2000–2009
Mirad a vuestros pequeñitos
Octubre 2006


Mirad a vuestros pequeñitos

En el mundo actual, los niños necesitarán… que cada uno de nosotros los proteja, les enseñe y los ame.

Al prestar servicio en este llamamiento, he encontrado nuevas amistades: Eliza puede cantar muchas canciones de la Primaria. Lucas está aprendiendo los Artículos de Fe en español; Caitlyn es tímida, pero inquisitiva. En la Primaria me senté al lado de Martha y ella me tomó del brazo. Estos niños reflejan la luz del evangelio en su rostro.

¿Quiénes son los niños que viven en la casa o en el vecindario de ustedes? Véanlos; piensen en ellos. El Salvador nos enseña que para entrar en el reino de Dios debemos volvernos como un niño, “sumiso, manso, humilde, paciente [y] lleno de amor…” (Mosíah 3:19).

Pero no importa con cuánta fe vengan los niños a nosotros, hacen frente a los desafíos de un mundo caído. ¿Qué hay que hacer para que esos niños conserven la luz de la fe en su mirada? Sabemos que en la vida de un niño nada puede reemplazar a una familia recta, en el mundo actual, los niños necesitarán no sólo una madre y un padre dedicados, sino que necesitarán que cada uno de nosotros los proteja, les enseñe y les ame.

Hermanos y hermanas, proteger a los niños significa proporcionar un ambiente que invite al Espíritu en la vida de ellos y lo reafirme en su corazón. Eso elimina automáticamente cualquier forma de indiferencia, descuido, maltrato, violencia o explotación.

Y si bien las condiciones de depravación son más graves, también protegemos a los niños de otras condiciones perjudiciales, como las expectativas demasiado altas o demasiado bajas, del consentirlos de manera excesiva, de demasiadas actividades y del egocentrismo. Cualquier extremo entorpece la facultad del niño de reconocer al Espíritu Santo, de confiar en Él y de ser guiado por Él.

Los niños son receptivos a las verdades del Evangelio más que en cualquier otra época, y la protección de la niñez es, literalmente, la oportunidad que se tiene una vez en la vida de enseñar y de fortalecer a los niños para que elijan lo correcto.

Es fácil saber qué enseñar. Las Escrituras y nuestros profetas nos dicen claramente lo que debemos enseñar a nuestros hijos. Nefi lo resume en este versículo: “Y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo,… para que nuestros hijos sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados” (2 Nefi 25:26).

Sabiendo que debemos enseñar acerca de Cristo y de Su Evangelio, ¿cómo lo hacemos? Empecemos por seguir el consejo de nuestros profetas y darnos el tiempo en nuestro hogar para realizar la oración familiar, el estudio de las Escrituras y la noche de hogar. ¿Hemos oído ese consejo tantas veces que nos parece demasiado sencillo?, o ¿estamos tan ocupados que el añadir una cosa más parece algo muy difícil? Les testifico que incluso cuando nuestra adoración familiar parezca ineficaz, la simple obediencia invita a las bendiciones del Señor.

De hecho, la obediencia personal y el ser un ejemplo en todos los aspectos de nuestra vida son lecciones supremas del Evangelio para nuestros hijos. De modo que estudiemos, aprendamos y pongamos el Evangelio en práctica. No podemos enseñar principios que no conozcamos y que no practiquemos. Los niños disciernen más rápido de lo que pensamos la clase de personas que somos y lo que hay en nuestro corazón.

De modo que amen a los niños. Recuerdo haberme sentido amada cuando era niña y, por esa razón, me fue fácil creer que el Salvador también me amaba. Los niños florecen en aquellos hogares en los que los padres entienden que “tienen la responsabilidad sagrada de educar a sus hijos dentro del amor y la rectitud” (“La Familia: Una proclamación para el mundo”, Liahona, octubre de 2004, pág. 49).

Pero todos podemos ayudar. Estén al tanto de los niños a su alrededor y sepan cómo se llaman; después visiten, escuchen, afirmen, guíen, edifiquen, presten servicio y compartan su testimonio. Su amor podrá llevar a un niño hacia el amor del Salvador.

Vasily es un niño que se pasa la mayor parte del tiempo en las calles, sin el apoyo de sus padres en su búsqueda de la verdad; él encontró una pequeña rama de la Iglesia en el pueblo y asistió a todas las actividades que allí se efectuaban. Llevó también a sus tres hermanitos y a otros amigos que lo acompañaron a la Primaria. De hecho, en un tiempo, la Primaria más grande de esa región la integraban esos niños que no son miembros de la Iglesia. Ellos se sintieron atraídos a la verdad, y la luz del Evangelio comenzó a reflejarse en sus semblantes. Todos los miembros de esa pequeña rama, incluso la juventud, los jóvenes mayores, misioneros, maestros y líderes del sacerdocio acogieron a esos niños, los protegieron, les enseñaron y los amaron. Piensen en los niños de su vecindad o clase de la Primaria. ¿Quiénes son los niños de su barrio o rama? ¿Hay alguno que los necesita, como Vasily?

Cuando pienso en esos niños pequeños y en otros como ellos, me llena de esperanza el relato de la visita del Salvador al continente Americano. Recordarán que antes de la aparición del Señor hubo tempestades, terremotos, incendios y tres días de densa oscuridad (véase 3 Nefi 8). Muchas veces me he puesto a pensar en los niños que vivieron estos acontecimientos y sólo me imagino el temor y la preocupación que sentían los padres.

Y luego apareció el Salvador y mandó a la multitud “que trajesen a sus niños pequeños” a Él (3 Nefi 17:11). ¡Cuán ansiosos debieron estar esos padres por llevar a sus hijos al Salvador! Entonces vieron cómo el Salvador lloró por sus niños, los bendijo uno por uno, oró al Padre por ellos e hizo que bajaran ángeles para que les ministraran (véase 3 Nefi 17:21,24). Este relato nos recuerda que el Salvador es el gran protector, el maestro supremo y la fuente eterna de amor y sanidad.

Al encontrarnos rodeados de la oscuridad actual, también se nos manda traer a nuestros niños al Salvador, y como nos ha recordado el élder Ballard: “…fue a nosotros a quienes Dios llamó para que rodeáramos a los niños de esta época con amor y con la luz de la fe, como también con el conocimiento de saber quiénes son en realidad” (véase “Mirad a vuestros pequeñitos”, Liahona, octubre de 1994, pág. 40).

Hermanos y hermanas, como madre y líder de la Primaria, sé que esa labor con los niños no es fácil. El proteger, enseñar y amar a los niños puede ser difícil, a menudo desalentador, a veces agotador y de vez en cuando pasa mucho tiempo antes de que veamos los frutos de nuestros esfuerzos; pero precisamente porque no es fácil traer a los niños al Salvador es que debemos venir a Él nosotros mismos.

Al acudir a Él y a Su Espíritu para que nos den ayuda, presenciaremos un milagro. Reconoceremos que nuestro corazón está cambiando y que nosotros también estamos siendo “sumisos, mansos, humildes, pacientes [y] llenos de amor” (Mosiah 3:19). Nosotros también reflejaremos la luz del Evangelio en nuestro semblante; nosotros llegaremos a entender estas palabras del Salvador: “Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe” (Mateo 18:5).

Amo al Salvador y testifico de Su poder redentor por mí, por ustedes y por nuestros niños. En el nombre de Jesucristo. Amén.