2000–2009
Honra el sacerdocio y utilízalo bien
Octubre 2008


Honra el sacerdocio y utilízalo bien

Nuestro Salvador Jesucristo es el modelo perfecto del uso del santo sacerdocio. Él ministró con amor, compasión y caridad.

Mis queridos hermanos, estamos reunidos en todo el mundo en esta maravillosa hermandad del santo sacerdocio de Dios. Qué bendecidos somos de estar entre los pocos hombres de la tierra a quienes se les ha confiado la autoridad para actuar en el nombre del Salvador con el fin de bendecir a los demás mediante el uso correcto de Su sacerdocio.

Me pregunto, hermanos, ¿cuántos de nosotros reflexionamos seriamente acerca del valor inestimable de poseer el Sacerdocio Aarónico y el de Melquisedec? Cuando consideramos cuán pocos son los hombres que han vivido en la tierra y han recibido el sacerdocio, y cómo Jesucristo ha investido a esos hombres para actuar en Su nombre, deberíamos sentirnos sumamente humildes y profundamente agradecidos por el sacerdocio que poseemos.

El sacerdocio es la autoridad para actuar en el nombre de Dios. Esa autoridad es esencial para llevar a cabo Su obra sobre la tierra. El sacerdocio que poseemos es una porción de la autoridad eterna de Dios que se nos ha delegado; si somos leales y fieles, nuestra ordenación al sacerdocio será eterna.

Sin embargo, el conferir la autoridad no otorga por sí solo el poder del oficio. Nuestra dignidad personal, nuestra fe en el Señor Jesucristo y la obediencia a Sus mandamientos determinarán el grado en el cual podamos ejercer el poder del sacerdocio. Al tener el respaldo de una base segura de conocimiento del Evangelio, nuestra capacidad para utilizar el sacerdocio dignamente aumentará enormemente.

Nuestro Salvador Jesucristo es el modelo perfecto del uso del santo sacerdocio. Él ministró con amor, compasión y caridad. Su vida fue un ejemplo sin igual de humildad y poder. Las bendiciones más grandes que se reciben al utilizar el sacerdocio provienen del servicio humilde que se presta a los demás, sin pensar en uno mismo. Si seguimos Su ejemplo como poseedores fieles y obedientes del sacerdocio, tenemos a nuestra disposición un gran poder. Cuando sea necesario, podemos ejercer el poder de sanar, de bendecir, de consolar y de dar consejo, al seguir fielmente la suave inspiración del Espíritu.

Te voy a pedir que por algunos minutos pienses que tú y yo estamos solos en un lugar tranquilo, cuyo ambiente permite recibir la dirección del Espíritu Santo. Algunos de ustedes tienen entrevistas personales de dignidad en forma periódica mientras que otros tienen llamamientos en los cuales eso no ocurre casi nunca. Imagina que durante los próximos minutos tú y yo vamos a tener una entrevista del sacerdocio privada.

Mientras compartimos estos minutos juntos, te pido que reflexiones sobre tu dignidad personal para utilizar la autoridad sagrada que posees. También te pediré que consideres con cuánta frecuencia utilizas tu sacerdocio para bendecir a los demás. Mi intención no es criticar sino ayudar a aumentar los beneficios que se reciben al utilizar el sacerdocio.

¿Son propicios tus pensamientos privados y personales para recibir la guía del Espíritu Santo o sería beneficioso realizar una buena limpieza? ¿Nutres tu mente con materiales inspiradores o has sucumbido a la tentación de la pornografía impresa o de internet? ¿Evitas sinceramente el uso de estimulantes y de substancias que no están de acuerdo con el propósito de la Palabra de Sabiduría o has hecho algunas excepciones justificándolas en base a tu razonamiento? ¿Eres cuidadoso para controlar lo que entra a tu mente por tus ojos y tus oídos con el fin de asegurarte de que sea sano y eleve tu espíritu?

Si te has divorciado, ¿provees para las necesidades económicas reales de los niños de quienes eres el padre y no sólo el mínimo que requiere la ley?

Si estás casado, ¿eres fiel a tu esposa tanto mental como físicamente? ¿Eres leal a tus convenios matrimoniales al no entablar conversación con otra mujer que no querrías que tu esposa oyera? ¿Eres bondadoso con tu esposa y tus hijos, y los apoyas? ¿Ayudas a tu esposa haciendo algunas tareas de la casa? ¿Te encargas de las actividades familiares, tales como el estudio de las Escrituras, la oración familiar y la noche de hogar, o dejas que tu esposa llene el vacío que tu falta de atención produce en el hogar? ¿Le dices que la amas?

Si te sientes incómodo con cualquiera de las respuestas que has dado mentalmente a esas preguntas, te pido que tomes las medidas para cambiar ahora mismo. Si existen problemas de dignidad, de todo corazón te insto a hablar ya con tu obispo o con un miembro de la presidencia de tu estaca. Necesitas ayuda; esos problemas que te inquietan no se van a solucionar por sí solos. Sin la atención debida, lo más probable es que empeoren. Tal vez sea difícil para ti hablar con tu líder del sacerdocio, pero te aliento a que lo hagas ahora, para tu propio bien y para el bien de los que te aman.

Hermanos, ahora voy a hablarles de cómo se debe utilizar el sacerdocio para bendecir la vida de los demás, especialmente de las hijas del Padre Celestial.

La proclamación sobre la familia dice que el esposo y la esposa deben ser iguales. Estoy seguro de que a toda esposa en la Iglesia le gustaría tener esa oportunidad y que la apoyaría. Que ocurra o no, depende del esposo. Muchos esposos practican la igualdad con su esposa para el beneficio de ambos y la bendición de sus hijos. Sin embargo, muchos no lo hacen. Insto a todo hombre que sea renuente a establecer una relación de igualdad con su esposa a que obedezca el consejo inspirado del Señor y que lo haga. La igualdad en el matrimonio trae mayores beneficios cuando tanto el esposo como la esposa procuran saber la voluntad del Señor al tomar decisiones que les conciernen a ellos y a su familia.

Estén atentos a la inspiración del Espíritu al utilizar el privilegio supremo de actuar en el nombre del Señor mediante el sacerdocio que poseen. Estén más atentos de cómo pueden utilizar mejor el poder del sacerdocio en la vida de quienes aman y a quienes prestan servicio. En particular, pienso en personas tales como una viuda necesitada que podría beneficiarse con la ayuda de un poseedor del sacerdocio comprensivo y compasivo. Muchas de esas personas nunca solicitarán ayuda. Tengan presente la variedad de problemas que podrían ayudar a solucionar en el hogar de ellas, tal como aliviar las tensiones por medio de una bendición del sacerdocio, o la necesidad de realizar pequeñas reparaciones en el hogar.

En calidad de obispos, sean sensibles y atentos con las hermanas que prestan servicio en el consejo del barrio. Ellas pueden determinar las necesidades de aquellas hermanas de su barrio que no tienen la bendición del sacerdocio en su hogar. Por medio de visitas a las casas, la Sociedad de Socorro puede determinar las necesidades y recomendarles soluciones. Para asuntos más allá del ámbito de la Sociedad de Socorro, pueden pedir el apoyo del quórum de élderes o del grupo de sumo sacerdotes para proporcionar ayuda de acuerdo con las necesidades.

Cómo obispos, cuando brindan consejo a una pareja que tiene problemas matrimoniales, ¿dan el mismo crédito a lo que dice la mujer y a lo que dice el marido? Al viajar por el mundo me he dado cuenta que no se hace justicia con algunas mujeres cuando el líder del sacerdocio se deja persuadir más por un hijo que por una hija del Padre Celestial. Sencillamente, esa desigualdad no debe existir.

El propósito de la autoridad del sacerdocio es dar, prestar servicio, elevar e inspirar, no ejercer injusto control o fuerza. En algunas culturas, por tradición, el hombre tiene una función de dominio y autoridad para controlar y reglamentar todos los asuntos familiares. Esa no es la manera del Señor. En algunos lugares el hombre es casi dueño de su esposa, como si se tratara de una posesión más. Ese es un concepto cruel y erróneo del matrimonio infructuoso e instigado por Lucifer, y que todo poseedor del sacerdocio debe rechazar. Se basa en la idea falsa de que el hombre es en cierta forma superior a la mujer. Nada está más lejos de la verdad. Las Escrituras confirman que el Padre Celestial dejó a la mujer, Su más grandiosa, espléndida y suprema creación, para el final. Sólo después que todo lo demás estuvo terminado, se creó a la mujer. Sólo entonces se pronunció que la obra se había terminado y que era buena.

Acerca de nuestras esposas, madres, abuelas, hermanas y de otras mujeres importantes de nuestra vida, el presidente Hinckley dijo: “De todas las creaciones del Todopoderoso, no hay ninguna que sea más inspiradora que una bella hija de Dios que vive una vida virtuosa con el entendimiento de por qué debe hacerlo, que honra y respeta su cuerpo como algo sagrado y divino, que cultiva su mente y que constantemente ensancha el horizonte de su inteligencia, que nutre su espíritu con verdad sempiterna”1.

Por diseño divino, la mujer es fundamentalmente diferente del hombre en muchas formas2. Ella es compasiva y se interesa por quienes la rodean; sin embargo, esa naturaleza compasiva puede llegar a ser abrumadora para aquellas mujeres que encuentran más para hacer de lo que ellas son capaces de realizar, aun con la ayuda del Maestro. Algunas se desalientan porque sienten que no hacen todo lo que deberían. Creo que ése es el sentimiento que experimentan muchas mujeres dignas, eficientes y devotas de la Iglesia.

Por lo tanto, como esposo o hijo, expresa gratitud por lo que tu esposa y madre hacen por ti. Expresa tu amor y tu gratitud a menudo; eso hará que la vida de muchas hijas del Padre Celestial, que rara vez escuchan un comentario de elogio y a quienes no se les agradece la infinidad de cosas que hacen, sea más plena y agradable. Como esposo, cuando sientas que tu esposa necesita aliento, abrázala y dile cuánto la amas. Que cada uno de nosotros sea siempre cariñoso y agradecido con las mujeres especiales que enriquecen nuestra vida.

Muchas veces, el valor real de algo no se reconoce sino hasta que se nos quita. Para ilustrarlo, consideren el hombre que había perdido el uso del sacerdocio por causa de haber transgredido. Más tarde se le restituyó como parte de la restauración de las ordenanzas a la que se hizo merecedor por medio del arrepentimiento total. Después de restaurarle las bendiciones, miré a la esposa y le pregunté: “¿Le gustaría recibir una bendición?”. Ella respondió con entusiasmo. Entonces miré al esposo que ahora podía utilizar su sacerdocio y le dije: “¿Te gustaría darle una bendición a tu esposa?”. No hay palabras para expresar la profunda emoción de esa experiencia y los lazos de amor, confianza y gratitud que creó. No debería ser necesario que perdieran el derecho al sacerdocio para apreciarlo plenamente.

Conozco la felicidad y el gozo inmensos que he recibido al amar, apreciar y respetar a mi querida esposa con todo mi corazón y mi alma. Ruego que el uso del sacerdocio y el tratamiento que le des a la mujer más importante de tu vida te brinden la misma satisfacción.

En calidad de uno de los quince apóstoles del Señor Jesucristo sobre la tierra, expreso mis sentimientos en cuanto al sacerdocio captados a la perfección en esta declaración del presidente Howard W. Hunter: “Como testigos especiales de nuestro Salvador, se nos ha dado la maravillosa asignación de administrar los asuntos de Su Iglesia y Reino, y de ministrar a Sus hijas e hijos en cualquier parte en que éstos se encuentren sobre la faz de la tierra. A causa de que se nos ha llamado a testificar, gobernar y ministrar, se nos requiere que, a pesar de la edad, las enfermedades y el agotamiento físico, y de cualquier sentimiento de insuficiencia que podamos experimentar, hagamos la obra que se nos ha encomendado hasta el último aliento de vida que nos quede” 3.

Dios nos hará responsables por la forma en que tratemos a Sus preciadas hijas. Por lo tanto, tratémoslas como Él desearía que se las tratara. Ruego que el Señor nos guíe para tener más inspiración, ser más sensibles y eficaces en el uso del sacerdocio que poseemos, en especial con Sus hijas. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Gordon B. Hinckley, “Comprendamos nuestra naturaleza divina” Liahona, febrero de 2002, pág. 24.

  2. Véase Moisés 4:17–19; Moisés 5:10–11.

  3. Véase Howard W. Hunter, “A las mujeres de la Iglesia”, Liahona, enero de 1993, pág. 107.