2000–2009
Ejemplos de rectitud
Abril 2008


Ejemplos de rectitud

Es nuestro deber vivir de tal manera que seamos ejemplos de rectitud para los demás.

Esta tarde soy consciente de que ustedes, mis hermanos, tanto aquí en el Centro de Conferencias como en miles de otros sitios, representan la congregación más numerosa del sacerdocio que jamás se haya reunido. Formamos parte de la hermandad más grande de todo el mundo. Cuán afortunados y bendecidos somos de ser poseedores del Sacerdocio de Dios.

Hemos sido instruidos y edificados al haber escuchado mensajes inspirados. Ruego contar con su fe y oraciones al compartir con ustedes los pensamientos y sentimientos que han ocupado mi mente hasta hace poco, mientras me he estado preparando para hablarles.

Como portadores del sacerdocio, se nos ha mandado a la tierra en tiempos difíciles. Vivimos en un mundo complejo con corrientes de conflicto por dondequiera. Las intrigas políticas arruinan la estabilidad de las naciones, los déspotas buscan el poder y los sectores de la sociedad parecen estar siempre oprimidos, privados de las oportunidades y quedándose con un sentimiento de fracaso.

Nosotros, los que hemos sido ordenados al Sacerdocio de Dios, podemos marcar la diferencia. Cuando nos hacemos acreedores a la ayuda del Señor, podemos fortalecer a los jovencitos, regenerar a los hombres y lograr milagros en Su santo servicio. Nuestras oportunidades son ilimitadas.

Tenemos la tarea de ser ejemplos apropiados. Derivamos fortaleza de la verdad de que la fuerza más extraordinaria en el mundo hoy día es el poder de Dios que obra mediante el hombre. Si nos encontramos haciendo las cosas del Señor, hermanos, tenemos derecho a recibir Su ayuda. Nunca olviden esa verdad. Naturalmente, esa ayuda divina se basa en nuestra dignidad. Todos debemos preguntarnos: ¿Tengo manos limpias? ¿Es puro mi corazón? ¿Soy un siervo digno del Señor?

Nos rodean muchas cosas que tienen como fin distraernos de lo que es virtuoso y bueno, y tentarnos con aquello que nos haría indignos de ejercitar el sacerdocio que poseemos. Me dirijo no sólo a los jovencitos del Sacerdocio Aarónico, sino a los hombres de todas las edades. Las tentaciones se presentan en diversas formas a lo largo de nuestra vida.

Hermanos, ¿reunimos en todo momento los requisitos para efectuar los sagrados deberes relacionados con el sacerdocio que poseemos? Jovencitos, ustedes, los presbíteros, ¿son limpios de cuerpo y espíritu al sentarse ante la mesa de la Santa Cena los domingos para bendecir los emblemas? Jovencitos, maestros, ¿son dignos de preparar la Santa Cena? Diáconos, al repartir la Santa Cena a los miembros de la Iglesia, ¿lo hacen con la certeza de que están espiritualmente calificados para hacerlo? ¿Comprende plenamente cada uno de ustedes la importancia de todos los deberes sagrados que llevan a cabo?

Mis jóvenes amigos, sean fuertes. Estamos rodeados de las filosofías de los hombres. Hoy día, la cara del pecado muchas veces lleva la máscara de la tolerancia. No sean engañados; detrás de esa fachada está la congoja, la desdicha y el dolor. Ustedes saben lo que es bueno y lo que es malo, y ningún disfraz, no importa cuán atractivo sea, puede cambiar ese hecho. El carácter de la transgresión sigue siendo el mismo. Si los que supuestamente son sus amigos los instan a hacer algo que ustedes saben que es malo, sean ustedes los que defiendan lo correcto, aunque tengan que estar solos. Tengan el valor moral para ser una luz para los demás. No hay amigo más valioso que su propia conciencia tranquila, su propia pureza moral, y ¡qué glorioso sentimiento es saber que están en el lugar señalado, limpios, y con la confianza de que son dignos de estar allí!

Hermanos del Sacerdocio de Melquisedec, ¿se esfuerzan diligentemente todos los días por vivir de la manera que deben hacerlo? ¿Son amables y amorosos con su esposa y sus hijos? ¿Son honrados en sus tratos con los que los rodean, en todo momento y en toda circunstancia?

Si alguno de ustedes ha cometido algún error, hay personas que los ayudarán para volver a ser limpios y puros. Su obispo o presidente de rama está ansioso y deseoso por ayudar y, con comprensión y compasión, hará todo lo posible por ayudarlos en el proceso del arrepentimiento, para que una vez más se presenten en rectitud ante el Señor.

Muchos de ustedes recordarán al presidente N. Eldon Tanner, que fue consejero de cuatro Presidentes de la Iglesia. Él brindó un firme ejemplo de rectitud a lo largo de una carrera en la industria, durante su servicio en el gobierno de Canadá, y constantemente en su vida privada. Él nos dio este inspirado consejo:

“Nada brindará mayor gozo y éxito que vivir de acuerdo con las enseñanzas del Evangelio. Sean un ejemplo; sean una influencia para bien…

“Cada uno de nosotros ha sido preordenado para llevar a cabo alguna obra como siervo escogido [de Dios], en quien ha considerado apropiado conferir el sacerdocio y el poder para actuar en Su nombre. Siempre tengan presente que la gente espera dirección de ustedes y que están influyendo en la vida de las personas para bien o para mal, influencia que se sentirá a través de las generaciones que están por venir”1.

Mis hermanos, repito que, como poseedores del Sacerdocio de Dios, es nuestro deber vivir de tal manera que seamos ejemplos de rectitud para los demás. Al meditar sobre la mejor forma en que podríamos brindar esos ejemplos, pensé en una experiencia que tuve hace algunos años mientras asistía a una conferencia de estaca. Durante la sesión general, me fijé en un niño que estaba sentado con su familia en la primera fila del centro de estaca. Yo me encontraba en el estrado. En el transcurso de la reunión, empecé a darme cuenta de que si yo cruzaba las piernas, el niño hacía lo mismo. Si repetía la acción al revés, él niño me imitaba. Si me ponía las manos sobre el regazo, él hacía la misma cosa; si descansaba la barbilla en la mano, él también lo hacía. Hiciera lo que hiciera, él imitaba mis acciones, cosa que siguió hasta que llegó la hora de dirigirme a la congregación. Decidí ponerlo a prueba: lo miré fijamente, asegurándome de que me prestaba atención, y entonces moví las orejas. Él trató en vano de hacerlo, pero ¡lo vencí! Simplemente no podía menear las orejas. Se volvió hacia su padre, que estaba sentado junto a él, y le susurró algo, señalándose las orejas y después a mí. Cuando el padre miró en dirección a donde yo estaba, obviamente para ver si movía las orejas, yo seguí sentado, con los brazos cruzados, sin mover un músculo. El padre miró en tono de duda al hijo, que pareció un tanto derrotado. Por fin me sonrió tímidamente, y se encogió de hombros

He pensado en esa experiencia a través de los años al considerar, particularmente cuando somos jóvenes, la tendencia que tenemos de imitar el ejemplo de nuestros padres, de nuestros líderes y de nuestros compañeros. El profeta Brigham Young dijo: “Nunca debemos hacer nada que no queramos ver que nuestros hijos hagan. Debemos ponerles un ejemplo que deseamos que imiten”2.

A ustedes, los que son padres o líderes de jovencitos, les digo: traten de ser la clase de ejemplo que los muchachos necesitan. El padre, naturalmente, debe ser el ejemplo principal, y en verdad es afortunado el jovencito que es bendecido con un padre digno. Sin embargo, incluso una familia ejemplar, con padres diligentes y fieles, pueden aprovechar toda la ayuda y todo el apoyo que puedan recibir de hombres buenos que en verdad se interesan. Tenemos también al muchacho que no tiene padre, o cuyo padre no está dando en estos momentos el ejemplo que se necesita. Para ese jovencito, el Señor ha proporcionado una red de ayudantes dentro de la Iglesia: obispos, asesores, maestros, líderes de escultismo, maestros orientadores. Si el programa del Señor está en vigor y funcionando debidamente, ningún jovencito de la Iglesia deberá ir por la vida sin la influencia de hombres buenos.

La eficacia de un obispo, asesor o maestro inspirado poco tiene que ver con las apariencias exteriores de poder o con la abundancia de los bienes de este mundo. Los líderes más influyentes son por lo general los que siembran en los corazones la devoción a la verdad, los que hacen que la obediencia al deber parezca ser la esencia de la masculinidad, los que transforman alguna cosa ordinaria en algo desde donde podemos apreciar a la persona que aspiramos ser.

Sin pasarlo por alto —y de hecho es nuestro Ejemplo primordial— está nuestro Salvador Jesucristo, cuyo nacimiento fue predicho por profetas y ángeles que anunciaron su ministerio terrenal. Él “crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él”3.

Bautizado por Juan en el río conocido como Jordán, Él comenzó su ministerio oficial entre los hombres. Jesús volvió la espalda a los engaños de Satanás; y al deber que le asignó Su Padre dio la cara, entregó Su corazón y dio Su vida. ¡Y qué vida sin pecado, desinteresada, noble y divina fue! Jesús trabajó; Jesús amó; Jesús prestó servicio; Jesús testificó. ¿Qué mejor ejemplo podríamos esforzarnos por imitar? Empecemos a hacerlo ahora mismo, esta misma tarde. Quedará desechado para siempre el viejo yo, y con él la derrota, la desesperanza, la duda y la incredulidad. Adquirimos vida nueva, una vida de fe, esperanza, valor y gozo. No hay tarea demasiado grande, no hay responsabilidad demasiado pesada, ni deber que sea una carga. Todas las cosas son posibles.

Hace muchos años hablé de alguien que tomó su ejemplo del Salvador, uno que permaneció firme y fiel, fuerte y digno a través de las tormentas de la vida. Con valentía magnificó sus llamamientos en el sacerdocio y sirve de ejemplo para cada uno de nosotros; se llamaba Thomas Michael Wilson, hijo de Willie y Julia Wilson, de Lafayette, Alabama.

Cuando era tan sólo un adolescente, y él y su familia aún no eran miembros de la Iglesia, contrajo cáncer, a lo que siguió la dolorosa terapia de radiación y más tarde la bendita entrada en remisión. Esa enfermedad hizo que su familia se diera cuenta de que la vida no sólo es preciosa, sino que también puede ser corta. Empezaron a interesarse en la religión a fin de soportar esos tiempos de tribulación. Posteriormente, conocieron la Iglesia y, con el tiempo, todos se bautizaron, excepto el padre. Después de aceptar el Evangelio, el joven hermano Wilson añoraba la oportunidad de ser misionero, a pesar de que tenía más edad que la mayoría de los jóvenes que inician su servicio misional. Cuando tenía 23 años, recibió un llamamiento misional para servir en la Misión Utah Salt Lake City.

Los compañeros de misión del élder Wilson describieron su fe como incuestionable, firme e inflexible. Él era un ejemplo para todos. Sin embargo, después de prestar servicio durante once meses, la enfermedad volvió. El cáncer de los huesos hizo necesario que se le amputara el brazo y el hombro. Aun así, él persistió en sus labores misionales.

El valor y el ferviente deseo del élder Wilson de permanecer en su misión conmovieron de tal manera a su padre, que no era miembro, que investigó las enseñanzas de la Iglesia y también se hizo miembro de ella.

Me enteré de que una investigadora a quien el élder Wilson había enseñado, se había bautizado, pero que deseaba que el élder Wilson, por quien sentía gran respeto, la confirmara. Ella, acompañada de otras personas, fue al lecho del hospital donde estaba el élder Wilson; allí, poniendo la mano que le quedaba sobre la cabeza de ella, la confirmó miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Mes tras mes, el élder Wilson continuó su valioso pero doloroso servicio como misionero. Se dieron bendiciones, se elevaron oraciones y, debido a su ejemplo de dedicación, sus compañeros misioneros vivieron más cerca de Dios.

El estado del élder Wilson se deterioró; se acercaba el fin y debía regresar a casa. Pidió que se le permitiera servir un mes más, y se le concedió la petición. Él puso su fe en Dios, y Aquel en quien Thomas Michael Wilson confiaba en silencio abrió las ventanas de los cielos y lo bendijo abundantemente. Sus padres, Willie y Julia Wilson, y su hermano Tony vinieron a Salt Lake City para ayudar a su hijo y hermano a regresar a Alabama. No obstante, aún había una bendición que conceder, una por la que se había orado y añorado. La familia me invitó a acompañarlos al Templo Jordan River, donde se efectuaron esas sagradas ordenanzas que unen a las familias por la eternidad, así como por esta vida.

Me despedí de la familia Wilson. Aún veo al élder Wilson cuando me daba las gracias por haber estado con él y sus seres queridos. Dijo: “No importa lo que nos pase en la vida, siempre y cuando tengamos el evangelio de Jesucristo y lo llevemos a la práctica. No importa si enseño el Evangelio en este lado o en el otro lado del velo, siempre y cuando lo enseñe”. ¡Qué valor! ¡Qué confianza! ¡Qué amor! La familia Wilson hizo el largo recorrido hasta su hogar en Lafayette, donde el élder Thomas Michael Wilson se deslizó a la eternidad; fue sepultado llevando su placa de identificación misional en su lugar.

Mis hermanos, al salir ahora de esta reunión general del sacerdocio, tomemos la determinación de prepararnos para nuestro momento de oportunidad, y honrar el sacerdocio que poseemos mediante el servicio que prestemos, las vidas que habremos de bendecir y las almas que tendremos el privilegio de ayudar a salvar. Ustedes son “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa”4, y pueden marcar la diferencia. Testifico de estas verdades, en el nombre de Jesucristo, nuestro Salvador. Amén.

  1. “For They Loved the Praise of Men More Than the Praise of God”, Ensign, noviembre de 1975, pág. 74.

  2. Deseret News, 21 de junio de 1871, pág. 235.

  3. Lucas 2:40.

  4. 1 Pedro 2:9.