Vuélvete… no haré caer mi ira sobre ti, porque misericordioso soy yo… no guardaré para siempre el enojo. Reconoce, pues, tu maldad, porque contra Jehová tu Dios has prevaricado…”2.

Si reconocemos nuestros pecados, los confesamos y los abandonamos, y nos “volvemos a Dios”, Él nos perdonará.

Hace poco, mientras servía como presidente de misión, dos de nuestros élderes me preguntaron si podría reunirme con una investigadora que iba a bautizarse al día siguiente. Dijeron que ella tenía algunas dudas que ellos no le habían podido resolver. Fuimos hasta su casa y me presentaron a una joven viuda, de veinte y tantos años, que tenía una hija. Su esposo había muerto en un trágico accidente hacía unos años. Sus preguntas eran sinceras y ella era receptiva. Una vez resueltas, le pregunté si tenía alguna otra duda. Dijo que sí, y que deseaba hablarme en privado. Les pedí a los élderes que salieran y esperasen en el patio desde donde pudieran divisarnos claramente por una amplia ventana. Tan pronto como salieron, ella empezó a llorar; me contó de los años en que había estado sola, años llenos de dolor y soledad, y durante los cuales había cometido serios errores. Dijo que sabía que lo que hacía estaba mal, pero que no había tenido la fortaleza para seguir el buen camino hasta que había conocido a nuestros misioneros. Durante las semanas que le enseñaron, le había suplicado al Señor que la perdonara. Ella deseaba que yo le asegurara que mediante el arrepentimiento y las ordenanzas del bautismo y de la recepción del Espíritu Santo ella podría ser limpia y digna de ser miembro de la Iglesia. Le enseñé de las Escrituras y le expresé mi testimonio del principio del arrepentimiento y de la Expiación.

Al día siguiente mi esposa y yo asistimos a su bautismo y al de su hijita. El salón estaba lleno de amigos de su barrio que estaban listos y dispuestos a apoyarla como nuevo miembro de la Iglesia. Al salir del servicio, me invadió un sentimiento de gratitud por el magnífico principio del arrepentimiento y por la Expiación que lo hace posible; por el milagro de la conversión, por esta gran Iglesia y sus miembros, y por nuestros misioneros.

¿Qué significa para mí el ser miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días? Significa todo; influye en mí, le da vida, está presente y le da propósito y significado a todo lo que es importante para mí: mi relación con Dios, mi Padre Eterno, y con Su Santo Hijo, el Señor Jesucristo. Me enseña que mediante la obediencia a los principios y ordenanzas del Evangelio, encontraré paz y felicidad en esta vida, y se me invitará a vivir con mi familia en la presencia de Dios, en la vida que seguramente seguirá a la vida terrenal, donde Su misericordia satisfará las exigencias de la justicia y me ceñirá a mí y a los míos, y a ustedes y a los suyos, con brazos de seguridad3. De ello testifico, en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Joseph P. Healey, “Repentance”, en The Anchor Bible Dictionary, ed. David Noel Freedman, Vol. VI, 1992, Tomo 5, pág. 671.

  2. Jeremías 3:12–13.

  3. Véase Alma 34:16.