2000–2009
Su misión cambiará todo
Abril 2006


Su misión cambiará todo

Vengan y formen parte de la generación más grandiosa de misioneros que el mundo haya conocido.

Ha transcurrido un año desde que fui sostenido en la conferencia general. Estoy agradecido por este año que ha pasado y por todas las experiencias que he tenido. Amo al Señor y estoy muy agradecido por Su sacrificio y Su Evangelio. Amo al presidente Hinckley y lo sostengo como el profeta del Señor aquí en la tierra. Junto a los santos fieles de todas partes, testifico que en esta época tenemos profetas y apóstoles, y prometo dedicar mi vida a Su causa.

Hace algunos años entrevistaba a unos misioneros y durante todo el día cayó una tormenta de invierno mientras los misioneros entraban y salían. La tormenta se tornó de lluvia helada en nieve y de nuevo en lluvia. Algunos misioneros llegaban en tren desde ciudades cercanas y caminaban al centro de reuniones en medio de la tormenta; otros llegaban en bicicleta. Casi sin excepción, estaban alegres y contentos; eran los misioneros del Señor; tenían Su Espíritu y gozaban al estar en Su servicio a pesar de las circunstancias.

A medida que cada pareja de compañeros terminaba su entrevista, nunca olvidaré el verlos salir de nuevo en medio de la tormenta a predicar el Evangelio y hacer lo que el Señor les había mandado. Veía su responsabilidad y dedicación; podía sentir el amor que tenían por la gente y por el Señor. Al verlos alejarse, sentí un amor muy grande por ellos y por lo que hacían.

Más tarde esa noche, asistí a una reunión del sacerdocio en la misma ciudad. La tormenta seguía y ahora más bien era nieve. Durante el primer himno, el presidente de la rama más pequeña y más alejada, así como sus dos consejeros misioneros, el élder Warner y el élder Karpowitz, entraron en la capilla. Ante de sentarse, esos dos maravillosos misioneros se quitaron el sombrero y los guantes de invierno, sus abrigos y luego se quitaron un segundo abrigo de invierno y se sentaron. Al igual que los misioneros que había visto antes ese día, éstos eran felices a pesar de las condiciones del tiempo; sentían el Espíritu del Señor en su vida. Por medio del servicio en la causa del Señor sentían cierto amor, entusiasmo y gozo que son difíciles de describir.

Aquella noche, mientras observaba a esos fantásticos jóvenes misioneros, tuve una experiencia extraordinaria. En mi imaginación, veía a misioneros por toda la misión que salían en esa noche invernal. Algunos tocaban puertas y se enfrentaban al rechazo, mientras trataban de enseñar el Evangelio de Jesucristo; otros se encontraban en casas o apartamentos donde enseñaban a personas y a familias. A pesar de las circunstancias que tenían que enfrentar, se esforzaban al máximo por enseñar el Evangelio de Jesucristo a quienes quisieran escuchar, y estaban contentos. Entonces me llegó al corazón un sentimiento que no puedo explicar del todo.

Mediante el maravilloso don del Espíritu, sentí Su amor, el amor puro de Cristo, que Él tiene por los misioneros fieles de todas partes y eso me cambió para siempre. Comprendí lo valioso que es cada misionero para Él. Vi un ejemplo de lo que los profetas describirían como la generación más grandiosa de misioneros que haya existido en la historia del mundo (véase Russell M. Ballard, “La generación más grandiosa de misioneros”, Liahona, noviembre de 2002, pág. 47). Empecé a entender por qué fue necesario elevar el nivel de los requisitos para que en todas partes los misioneros tuvieran derecho a la protección, la guía y la felicidad que proceden del Espíritu del Señor. También empecé a comprender por qué, como padres, obispos, presidentes de estaca y líderes, debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance por ayudar a los jóvenes de la Iglesia a ser dignos de las bendiciones del servicio misional.

Al hablar de sus propias experiencias misionales, el presidente Hinckley describió lo que sucede en el corazón de todo misionero que dedica su vida y sus labores al Señor. Eran los primeros días de su misión y se sentía desalentado. La obra era difícil y la gente no estaba dispuesta a escuchar; sin embargo, llegó un momento en que el desaliento se convirtió en dedicación. Para él, todo comenzó al llegar una carta de su padre en la que leyó: “Querido Gordon: Recibí tu carta… Tengo una sola sugerencia: Olvídate de ti mismo y ponte a trabajar”. Al describir lo que sucedió luego, dijo:

“Me arrodillé en aquel pequeño dormitorio… e hice la promesa de que daría de mí mismo al Señor. El mundo entero cambió para mí; se disiparon las tinieblas, el sol comenzó a brillar en mi vida; ahora tenía un nuevo interés. Vi la belleza de esa tierra; vi la grandeza de la gente. Todo lo que me ha sucedido desde entonces y que ha sido bueno se debe a la decisión que tomé en aquella pequeña casa…” (“Missionary Theme Was Pervasive during Visit of President Hinckley”, Church News, 9 de septiembre de 1995, pág. 4).

El presidente Hinckley continúa diciendo: “¿Desean ser felices? Olvídense de ustedes mismos y piérdanse en esta gran causa y dirijan sus esfuerzos a ayudar a la gente…” (Church News, 9 de septiembre de 1995).

A todos los hombres jóvenes les digo: “¿Quieren ser felices?”. Si es así, vengan y únanse a nosotros; somos 52.000 hasta ahora y seguimos aumentando, y sirvan a su prójimo como misioneros del Señor. Comprométanse a dar dos años de su vida al Señor. El hacerlo cambiará todo; serán felices; las tinieblas se disiparán; llegarán a amar la cultura y a la gente a quienes se les haya llamado a servir. La obra será difícil, pero también habrá grandes satisfacciones y gozo. Si son fieles durante la misión y después de ella, mirarán hacia atrás y dirán, al igual que el presidente Hinckley: “Todo lo que me ha sucedido desde entonces y que ha sido bueno se debe a la decisión de servir en una misión y ofrecer mi vida al Señor”.

El presidente Hinckley nos ha recordado que no sólo los jóvenes élderes tienen derecho a esas bendiciones. Los matrimonios misioneros sirven de forma maravillosa y se les necesita muchísimo. Aunque las hermanas jóvenes no están obligadas a prestar servicio, el Presidente ha dicho: “Necesitamos algunas jóvenes; ellas realizan un trabajo destacable…” (“A los obispos de la Iglesia”, Reunión Mundial de Capacitación de Líderes, 19 de junio de 2004, pág. 27). Además, sabemos que hay personas a quienes, por razones de salud o de otra índole, se les exime honorablemente de servir. Las amamos y sabemos que nuestro Padre Celestial les proporcionará bendiciones que las compense mientras presten servicio de otras maneras y vivan fielmente.

Hace un año, el élder Ballard pidió a los padres, a los obispos y a los presidentes de rama que colaboraran a fin de ayudar por lo menos a un joven más, además de los que normalmente se prepararían para servir, a ser digno para ser llamado, de cada barrio y rama de la Iglesia (véase M. Russell Ballard, “Uno más”, Liahona, mayo de 2005, pág. 70). Muchas personas han respondido. Como líderes, todos deberíamos redoblar nuestros esfuerzos para seguir esa inspirada petición.

Hermanos y hermanas, muchos buenos obispos han estado haciendo desde hace mucho tiempo lo que el élder Ballard ha pedido. Hace treinta y seis años, el obispo Frank Matheson llamó a mi casa y me invitó a que fuera a su despacho. Debido a las circunstancias por las que pasaba el mundo en aquel entonces, el número de misioneros que se podía enviar de un barrio era limitado, pero había disponible una vacante y él tenía la responsabilidad de recomendar a un misionero más. Me dijo que él y sus consejeros habían estado orando, y que había sentido la impresión de que ahora era el momento en el que el Señor quería que yo fuera a la misión. Me quedé atónito. Nunca antes nadie me había dicho que el Señor tuviera algo que quisiera que yo hiciese. Sentí que el Espíritu del Señor me testificaba que debía ir y que debía ir ahora. Le dije al obispo: “Si el Señor quiere que sirva en una misión, entonces iré”.

Y todo cambió para mí. Las tinieblas en verdad se disiparon y llegaron a mi vida el gozo y la felicidad. De una manera u otra, todo lo bueno que me ha pasado desde ese día ha resultado de la promesa que hice de servir al Señor y a Sus hijos y de dar dos años de mi vida a Su servicio.

Digo nuevamente: Vengan y únanse a nosotros; vengan y sean puros; vengan y sean felices. Vengan y experimenten la única cosa que el Señor ha dicho que es de “mayor valor” (D. y C. 15:6) para ustedes en esta época de su vida. Vengan y formen parte de la generación más grandiosa de misioneros que el mundo haya conocido.

Ésta es la obra del Señor. Nuestro Padre Celestial vive, y Su Hijo Jesucristo guía y dirige esta obra hoy en día. Testifico de ello en el nombre de Jesucristo. Amén.