2000–2009
El discipulado
Octubre 2006


El discipulado

Una de las mayores bendiciones de la vida y de la eternidad es ser contado como uno de los devotos discípulos del Señor Jesucristo.

Una gran multitud seguía al Salvador cuando ministraba en las costas del mar de Galilea, y para que más gente pudiera oírlo, se subió a la barca de Pedro y pidió que lo alejaran un poco de la orilla. Al concluir Sus palabras, le dijo a Pedro, quien había estado pescando toda la noche sin éxito, que se adentrara en el lago y arrojara las redes en aguas más profundas. Pedro obedeció, y atrapó tantos peces que las redes se rompieron; luego llamó a sus compañeros, Santiago y Juan, para que fueran a ayudarlo. Todos estaban sorprendidos por la gran cantidad de peces que habían atrapado. Jesús le dijo a Pedro: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”. Lucas nos dice: “Y cuando trajeron a tierra las barcas, dejándolo todo, le siguieron”1. Así se convirtieron en discípulos del Señor.

Las palabras discípulo y disciplina proceden de la misma raíz latina discipulus, que significa alumno. Ese término resalta la práctica o el ejercicio. La autodisciplina y el autodominio son características constantes y permanentes de los seguidores de Jesús, como lo demostraron Pedro, Santiago y Juan, quienes “dejándolo todo, le siguieron”.

¿En qué consiste el discipulado? Básicamente en obediencia al Salvador, aunque incluye muchas cosas, como la castidad, el diezmo, la noche de hogar para la familia, la obediencia a todos los mandamientos o el despojarse de cualquier cosa que no sea buena para nosotros. Todo en la vida tiene un precio. Si se tiene en cuenta la gran promesa del Salvador de recibir paz en esta vida y la vida eterna, el discipulado es un precio que vale la pena pagar; es un precio que no podemos darnos el lujo de no pagar. En comparación, los requisitos del discipulado son mucho menos que las bendiciones prometidas.

Los discípulos de Cristo reciben el llamamiento no sólo de abandonar las cosas del mundo, sino de llevar la cruz diariamente. Llevar la cruz significa obedecer Sus mandamientos y edificar Su Iglesia en la tierra, así como tener dominio de uno mismo2. Jesús de Nazaret nos enseñó: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame”3. “Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo”4.

La letra de una hermosa canción de la Primaria resuena en todo aquel que sigue al Maestro:

Yo trato de ser como Cristo

y hacer lo que hizo Él.

El mismo amor que él mostró

yo quiero mostrar también5.

Consideremos algunas de las cosas que hizo Jesús y que nosotros podemos imitar:

  1. Jesús “anduvo haciendo bienes”6. Todos podemos hacer algo bueno cada día, por un familiar, un amigo o hasta por alguien desconocido, si tan sólo buscamos esas oportunidades.

  2. Jesús fue el Buen Pastor que cuidaba de Su rebaño y se interesaba por las ovejas perdidas7. Podemos buscar a las personas que están solas o a los menos activos y ofrecerles nuestra amistad.

  3. Jesús tuvo compasión por muchas personas, incluso por un pobre leproso8. Nosotros también podemos ser compasivos. En el Libro de Mormón se nos recuerda que debemos “llorar con los que lloran”9.

  4. Jesús dio testimonio de Su misión divina y de la gran obra de Su Padre. En cuanto a nosotros, todos podemos “ser testigos de Dios en todo tiempo”10.

  5. Jesús invitó “a los niños venir a [Él]”11. Nuestros hijos necesitan nuestra atención y amor, así como nuestro cuidado.

Los verdaderos seguidores del Salvador deben estar preparados para dar la vida, y algunos han tenido el privilegio de hacerlo. En Doctrina y Convenios se nos aconseja:

“Ningún hombre tema dar su vida por mi causa; porque quien dé su vida por mi causa, la hallará de nuevo.

“Y el que no esté dispuesto a dar su vida por mi causa no es mi discípulo”12.

En el libro de Hechos leemos el relato sobre Esteban, el discípulo que era “lleno de gracia y de poder, [y] hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo”13. Esteban se encontró con un grupo hostil en Jerusalén que lo acusó falsamente de blasfemia aun cuando fue transfigurado delante de ellos. Esteban testificó de la divinidad del Salvador y cuando llamó a la multitud al arrepentimiento, varios lo atacaron. “Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios”14. Y cuando estaba a punto de morir a causa de que lo apedreaban, las últimas palabras que salieron de sus labios fueron: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado”15.

En los primeros días de la Iglesia en México, dos fieles líderes que eran discípulos de Cristo se convirtieron en mártires a causa de su creencia. Sus nombres eran Rafael Monroy y Vicente Morales.

Durante la revolución mexicana, Rafael Monroy era el presidente de la pequeña Rama San Marcos, México, y Vicente Morales era su primer consejero. El 17 de julio de 1915, ambos fueron apresados por los zapatistas y se les dijo que serían liberados en cuanto entregaran sus armas y renunciaran a su extraña religión. El hermano Monroy les dijo a sus captores que no tenían armas y sacó una Biblia y un Libro de Mormón del bolsillo, y agregó: “Caballeros, éstas son las únicas armas que llevo conmigo; son las armas de la verdad contra el error”.

Al no encontrar arma alguna, ambos hermanos fueron cruelmente torturados para obligarlos a confesar dónde ocultaban las armas. Pero no las había. Fueron escoltados a las afueras del pueblo, donde sus captores los sujetaron a un fresno frente a un pelotón de fusilamiento. El oficial a cargo les ofreció la libertad si renunciaban a su religión y se unían a los zapatistas, a lo que el hermano Monroy contestó: “Mi religión vale para mí más que la vida, y no puedo renunciar a ella”.

Se les comunicó que iban a ser fusilados y se les preguntó si tenían alguna petición. El hermano Rafael pidió que le permitieran orar antes de ser ejecutado. Allí mismo, en presencia de sus ejecutores, se arrodilló, y con una voz que todos pudieron oír, pidió a Dios que protegiera y bendijera a sus seres queridos, así como a su pequeña rama que iba a quedar sin su líder. Al término de la oración, empleó las palabras del Salvador cuando fue colgado en la cruz y rogó por sus ejecutores: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”16. Entonces el pelotón de fusilamiento disparó contra los hermanos Monroy y Morales17.

Hace unos años viajé a México para reorganizar una presidencia de estaca. Mientras dirigía las entrevistas tuve el privilegio de conocer a uno de los descendientes de Rafael Monroy. Quedé impresionado por su fuerte testimonio y su grado de dedicación al Evangelio. Cuando le pregunté qué había pasado con el resto de los descendientes del hermano Monroy, me dijo que muchos habían sido misioneros y que seguían fieles en la Iglesia.

En los primeros días de la Iglesia, hubo otros discípulos, además de José Smith y de su hermano Hyrum, que también dieron su vida por el Evangelio de Jesucristo. La fidelidad de Edward Partridge, el primer obispo de la Iglesia, es evidente en Doctrina y Convenios18. El 20 de julio de 1833, Edward estaba sentado en casa con su débil esposa, que acababa de dar a luz. Tres integrantes de un populacho irrumpieron en la casa y lo arrastraron a la calle y luego a la plaza, donde ya se encontraba Charles Allen. Una turba de unas 300 personas exigió, a través de un portavoz, que Edward y Charles renunciaran a su fe en el Libro de Mormón o abandonaran el condado. Edward Partridge respondió: “Si he de sufrir por mi religión, no es más de lo que otros han sufrido antes que yo. No soy consciente de haber ofendido a nadie en este condado, por lo que no admito que deba irme. No he hecho nada que resulte ofensivo. Si ustedes me lastiman, estarán lastimando a un hombre inocente”. Entonces el populacho embadurnóa Edward y a Charles de pies a cabeza con brea caliente que tenía carbonato de potasio, un ácido que deshace la carne, y luego les lanzaron plumas que se pegaron a la brea19.

Años más tarde, el profeta José Smith describió la muerte de Edward, a la edad de 46 años, con estas palabras: “Perdió la vida en las persecuciones de Misuri, y su sangre, junto con la de otros, será demandada de las manos de sus enemigos”20. Edward Partridge dejó un legado que perdura en una numerosa y recta posteridad.

Sin embargo, a la mayoría de nosotros no se nos requiere morir por la Iglesia, sino vivir por ella. Para muchos, llevar cada día una vida cristiana puede llegar a ser más difícil que entregar la vida. Durante la guerra aprendí que muchos hombres eran capaces de grandes actos de desinterés, heroísmo y nobleza sin importarles su vida. Pero al término de la guerra, y tras haber regresado a casa, no eran capaces de soportar las cargas de la vida cotidiana y se convirtieron en esclavos del tabaco, el alcohol, las drogas y la inmoralidad, lo que al final los llevó a perder la vida.

Algunos pueden decir: “Soy una persona sencilla, desconocida y poco importante. Soy nuevo en la Iglesia y mis talentos y habilidades son limitados. Hay poco que pueda aportar”. O tal vez digan: “Soy muy viejo para cambiar. Ya he vivido la vida. ¿Por qué debería hacerlo?”. Nunca es demasiado tarde para cambiar. El discipulado no significa cargos importantes, riqueza ni un conocimiento avanzado. Los discípulos de Jesús procedían de orígenes muy variados. Sin embargo, el discipulado sí requiere que erradiquemos la transgresión y disfrutemos de lo que el presidente Spencer W. Kimball llamó “el milagro del perdón”21. Eso sólo se obtiene por medio del arrepentimiento, por el cual abandonamos el pecado y decidimos cada día ser seguidores de la verdad y la rectitud. Jesús enseñó: “¿Qué clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo soy”22.

Muchos creen que el precio del discipulado es demasiado alto y gravoso. Para algunos significa renunciar a demasiado, pero la cruz no siempre es tan pesada como parece. Por medio de la obediencia desarrollamos más fuerza para llevarla.

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.

“Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas;

“porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga”23.

Seremos verdaderos discípulos cuando podamos decir con certeza que Sus caminos son nuestros caminos.

Las bendiciones del discipulado están al alcance de todo el que esté dispuesto a pagar el precio. El discipulado da sentido a nuestra vida para que, en vez de vagar sin rumbo, caminemos con firmeza por el sendero estrecho y angosto que nos lleva de regreso a nuestro Padre Celestial. El discipulado nos brinda consuelo, paz de conciencia y gozo al servir, lo cual nos ayuda a ser más como Jesús.

Gracias al discipulado del Salvador llegamos a comprender y a creer, en nuestra mente y en nuestro corazón, los principios y las ordenanzas salvadoras de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Gracias al discipulado llegamos a apreciar la profunda misión del profeta José Smith, quien restauró dichos principios en nuestra época. Nos regocija que las llaves del sacerdocio y su autoridad hayan pasado por todos los Presidentes de la Iglesia, desde el profeta José Smith hasta nuestro profeta actual, el presidente Gordon B. Hinckley.

Estamos agradecidos porque como discípulos del Salvador disfrutamos con alegría, felicidad y plenitud de Su promesa de “paz en este mundo”24. Gracias a nuestro discipulado podemos recibir la fortaleza espiritual que necesitamos para enfrentar los retos de la vida.

Una de las mayores bendiciones de la vida y de la eternidad es ser contado como uno de los devotos discípulos del Señor Jesucristo. Tengo un profundo testimonio de esa verdad, de la cual testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Véase Lucas 5:1–11.

  2. Véase Alma 39:9, nota “b” al pie de página.

  3. Lucas 9:23.

  4. Lucas 14:27.

  5. “Yo trato de ser como Cristo”, Canciones para los niños, págs. 40–41.

  6. Hechos 10:38.

  7. Véase Mateo 15:24; Juan 10:1–12.

  8. Véase Marcos 1:40–42.

  9. Mosíah 18:9.

  10. Mosíah 18:9.

  11. Marcos 10:14.

  12. D. y C. 103:27–28.

  13. Hechos 6:8.

  14. Hechos 7:55.

  15. Hechos 7:60.

  16. Lucas 23:34.

  17. Véase Rey L. Pratt, “A Latter-day Martyr”, Improvement Era, junio de 1918, págs. 720–726.

  18. Véase D. y C. 124:19.

  19. Véase B. H. Roberts, A Comprehensive History of the Church, tomo 1, pág. 333; Andrew Jenson, Latter-day Saint Biographical Encyclopedia, 4 tomos, 1901–1936, tomo 1, pág. 220.

  20. History of the Church, tomo 4, pág. 132.

  21. Véase El milagro del perdón, pág. 370.

  22. 3 Nefi 27:27.

  23. Mateo 11:28–30.

  24. D. y C. 59:23.