2000–2009
El ser receptivos al Espíritu
Octubre 2006


El ser receptivos al Espíritu

Si nos concentramos en buscar y en recibir el Espíritu, nos preocuparemos menos de que el maestro o el orador capten nuestra atención y nos importará más prestar atención al Espíritu.

Una mañana, cuando servía como misionero en Beaumont, Texas, mi compañero enfermó y tuvo que descansar. Siguiendo el consejo de nuestro presidente de misión ante tales situaciones, puse una silla junto a la ventana abierta de nuestro apartamento, ubicado en el cuarto piso, y comencé a leer el Libro de Mormón.

En seguida me sumergí en las Escrituras y, al cabo de un rato, llegué a Alma capítulo 29, versículos 1 y 2:

“¡Oh, si fuera yo un ángel y se me concediera el deseo de mi corazón, para salir y hablar con la trompeta de Dios, con una voz que estremeciera la tierra, y proclamar el arrepentimiento a todo pueblo!

“Sí, declararía yo a toda alma, como con voz de trueno, el arrepentimiento y el plan de redención: Que deben arrepentirse y venir a nuestro Dios, para que no haya más dolor sobre toda la superficie de la tierra”.

Al meditar en las palabras de Alma, éstas se convirtieron en algo muy personal. Mi compañero y yo habíamos tocado cientos de puertas en Beaumont, ofreciendo dar nuestro mensaje, aunque con poco éxito. En mi mente, comencé a imaginar qué pasaría si yo fuese un ángel y pudiese llamar al arrepentimiento con una voz que hiciese temblar la tierra. Miré por la ventana hacia abajo y vi a la gente que iba y venía por la calle. Me imaginé qué pasaría si me pusiese allí mismo de pie brillando como un ángel, con las manos en alto, y les hablara con una voz de trueno. Me imaginé que los edificios temblaban y que la gente caía a tierra. En tales circunstancias, pensé que quizás, ¡surgiría en ellos el repentino deseo de escuchar lo que yo tenía que decirles!

Pero luego leí el siguiente versículo:

“Mas he aquí, soy hombre, y peco en mi deseo; porque debería estar conforme con lo que el Señor me ha concedido” (versículo 3).

Fue una lección de humildad darme cuenta de que el Señor ama a todos Sus hijos y tiene un plan para Su obra. Mi trabajo consistía en hacer mi parte.

También continuó la lección de humildad al darme cuenta de algo más. En aquel momento yo supe que lo que leía no era ficción, sino que era real. De manera tranquila y callada, mientras leía, me había llenado de luz y de la comprensión de que Alma era una persona real, que había vivido, y que él también había tenido el profundo deseo de dar a conocer el mensaje del Evangelio a otras personas.

Si en aquel momento me hubiesen preguntado: “¿Sabes que esto es verdad?”, habría contestado: “¡Sin ninguna duda!”. En aquel instante se me hizo manifiesto que estaba recibiendo un testimonio espiritual de la veracidad del Libro de Mormón.

Al reflexionar en aquella experiencia, y en otros muchos testimonios que he recibido desde entonces, he llegado a comprender mejor lo vitalmente importante que es recibir por medio del Espíritu. Con frecuencia nos concentramos, y así debe ser, en la importancia de enseñar por medio del Espíritu; no obstante, debemos recordar que el Señor le ha dado igual relevancia, si acaso no mayor, al hecho de recibir por medio del Espíritu (véase D. y C. 50:17–22).

Esa recepción es una de las características fundamentales del Evangelio. Se expone en la misma ordenanza por medio de la cual somos confirmados miembros de la Iglesia. En esta ordenanza se nos dice “recibe el Espíritu Santo”. Ésta es una invitación formal a actuar para recibir este gran don.

A medida que he ido comprendiendo este principio, he descubierto que las Escrituras están repletas de la doctrina del recibir. Tal y como ha indicado el presidente Boyd K. Packer: “Ningún otro mensaje aparece en las Escrituras más veces ni en más variadas formas que el que dice ‘pedid y recibiréis’ ” (“La reverencia inspira la revelación”, Liahona, enero de 1992, pág. 23).

En la esencia misma de nuestra probación terrenal, se halla la opción de recibir a Jesús como el Cristo. El apóstol Juan enseñó:

“A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.

“Mas a todos los que le recibieron… les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:11–12).

Uno no puede menos que preguntarse cuántos son los dones y las bendiciones que nos rodean, pero que no recibimos. El Señor ha dicho: “Porque, ¿en qué se beneficia el hombre a quien se le confiere un don, si no lo recibe? He aquí, ni se regocija con lo que le es dado, ni se regocija en aquel que le dio la dádiva” (D. y C. 88:33).

Durante las reuniones de la Iglesia, durante el estudio de las Escrituras, tanto personal como en familia, e incluso en el día de hoy, al escuchar a los profetas y apóstoles del Señor, algunos “recibiremos” más que otros. ¿Por qué? He llegado a la conclusión de que quienes en verdad reciben hacen al menos tres cosas que quizás los demás no hagan.

En primer lugar, buscan. El mundo en el que vivimos es un mundo dominado por el entretenimiento, un mundo “espectador”. Sin darnos cuenta, quizás acudimos a la conferencia o asistimos a la Iglesia con la actitud de: “Aquí me tienen; ahora, inspírenme”. Llegamos a ser espiritualmente pasivos.

Si nos concentramos en buscar y en recibir el Espíritu, nos preocuparemos menos de que el maestro o el orador capten nuestra atención y nos importará más prestar atención al Espíritu. Recuerden que “recibir” es un verbo, es un principio de acción, es una expresión fundamental de la fe.

En segundo lugar, los que reciben, sienten. Aun cuando la revelación acude a la mente y al corazón, la mayoría de las veces se siente. Mientras no aprendamos a prestar atención a esos sentimientos espirituales, por lo general, ni siquiera reconoceremos al Espíritu.

En una reciente conversación que tuve con una de mis nueras, ella mencionó que incluso podemos ayudar a los niños más pequeños a discernir estos sentimientos que proceden del Espíritu. Podemos hacerles preguntas como éstas: “¿Qué sientes cuando leemos juntos esta Escritura?”; “¿Qué percibes que te está diciendo el Espíritu que hagas?”. Ésas son buenas preguntas para todos; demuestran el deseo de recibir.

En tercer lugar, los que reciben por medio del Espíritu tienen la intención de actuar. Tal y como indicó el profeta Moroni, para recibir un testimonio del Libro de Mormón, debemos pedir “con verdadera intención” (véase Moroni 10:4). El Espíritu enseña si tenemos la sincera intención de hacer algo con respecto a lo que hayamos aprendido.

Al volver a leer lo que escribí en mi diario, con objeto de comprender y de aprender más de la experiencia que tuve como misionero, me he dado cuenta de que aunque ya había leído el Libro de Mormón antes, lo que ocurrió en Beaumont aquella mañana fue diferente porque yo también era diferente. Aun siendo inexperto, al menos en aquella ocasión, yo intentaba con toda sinceridad buscar y sentir, y mi intención era actuar con fe de acuerdo con lo que había aprendido. Ahora sé que esos testimonios están a disposición de todos nosotros de forma habitual, si es que los recibimos.

El Libro de Mormón es la palabra de Dios. Jesús es el Cristo. El Evangelio ha sido restaurado y en verdad nos hallamos en presencia de profetas y apóstoles modernos.

Ruego que en este día y siempre, aprendamos a recibir de un modo más eficaz, a fin de que nos regocijemos tanto en el don como en “aquel que… dio la dádiva”.

En el nombre de Jesucristo. Amén.