2000–2009
Las lecciones aprendidas de la vida
Abril 2007


Las lecciones aprendidas de la vida

Les insto a que examinen sus vidas; determinen dónde se hallan y qué precisan hacer para ser la clase de persona que desean ser.

Últimamente he reflexionado en muchas de las maravillosas experiencias que he tenido en mi vida. Al expresar gratitud a mi Padre Celestial por estas magníficas bendiciones y oportunidades, me he dado cuenta, tal vez más que nunca, de lo críticos que fueron los años formativos de mi vida.

Muchos de los momentos más importantes y vitales de mi existencia tuvieron lugar cuando era joven. Las lecciones que aprendí en ese tiempo formaron mi carácter y moldearon mi destino. Sin ellas, sería un hombre muy distinto y me hallaría en un lugar muy diferente al que me encuentro hoy. Esta tarde deseo hablar unos minutos acerca de algunas de esas experiencias y de lo que he aprendido de ellas.

Jamás olvidaré un partido de fútbol americano contra una escuela secundaria rival. Yo jugaba de extremo con la asignación de bloquear al defensa o desmarcarme para que mis compañeros me pasaran la pelota. El motivo por el que recuerdo tan bien aquel partido es que el jugador del equipo contrario, al que se suponía que yo debía bloquear, era un gigante.

Yo no era el deportista más alto del mundo, pero creo que aquel muchacho podía serlo. Recuerdo haber mirado hacia arriba pensando que probablemente él pesaba el doble que yo. Recuerden que por aquel entonces los jugadores no utilizábamos las protecciones que se emplean en la actualidad. Mi casco era de piel y carecía de la protección frontal.

Cuanto más pensaba al respecto, más me consternaba: si dejaba que aquel jugador me atrapara, podía pasarme el resto de la temporada animando a mi equipo desde la cama de un hospital.

Por suerte para mí, yo era rápido, y durante gran parte del primer tiempo logré evitarlo.

Excepto en una jugada.

Nuestro lanzador se retrasó para hacer un pase. Yo estaba desmarcado, así que me lanzó la pelota, que se dirigió volando hacia mí.

El único problema era que podía oír la estampida que había a mis espaldas. En un momento de claridad caí en la cuenta de que si atrapaba la pelota, cabía la posibilidad de que a partir de entonces tuviera que comer a través de una sonda. Pero la pelota venía hacia mí y el equipo contaba conmigo; así que extendí los brazos… y en el último momento… alcé la mirada.

Y allí estaba él.

Recuerdo que la pelota me pegó en las manos y que me esforcé por atraparla. Recuerdo el sonido que produjo al caer al terreno de juego. Después de eso, no estoy seguro de lo que pasó porque aquel gigante me golpeó con tal fuerza que no sabía en qué planeta me hallaba. Algo que sí recuerdo es una voz profunda que procedía de una oscura neblina y me decía: “Te lo mereces, por jugar en el equipo equivocado”.

William McKinley Oswald era mi entrenador de fútbol en la escuela secundaria; era un gran entrenador y ejerció gran influencia en mi vida, aunque tengo la impresión de que sus métodos para animar a los jugadores los había aprendido de un sargento de instrucción de reclutas.

Aquel día, durante el discurso que solía darnos durante el descanso, el entrenador Oswald recordó a todo el equipo el pase que yo había dejado caer. Y entonces me dijo, señalándome con el dedo: “¿Cómo pudiste hacer algo así?”.

Ciertamente no hablaba con tiernos acentos.

“Quiero saber qué te hizo perder el pase”.

Tartamudeé por un instante y entonces opté por decir la verdad. “Dejé de mirar la pelota”, dije.

El entrenador me miró y agregó: “Así es. Dejaste de mirar la pelota. No vuelvas a hacerlo. Ése es el tipo de error por el que se pierde un partido”.

Yo respetaba al entrenador Oswald y, a pesar de lo mal que me sentía, tomé la determinación de obedecerle. Me comprometí a nunca más apartar la vista de la pelota aunque ello significara que el gigante del equipo contrario me diera un golpe que me enviara hasta Mongolia.

Nos dirigimos al terreno de juego y dio comienzo el segundo tiempo. El encuentro estaba muy reñido, y aunque habíamos jugado bien, íbamos atrasados cuatro puntos en el último tiempo.

Nuestro capitán anunció mi número para la siguiente jugada y yo entré al campo de nuevo. Una vez más, estaba desmarcado. La pelota se dirigía hacia mí. Pero esta vez, el gigante estaba frente a mí en perfecta posición para interceptar el pase.

Levantó los brazos, pero la pelota le pasó entre las manos. Yo salté sin dejar de mirar la pelota, la agarré y marqué el tanto que nos dio la victoria.

No recuerdo mucho de lo que pasó en la celebración posterior, pero sí recuerdo la expresión en el rostro del entrenador Oswald.

“¡Qué manera de mirar la pelota!”, dijo.

Creo que pasé una semana sin dejar de sonreír.

He conocido a grandes hombres y mujeres que, si bien tienen orígenes, talentos y perspectivas diferentes, comparten algo en común: se esfuerzan de manera diligente y continua por lograr sus metas. Es fácil distraerse y dejar de concentrarse en las cosas más importantes de la vida. He tratado de recordar las lecciones que aprendí del entrenador Oswald y poner en orden de prioridad los valores que son importantes para mí a fin de seguir centrado en lo que realmente importa.

Les insto a que examinen sus vidas; determinen dónde se hallan y qué precisan hacer para ser la clase de persona que desean ser. Cultiven metas inspiradoras, nobles y rectas que estimulen su imaginación y lleven el entusiasmo a su corazón. Después, manténganlas a la vista; trabajen constantemente hasta conseguirlas.

“Si una persona avanza con confianza en la dirección de sus sueños”, escribió Henry David Thoreau, “y se esfuerza por vivir la vida que ha imaginado, alcanzará el éxito inesperado en horas comunes”1.

En otras palabras, nunca aparten la vista de la pelota.

Otra lección que aprendí en el terreno de juego fue al encontrarme bajo un montón de diez jugadores. Era la final del Campeonato de las Montañas Rocosas y en aquella jugada yo tenía que correr con la pelota por el medio del campo y conseguir el tanto que nos pusiera por delante. Agarré la pelota y me derribaron cerca de la línea de gol. Sabía que estaba cerca de la línea pero no sabía la distancia exacta. Aunque me encontraba inmovilizado bajo el montón de jugadores, logré sacar los dedos unos cuantos centímetros y pude darme cuenta; la línea se hallaba a cinco centímetros de distancia.

En ese instante tuve la tentación de empujar la pelota hacia delante; podría haberlo hecho, y para cuando los árbitros hubieran sacado a todos los jugadores de encima de mí, yo habría sido un héroe; nadie se habría dado cuenta.

Había soñado con ese momento desde que era niño, y estaba a mi alcance. Pero entonces recordé las palabras de mi madre. “Joseph”, solía decirme, “haz lo justo, a pesar de las consecuencias; haz lo justo y todo saldrá bien”.

Deseaba mucho anotar aquel tanto, pero más que ser un héroe para mis amigos, quería ser un héroe para mi madre. Así que dejé la pelota donde estaba, a cinco centímetros de la línea de gol.

En aquel entonces no lo supe, pero aquélla fue una experiencia decisiva en mi vida. Si hubiera movido la pelota habría sido el campeón por un instante, pero la recompensa de una gloria temporal habría conllevado un precio demasiado elevado y duradero; habría dejado en mi conciencia una cicatriz que habría permanecido conmigo por el resto de mis días. Sabía que tenía que hacer lo correcto.

La luz de Cristo nos ayuda a discernir el bien del mal. Cuando permitimos que la tentación ahogue la voz apacible de nuestra conciencia, es cuando las decisiones se vuelven difíciles.

Mis padres me enseñaron a reaccionar con rapidez ante la tentación y a decir “¡No!” instantánea y enfáticamente. Eso mismo les recomiendo a ustedes; eviten las tentaciones.

Otra lección que aprendí fue el gozo de servir a los demás. En otras ocasiones he hablado de cómo mi padre, que era el obispo de nuestro barrio, me hacía cargar un carrito para repartir alimentos y provisiones entre las familias necesitadas. Él no era el único que deseaba tender una mano al desconsolado.

Hace setenta y cinco años, el obispo William F. Perschon presidía el Barrio 4 de la Estaca Pioneer, en Salt Lake City. Era un emigrante alemán, un converso, y hablaba con un acento marcado. Era un gran hombre de negocios, pero lo que más lo caracterizaba era su gran compasión hacia los demás.

Cada semana, durante la reunión del sacerdocio, el obispo Perschon pedía a los poseedores del sacerdocio aarónico que recitaran la frase siguiente: “Sacerdocio significa servicio; como poseedor del sacerdocio, brindaré servicio”.

Aquello era más que un refrán. Cuando las viudas necesitaban ayuda, el obispo Perschon y el sacerdocio aarónico estaban allí para ayudar. Si se construía un nuevo centro de reuniones, allí estaba el obispo Perschon con el sacerdocio aarónico. Cuando había que quitar las malas hierbas o recoger las cosechas de remolacha y de patata (papa) de la granja de bienestar, allí estaba el obispo Perschon con el sacerdocio aarónico.

Más tarde, William Perschon sirvió en la presidencia de la estaca, donde influyó a un joven obispo de nombre Thomas S. Monson. En la década de 1950, se llamó al obispo Perschon a presidir la Misión Suizo-Austriaca, donde ejerció una función sumamente importante en la edificación del primer templo construido fuera de los Estados Unidos, en Berna, Suiza.

Casi no se puede pensar en el obispo Perschon sin pensar en su preocupación y caridad hacia los demás, así como en su incansable dedicación a la enseñanza de esa misma cualidad a los demás. De los jovencitos del sacerdocio aarónico a los que presidió como obispo, veintinueve llegaron a ser obispos, diez sirvieron en presidencias de estaca, cinco fueron presidentes de misión, tres aceptaron llamamientos como presidentes de templo y dos sirvieron como Autoridades Generales2.

Ése es el poder de un gran líder, hermanos; es el poder del servicio.

Aunque en aquel entonces no lo entendía del todo, ahora me parece claro que estas lecciones, y muchas otras que aprendí en mi juventud, constituyeron el cimiento sobre el que se ha edificado el resto de mi vida.

Todos poseemos dones espirituales; algunos son bendecidos con el don de la fe, otros con el de sanidad. En la organización de la Iglesia se cuenta con todos los dones espirituales. En mi caso, tal vez uno de los dones espirituales por el que me siento más agradecido sea el de haber sido bendecido con un espíritu obediente. Cuando recibía un sabio consejo de mis padres o de los líderes de la Iglesia, prestaba atención y trataba de que formara parte de mis pensamientos y acciones.

Hermanos del sacerdocio, les insto a que cultiven el don de un espíritu obediente. El Salvador enseñó que “cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente… Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato”3.

¿Cómo sabemos si somos prudentes o insensatos? Si recibimos un consejo inspirado, obedecemos. Ésa es la prueba de la prudencia o la insensatez.

¿En qué nos beneficia si recibimos un consejo sabio y no damos oído a sus palabras? ¿De qué vale la experiencia si no hacemos uso de ella? ¿De qué sirven las Escrituras si no atesoramos las palabras y las incorporamos a nuestro diario vivir?

El presidente Gordon B. Hinckley ha prometido que “[nuestro Padre Celestial] derramará Sus bendiciones sobre aquellos que caminen obedeciendo Sus mandamientos”4.

Uno mi voz a la de él.

Testifico que Jesús es el Cristo, el Salvador de todo el género humano. Testifico que Dios está cerca; Él nos ama y se preocupa por nosotros, Sus hijos. Profetas, videntes y reveladores guían el progreso de la Iglesia restaurada de Jesucristo. El presidente Gordon B. Hinckley es un profeta actual tanto para la Iglesia como para el mundo.

Doy gracias a mi Creador por esta maravillosa vida en la que cada uno tiene la oportunidad de aprender lecciones que no podríamos comprender en su totalidad por ningún otro medio.

Mis queridos hermanos, ruego que nos fijemos metas rectas y que trabajemos para alcanzarlas, que hagamos lo justo y que ofrezcamos nuestro amor a los que nos rodean. Esa es mi oración y mi testimonio, en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Edición Walden. J. Lyndon Shanley, 1971, pág. 323.

  2. Carta del élder Glen L. Rudd al presidente Thomas S. Monson, 5 de febrero de 1987.

  3. Mateo 7:24, 26.

  4. “Ésta es la obra del Maestro”, Liahona, julio de 1995, pág. 78.