2000–2009
Las cosas de las que tengo convicción
Abril 2007


Las cosas de las que tengo convicción

Deseo expresarles mi testimonio de las verdades básicas de esta obra.

Mis queridos hermanos y hermanas: Estoy complacido por la oportunidad de dirigirles la palabra. Agradezco a cada uno de ustedes las oraciones que han ofrecido por mí; me siento sumamente agradecido a ustedes. Durante los 49 años que he sido Autoridad General, he pronunciado más de doscientos discursos en las conferencias generales. Me encuentro ya en el año 97 de mi vida; el viento sopla y me siento como la última hoja del árbol.

En realidad, mi salud es bastante buena, a pesar de todos los rumores que afirman lo contrario; médicos y enfermeras competentes me mantienen en buen estado; tal vez algunos de ustedes se vayan antes que yo. Sin embargo, considerando mi edad, deseo expresarles mi testimonio de las verdades básicas de esta obra.

Confieso que no sé todo, pero de algunas cosas estoy seguro; esta mañana quiero hablarles de las cosas de las que tengo convicción.

Cuando el emperador Constantino se convirtió al cristianismo, se dio cuenta de la división que existía entre el clero en cuanto a la naturaleza de Dios. Con el propósito de poner fin a eso, en el año 325 convocó en Nicea a los teólogos ilustres de esa época. A cada uno de los participantes se le dio la oportunidad de exponer sus puntos de vista, lo cual sólo intensificó la polémica. Al no lograrse una definición unánime, se llegó a un acuerdo mutuo, que llegó a conocerse como el Credo de Nicea, cuyos elementos básicos aceptaron la mayoría de los fieles cristianos.

Personalmente, yo no lo entiendo; para mí, el credo es confuso.

Cuán profundamente agradecido estoy porque nosotros, los de esta Iglesia, no nos basamos en ninguna declaración hecha por el hombre en cuanto a la naturaleza de Dios. Nuestro conocimiento proviene directamente de la experiencia personal que tuvo José Smith, quien, siendo jovencito, habló con Dios el Eterno Padre y Su Amado Hijo, el Señor Resucitado. Él se arrodilló en presencia de Ellos, oyó Sus voces y respondió. Cada uno era un personaje distinto. No es de extrañar que le dijera a su madre que había sabido que la iglesia de ella no era verdadera. De modo que una de las grandes y fundamentales doctrinas de esta Iglesia es nuestra creencia en Dios el Eterno Padre; Él es un ser real y personal; Él es el gran Gobernador del universo, y no obstante, Él es nuestro Padre y nosotros somos Sus hijos.

Nosotros le oramos a Él, y esas oraciones son una conversación entre Dios y el hombre. Estoy seguro de que Él oye nuestras oraciones y las contesta; yo no podría negarlo, ya que he tenido demasiadas experiencias con oraciones que han sido contestadas.

Alma instruyó a su hijo Helamán diciendo: “Consulta al Señor en todos tus hechos, y él te dirigirá para bien; sí, cuando te acuestes por la noche, acuéstate en el Señor, para que él te cuide en tu sueño; y cuando te levantes por la mañana, rebose tu corazón de gratitud a Dios; y si haces estas cosas, serás enaltecido en el postrer día” (Alma 37:37).

La segunda gran certeza de la que estoy convencido también se basa en la visión del profeta José Smith: que Jesús vive; Él es el Cristo Viviente; Él es el Jehová del Antiguo Testamento y el Mesías del Nuevo Testamento. Bajo la dirección de Su Padre, Él fue el Creador de la tierra. El Evangelio según Juan empieza con estas extraordinarias palabras: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.

“Este era en el principio con Dios.

“Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:1–3).

Fíjense particularmente en ese último versículo: “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho”.

Él fue el gran Creador; fue Su dedo el que escribió los mandamientos en el monte; fue Él quien dejó Sus cortes celestiales y vino a la tierra para nacer en las circunstancias más humildes. Durante Su corto ministerio, sanó a los enfermos, hizo que el ciego viera, levantó a los muertos y reprendió a los escribas y a los fariseos. Él fue el único hombre perfecto que ha caminado sobre la tierra. Todo esto fue parte del plan de Su Padre. En el Jardín de Getsemaní Su sufrimiento fue tan intenso, que sudó gotas de sangre mientras le suplicaba a Su Padre; pero todo eso fue parte de Su gran sacrificio expiatorio. La turba lo prendió y se presentó ante Pilato, mientras ésta clamaba por Su muerte. Él llevó la cruz, el instrumento de Su muerte, y en el Gólgota dio Su vida, exclamando: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

Con sumo cuidado colocaron su cuerpo en la tumba de José de Arimatea, pero tres días después, la primera mañana de Pascua, la tumba quedó vacía. María Magdalena le habló, y Él le habló a ella; se apareció a Sus apóstoles; caminó con dos discípulos en el camino a Emaús, y se nos dice que lo vieron otras quinientas personas (véase 1 Corintios 15:6).

Él había dicho: “También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor” (Juan 10:16). Por consiguiente, se apareció a los que estaban reunidos en la tierra de Abundancia en el hemisferio occidental, donde enseñó a la gente tal como lo había hecho en el Viejo Mundo. Todo esto se encuentra registrado detalladamente en el Libro de Mormón, que es un segundo testigo de la divinidad de nuestro Señor.

Reitero que Él y Su Padre se aparecieron al joven José, y que el Padre presentó al Hijo, diciendo: “Éste es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!” (José Smith–Historia 1:17).

Ahora bien, lo otro de lo que estoy seguro, y de lo que doy testimonio, es la expiación del Señor Jesucristo. Sin ella, la vida no tendría sentido; es la piedra angular del arco de nuestra existencia; afirma que vivíamos antes de que naciéramos en la tierra. La vida terrenal es tan sólo un peldaño hacia una existencia más gloriosa en el futuro. El dolor de la muerte lo atenúa la promesa de la Resurrección; sin la Pascua no habría Navidad.

A continuación hablaré de las grandes certezas que se han recibido con la restauración del evangelio de Jesucristo. Tenemos la restauración del sacerdocio, o la autoridad dada al hombre para hablar en el nombre de Dios. Este sacerdocio consiste en dos órdenes: el menor, conocido también como el Aarónico, se restauró mediante las manos de Juan el Bautista. El orden mayor del sacerdocio, el de Melquisedec, se restauró por medio de Pedro, Santiago y Juan.

Al restaurar el Sacerdocio Aarónico, el resucitado Juan el Bautista impuso las manos sobre la cabeza de José Smith y de Oliver Cowdery y dijo: “Sobre vosotros, mis consiervos, en el nombre del Mesías, confiero el Sacerdocio de Aarón, el cual tiene las llaves del ministerio de ángeles, y del evangelio de arrepentimiento, y del bautismo por inmersión para la remisión de pecados” (D. y C. 13:1).

El presidente Wilford Woodruff, ya de edad avanzada, se dirigió a los jovencitos de la Iglesia y dijo: “Quisiera recalcar el hecho de que no importa que un hombre sea presbítero o apóstol, siempre que magnifique su llamamiento. Un presbítero tiene las llaves del ministerio de ángeles. Nunca en mi vida, como apóstol, setenta o élder, tuve más protección del Señor que la que tuve cuando era presbítero” (véase “Preparación para el servicio en la Iglesia”, Liahona, agosto de 1979, pág. 66).

El Sacerdocio Mayor o de Melquisedec otorga a los hombres el poder para poner las manos sobre la cabeza de otras personas y darles bendiciones; ellos bendicen a los enfermos. Tal como Santiago declaró en el Nuevo Testamento: “¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor” (Santiago 5:14).

Por último, menciono las bendiciones de la Casa del Señor, que se reciben como resultado de la restauración del antiguo Evangelio.

Estos templos, que hemos multiplicado enormemente en años recientes, brindan bendiciones que no se pueden obtener en ningún otro lugar. Todo lo que se lleva a cabo en estas casas sagradas tiene que ver con la naturaleza eterna del hombre. Allí se sellan, juntos como familias por la eternidad, esposos, esposas e hijos. El matrimonio no es “hasta que la muerte los separe”; es para siempre, si los contrayentes viven dignos de esa bendición. Lo más extraordinario de todo es la autoridad para efectuar la obra vicaria en la casa del Señor; en ese lugar se llevan a cabo ordenanzas por los muertos, quienes no tuvieron la oportunidad de recibirlas en vida.

Hace poco me contaron de una mujer viuda de Idaho Falls. Durante un periodo de quince años actuó como representante para otorgar la investidura del templo a veinte mil personas en el Templo de Idaho Falls. Un viernes completó la investidura número veinte mil y el sábado regresó a efectuar cinco más. Ella murió a la semana siguiente.

Reflexionen en lo que hizo esa sencilla mujer; efectuó investiduras vicarias para el mismo número de personas que se encuentran reunidas esta mañana en este Centro de Conferencias. Piensen en el recibimiento que habrá tenido del otro lado.

Ahora bien, mis hermanos y hermanas, éste es mi testimonio, el que expreso con solemnidad ante ustedes.

Dios los bendiga a todos y a cada uno de ustedes, fieles Santos de los Últimos Días. Que en su hogar haya paz y amor, y fe y oración para guiarlos en todo aquello que emprendan, es mi humilde oración, en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.