2000–2009
De las cosas pequeñas
Octubre 2007


De las cosas pequeñas

Como discípulos del Señor Jesucristo, tenemos la responsabilidad de cuidar y prestar servicio a nuestros hermanos y hermanas.

Mabuhay de parte de la cordial y maravillosa gente de las Filipinas.

Curiosamente, una de las preguntas más antiguas y profundas de la historia de esta tierra la hizo Caín al responder a la que Dios le formuló después de que mató a su hermano Abel: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”1. Esta pregunta merece seria reflexión de parte de los que buscan hacer la voluntad de Dios. Una de las respuestas se encuentra en las enseñanzas de Alma:

“Y ya que deseáis entrar en el redil de Dios y ser llamados su pueblo, y estáis dispuestos a llevar las cargas los unos de los otros para que sean ligeras;

“sí, y estáis dispuestos a llorar con los que lloran; sí, y a consolar a los que necesitan de consuelo…”2.

Como discípulos del Señor Jesucristo, tenemos la responsabilidad de cuidar y prestar servicio a nuestros hermanos y hermanas. Al relatar la parábola del buen samaritano, Jesucristo no sólo confundió a sus enemigos, sino que también enseñó una gran lección a todos aquellos que procuraban seguirle. Debemos agrandar el círculo de nuestra influencia; nuestro servicio a otras personas debe ser independiente de la raza, del color, de la posición o el parentesco. Después de todo, el mandamiento de “socorr[er] a los débiles, levant[ar] las manos caídas y fortalec[er] las rodillas debilitadas”3 no tiene excepciones.

Muchos creen que para que el servicio sea significativo, éste debe consistir en tener planes minuciosos y en formar un comité. Aunque muchos de esos valiosos proyectos ayudan, gran parte del servicio que se necesita en el mundo de hoy se relaciona con la asociación diaria de unos con otros. Con frecuencia, encontramos esas oportunidades dentro de los límites de nuestra casa, vecindario o barrio.

En el siguiente consejo que dio Escrutopo a su sobrino Orugario en la novela “Cartas del diablo a su sobrino”, de C. S. Lewis, se describe un mal común que aqueja a muchos de nosotros en la actualidad:

“Hagas lo que hagas, habrá cierta benevolencia, al igual que cierta malicia, en el alma de tu paciente. Lo bueno es dirigir la malicia a sus vecinos inmediatos, a los que ve todos los días, y proyectar su benevolencia a la circunferencia remota, a gente que no conoce. Así, la malicia se hace totalmente real y la benevolencia en gran parte imaginaria”4.

La letra de un himno muy conocido nos recomienda el remedio perfecto:

“¿He hecho ligera la carga de él

porque un alivio le di?

¿O acaso al pobre logré ayudar?

¿Mis bienes con él compartí?

¡Alerta! Y haz algo más

que soñar de celeste mansión.

Por el bien que hacemos paz siempre tendremos,

y gozo y gran bendición” 5.

He tenido el privilegio de ser testigo de los acontecimientos que mencionaré a continuación, los cuales me han enseñado cómo los sencillos actos de servicio nos ayudan a nosotros y a aquellas personas en quienes se nos permite influir.

Nuestro Padre Celestial pone a personas amorosas en medio de nuestras encrucijadas para que no andemos solos a tientas en la oscuridad. Esos hombres y mujeres nos ayudan por medio de su ejemplo, y con paciencia y amor; ésa ha sido mi experiencia.

Recuerdo una encrucijada particularmente importante: la decisión de servir una misión de tiempo completo. Estuve en esa encrucijada por mucho, mucho tiempo. Mientras me debatía sobre qué camino tomar, mi familia, y mis amigos y líderes del sacerdocio me tomaron de la mano, me alentaron, me instaron y ofrecieron innumerables oraciones por mí. Mi hermana, que servía una misión de tiempo completo, me escribió regularmente y nunca se dio por vencida.

Hasta el día de hoy, sigo recibiendo apoyo de buenos hombres y mujeres. Imagino que todos lo recibimos; hasta cierto punto, todos dependemos de otras personas para regresar a nuestro hogar celestial.

Compartir el mensaje del Evangelio es una de las maneras más gratificantes de prestar servicio a las personas que no son de nuestra fe. Recuerdo una experiencia de mi niñez con alguien a quien llamaré tío Fred.

Cuando tenía seis años, el tío Fred era mi peor pesadilla. Era nuestro vecino y siempre estaba borracho; uno de sus pasatiempos favoritos era tirar piedras a nuestra casa.

Mi madre era muy buena cocinera, así que los miembros adultos solteros de nuestra pequeña rama venían a casa con frecuencia. Un día, cuando el tío Fred estaba sobrio, los miembros entablaron amistad con él y lo invitaron a entrar a casa. Eso me aterrorizó, pues ahora no sólo estaba fuera de la casa, sino adentro. Eso sucedió algunas veces más hasta que finalmente convencieron al tío Fred de que escuchara a los misioneros. Él aceptó el Evangelio y se bautizó; sirvió una misión de tiempo completo, regresó con honor, estudió una carrera y se casó en el templo; ahora es un recto esposo, padre y líder del sacerdocio. Al mirar hoy al tío Fred, resultaría muy difícil creer que alguna vez le causó pesadillas a un niño de seis años. Espero que siempre percibamos las oportunidades de compartir el Evangelio.

Mi madre fue un gran ejemplo de brindar ayuda a los demás al darles lo que necesitaban. Nos enseñó muchas lecciones importantes, pero la que ha tenido mayor impacto en mi vida ha sido el deseo que ella tenía de ayudar a cualquier persona que viniera a casa y estuviera necesitada. Me molestaba ver a muchas de ellas irse con nuestra comida, ropa y aun con nuestro dinero. Como yo era joven y no teníamos dinero, me disgustaba lo que pasaba. ¿Cómo podía darles a los demás cuando nuestra familia no tenía lo suficiente? ¿Estaba mal ocuparse de nuestras necesidades primero? ¿No merecíamos una vida más cómoda?

Por años me debatí con esas preguntas; pero mucho después, me di cuenta finalmente de lo que mi madre nos estaba enseñando. Incluso al luchar contra las secuelas de una enfermedad que la incapacitaba, ella no podía dejar de dar a los necesitados.

“Por tanto, no os canséis de hacer lo bueno, porque estáis poniendo los cimientos de una gran obra. Y de las cosas pequeñas proceden las grandes”6. No es necesario que el servicio a los demás provenga de acontecimientos espectaculares; a menudo es un sencillo hecho diario el que trae consuelo, levanta el ánimo, alienta, da apoyo y hace que aparezca una sonrisa en los demás.

Es mi oración que siempre encontremos oportunidades de servir. En el nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Génesis 4:9; Moisés 5:34.

  2. Mosíah 18:8–9.

  3. D. y C. 81:5.

  4. Obras completas de C. S. Lewis, Carta VI.

  5. “¿He hecho hoy un bien?”, Himnos, Nº 141.

  6. D. y C. 64:33.