2000–2009
La fe que mueve montañas
Octubre 2006


La fe que mueve montañas

Lo que más necesitamos es una mayor fe. Sin ella, la obra podría quedar estancada; pero con ella, nadie puede detener su progreso.

Mis hermanos y hermanas, permítanme hablarles primero de un asunto personal.

El Presidente de la Iglesia pertenece a toda la Iglesia y su vida no es suya. Su misión es la de prestar servicio.

Como todos ustedes ya saben, estoy un tanto entrado en años. Cumplí los 96 el pasado junio. Me he enterado por varias fuentes de que se especula bastante acerca de mi salud y me gustaría aclararles cómo está en realidad. Si llego a durar unos meses más, habré servido a una edad más avanzada que cualquier otro presidente de la Iglesia. No lo digo con jactancia sino lleno de agradecimiento. El pasado enero se me sometió a una seria intervención quirúrgica. Fue una experiencia difícil para alguien como yo, que nunca antes había estado hospitalizado; después, surgió la pregunta de si debía o no recibir más tratamiento médico; y opté por hacerlo. Los médicos dijeron que los resultados habían sido milagrosos; pero yo sé que éstos se debieron a las muchas oraciones que ustedes ofrecieron por mí, por lo que me siento profundamente agradecido.

El Señor me ha permitido vivir, aunque no sé por cuánto tiempo. Pero sea cual sea, seguiré dando lo mejor de mí para realizar la obra que se me ha encomendado. No es fácil presidir una Iglesia tan grande y compleja, donde la Primera Presidencia debe estar al tanto de todo. Sin su aprobación, no se toma ninguna decisión importante ni se realizan gastos de los fondos. La responsabilidad y el estrés son grandes.

Pero seguiremos adelante hasta que el Señor lo desee. Como dije en la conferencia de abril, estamos en Sus manos. Me siento bien, tengo una salud considerablemente buena; pero, cuando llegue el momento de que deba haber un sucesor, el cambio se hará sin dificultades y de acuerdo con la voluntad de Él, porque ésta es Su Iglesia. Por tanto, seguimos adelante con fe; y la fe es el tema del cual deseo hablarles esta mañana.

Desde sus comienzos, esta Iglesia ha avanzado por medio de la fe. La fe era la fortaleza del profeta José.

Me siento agradecido por la fe que le hizo ir a la arboleda para orar. Me siento agradecido por su fe al traducir y publicar el Libro de Mormón. Agradezco que él haya acudido al Señor en oración, en respuesta a la cual se otorgó el Sacerdocio Aarónico y el Sacerdocio de Melquisedec. Agradezco que por medio de la fe, él organizara la Iglesia y la guiara por el curso correcto. Le doy las gracias por el don de su vida como testimonio de la verdad de esta obra.

La fe también fue el poder que impulsó a Brigham Young. Muchas veces pienso en la fe extraordinaria que él tuvo para traer a un numeroso grupo de personas para que se radicara en éste, el Valle del Lago Salado. Él conocía muy poco de la zona; nunca la había visto, salvo en visión. Me imagino que se había informado un poco, pero no sabía casi nada sobre la clase de suelo que tenía ni del agua ni del clima, pero aun así, cuando lo vio por primera vez desde lo alto, dijo sin dudar: “Éste es el lugar, sigamos adelante” (B. H. Roberts, A Comprehensive History of the Church, Tomo III, pág. 224).

Y así ha sido con cada uno de los presidentes de la Iglesia. Al afrontar una terrible oposición, seguían adelante con fe; ya fueran los grillos que arruinaban la cosecha; la sequía o una helada tardía; la persecución del gobierno federal; o algo más reciente, como la necesidad urgente de extender ayuda humanitaria a las víctimas del maremoto, de terremotos o de inundaciones en diversas partes; siempre ha sido lo mismo. Los depósitos de Bienestar se vaciaron, se enviaron millones de dólares en efectivo para socorrer a los necesitados, sin importar si eran miembros de la Iglesia o no; todo se hizo con fe.

Éste es un año conmemorativo importante en la historia de la Iglesia, como todos saben. Es el ciento cincuenta aniversario de la llegada de las compañías de carros de mano de Willie y de Martin, y de las compañías de carromatos de Hunt y de Hodgett que las acompañaban.

Mucho se ha escrito sobre ello, y no es necesario que entre en detalles. Ustedes conocen muy bien la historia. Es suficiente decir que quienes emprendieron el largo viaje desde las Islas Británicas hasta el Valle del Gran Lago Salado, lo hicieron con fe. Tenían muy poco o nada de conocimiento de con qué se iban a encontrar; pero siguieron adelante. Empezaron el viaje con gran esperanza, pero ésta comenzó a apagarse gradualmente a medida que se dirigían hacia el Oeste. Al comenzar el tedioso viaje siguiendo el curso del río Platte y después por el valle Sweetwater, la fría mano de la muerte cobró muchas víctimas. Se racionaban los alimentos, los bueyes morían, los carros se rompían, y el abrigo y la ropa que poseían eran inadecuados. Las tormentas rugían y ellos buscaban refugio, pero no hallaban ninguno. Las tormentas bramaban a su alrededor; literalmente se morían de hambre. Muchos fallecieron y fueron enterrados en la tierra congelada.

Por fortuna, Franklin D. Richards, que venía de Inglaterra, pasó junto a ellos. Él tenía un carruaje ligero tirado por caballos y le era posible viajar mucho más rápido. Llegó al valle por esta misma época. La conferencia general estaba en sesión. Cuando Brigham Young recibió la noticia, inmediatamente se puso de pie ante la congregación y dijo:

“Ahora daré a este pueblo el tema y la idea al que se referirán los élderes cuando hablen hoy y durante la conferencia, y es éste: el 5 de octubre de 1856, muchos de nuestros hermanos y hermanas están en las planicies con carros de mano, muchos a más de mil kilómetros de este lugar, y es preciso traerlos aquí; tenemos que enviarles socorro. El tema será: ‘¡Hay que traerlos aquí!’. Deseo que los hermanos que vayan a hablar comprendan que el tema es la gente que se encuentra en las planicies y la idea que le debe importar a la gente de esta comunidad es la de enviar por ellos y traerlos aquí antes de que llegue el invierno…

“En este día, les pido a los obispos, y no voy a esperar hasta mañana ni hasta el día siguiente, que consigan sesenta yuntas de buenas mulas y doce o quince carromatos. No quiero mandar bueyes, sino buenos caballos y mulas; se pueden encontrar en este territorio y es imprescindible conseguirlos. Además, doce toneladas de harina y cuarenta carreteros… sesenta o sesenta y cinco yuntas buenas de mulas o de caballos con arreos…

“Les diré a todos” dijo, “que su fe, su religión y las declaraciones religiosas que hagan no salvarán ni una sola de sus almas en el Reino Celestial de nuestro Dios, a menos que pongan en práctica estos principios que les enseño. Vayan y traigan a esa gente que se encuentra en las planicies y ocúpense estrictamente de aquellas cosas que llamamos temporales o deberes temporales; si no, la fe de ustedes habrá sido en vano; las predicaciones que hayan oído serán vanas para ustedes, y se hundirán en el infierno si no hacen lo que les he dicho” (Deseret News, 15 de octubre de 1856, pág. 252; véase también Doctrina y Convenios y la Historia de la Iglesia, Doctrina del Evangelio: Manual para el maestro, págs. 235–236).

De inmediato se ofrecieron caballos, mulas y fuertes carromatos. Se consiguió harina en abundancia; y se juntó ropa abrigada y de cama. En un día o dos, los carromatos cargados se dirigían hacia el Este a través de la espesa nieve.

Cuando el grupo de rescate encontró a los atribulados santos, era como si fueran ángeles del cielo. La gente derramaba lágrimas de gratitud. A los que viajaban en carros de mano, los pusieron en los carromatos para poderlos traer más rápido a la comunidad de Salt Lake.

Unas doscientas personas murieron, pero se salvaron mil.

Entre las que se encontraban en las planicies en situación desesperada estaba la bisabuela de mi esposa que era parte de la compañía de carromatos Hunt.

Hoy, desde la tumba de mi esposa en el cementerio de Salt Lake City, se ve la tumba de su bisabuela, Mary Penfold Goble, quien murió en brazos de su hija al entrar al valle, el 11 de diciembre de 1856. La enterraron al día siguiente. Ella había perdido a tres de sus hijos durante el largo viaje y la hija que sobrevivió tenía los pies seriamente congelados.

¡Qué historia! Está llena de sufrimiento, de hambre, de frío y de muerte. Está repleta de relatos de ríos congelados que tuvieron que vadear, de huracanadas tormentas de nieve, de la larga y lenta subida por entre la cadena montañosa. Al pasar este año conmemorativo, puede que mucho de eso se olvide, pero tenemos la esperanza de que se relate una y otra vez, para que las futuras generaciones recuerden el sufrimiento y la fe de quienes vivieron antes. La fe de ellos es nuestra herencia. Su fe es un recordatorio para todos nosotros del precio que pagaron por la comodidad que hoy disfrutamos.

Sin embargo, la fe no sólo se manifiesta por medio de grandes hechos heroicos, como la llegada de los pioneros en carros de mano. También se demuestra en hechos pequeños pero significativos. Permítanme relatarles uno.

Durante la construcción del Templo de Manti, Utah, hace unos 120 años, George Paxman trabajaba como ebanista. Él y su joven esposa Martha tenían un hijo y otro venía en camino.

Cuando George fue a poner una de las pesadas puertas del lado este del templo, se le estranguló una hernia causándole un dolor terrible. Martha lo acostó en un carromato y lo llevó hasta el pueblo de Nephi, donde lo subió al tren y lo llevó a Provo. Allí él murió; y rehusando a casarse de nuevo, ella quedó viuda por 62 años, y ganó su sustento tejiendo.

Voy ahora a desviarme de esta narración para contarles que cuando yo me comprometí con mi esposa, le di un anillo; y cuando nos casamos, una alianza de oro, los que usó por años. Un día, me di cuenta de que ella se los había quitado y que en su lugar tenía esta pequeña alianza de oro que había pertenecido a su abuela. El anillo se lo había dado su esposo George, y éste era el único recuerdo que le había dejado. Un día de primavera, mientras Martha limpiaba la casa, sacó los muebles afuera con el fin de hacer una limpieza a fondo. Después de airear la paja del colchón, se dio cuenta de que el anillo había desaparecido. Buscó minuciosamente por todos lados, ya que era el único recuerdo físico que tenía de su amado esposo, y rastrilló con los dedos la paja, pero no lo pudo encontrar. Entonces, con lágrimas en los ojos, se hincó y oró para que el Señor la ayudara a encontrar el anillo. Cuando abrió los ojos, miró hacia abajo y allí estaba.

Ahora lo tengo en mi mano. Es demasiado pequeño para que lo vean todos. Es de oro de 18 quilates, viejo, gastado y deforme; pero representa la fe, la fe de una viuda que rogó al Señor en un momento de aflicción. Tal fe es la fuente de la actividad; es la raíz de la esperanza y de la confianza. Es esa fe sencilla la que tanto necesitamos todos.

En la obra de la gran causa que llevamos a cabo, lo que más necesitamos es una mayor fe. Sin ella, la obra podría quedar estancada; pero con ella, nadie puede detener su progreso.

El Salvador dijo: “Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible” (Mateo 17:20).

A su hijo Helamán, Alma le manifestó: “Predícales el arrepentimiento y la fe en el Señor Jesucristo; enséñales a humillarse, y a ser mansos y humildes de corazón; enséñales a resistir toda tentación del diablo, con su fe en el Señor Jesucristo” (Alma 37:33).

Que el Señor nos bendiga con fe en esta gran causa de la que somos parte. Que la fe sea como una vela que nos guíe con su luz durante la noche; y que vaya delante de nosotros como una nube durante el día.

Por ello ruego humildemente en el sagrado y santo nombre de Él, que es la fortaleza de nuestra fe, sí, el Señor Jesucristo. Amén.