2000–2009
La adversidad
Abril 2009


La adversidad

Les doy mi testimonio de que Dios el Padre vive. Él estableció para cada uno de nosotros un curso para pulirnos y perfeccionarnos a fin de vivir con Él.

Mis amados hermanos y hermanas, esta oportunidad de hablarles es un privilegio grande y sagrado. Ruego que mis palabras sean de ayuda y que les den ánimo.

Con todas las diferencias que pueda haber entre nosotros, tenemos por lo menos una dificultad en común: todos debemos enfrentar la adversidad. Habrá períodos, a veces largos, en que nuestra vida parezca tener muy pocas dificultades; pero, por nuestra condición de seres humanos, es natural que lo agradable dé paso a la aflicción, que los tiempos de buena salud lleguen a su fin y que sobrevenga la desdicha. Particularmente si los tiempos de comodidad se han extendido, el advenimiento del sufrimiento o la pérdida de seguridad económica tal vez traigan consigo temor y aun enojo.

El enojo proviene, al menos en parte, de un sentido de que lo que sucede no es justo. La buena salud y la serena sensación de estar a salvo nos puede llegar a parecer algo merecido y natural; y cuando desaparecen, nos sobreviene un sentimiento de injusticia. Incluso un hombre valiente a quien conocí lloraba por el sufrimiento físico que tenía y exclamó a los que le dieron una bendición: “Siempre he tratado de ser bueno. ¿Por qué me ha pasado esto?”

Esa angustia por tener una respuesta al “¿Por qué me ha pasado esto?” se hace más dolorosa cuando los que sufren son nuestros seres amados, y es especialmente difícil de aceptar si los afligidos nos parecen ser inocentes; entonces, el pesar puede sacudir nuestra fe en la realidad de un Dios amoroso y Omnipotente. Algunos hemos visto cómo ha afectado esa duda a toda una generación en tiempos de guerra o de escasez. Esa duda tiene el potencial de crecer y extenderse hasta que algunas personas quizás se aparten de Dios acusándolo de ser indiferente o cruel. Y si no se refrenan, esos sentimientos conducen a la pérdida de la fe incluso en la existencia misma de Dios.

Mi propósito hoy es asegurarles que nuestro Padre Celestial y el Salvador viven y que aman a toda la humanidad. El solo hecho de que tengamos la oportunidad de enfrentar la adversidad y la aflicción es parte de la evidencia de Su amor infinito. Dios nos dio el don de vivir como seres mortales a fin de que nos preparáramos para recibir el más grande de todos Sus dones, que es la vida eterna. Entonces, nuestro espíritu cambiará, y seremos capaces de querer lo que Dios quiera, de pensar como Él piense, y así estar preparados para que se nos confíe una posteridad sin fin, para enseñar y guiar durante las pruebas, para que merezcan vivir por siempre en la vida eterna.

Es obvio que, para tener ese don y recibir esa responsabilidad, debemos transformarnos al tomar decisiones rectas cuando éstas sean difíciles de tomar. Al tener esas experiencias penosas y probatorias en la tierra, se nos prepara para confiarnos ese gran cometido. Sólo podemos recibir esa educación si estamos sujetos a pruebas mientras servimos a Dios, y por Él, a nuestros semejantes.

En ese proceso educativo experimentamos desdicha y felicidad, enfermedad y salud, la tristeza del pecado y el gozo del perdón. Ese perdón se logra únicamente por medio de la expiación infinita del Salvador, que Él forjó pasando un dolor que nosotros no podríamos soportar y que sólo vagamente podemos comprender.

Cuando, en medio de la aflicción, debemos esperar el alivio prometido por el Salvador, nos confortará el hecho de que Él sabe, por experiencia propia, cómo sanarnos y auxiliarnos. El Libro de Mormón nos ofrece la certeza de Su poder para consolar, y la fe en ese poder nos dará paciencia mientras oramos, trabajamos y esperamos Su ayuda. Él habría podido saber sencillamente por revelación cómo socorrernos, pero optó por aprender mediante Su propia experiencia. Esto es lo que dice Alma:

“Y él saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases; y esto para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de su pueblo.

“Y tomará sobre sí la muerte, para soltar las ligaduras de la muerte que sujetan a su pueblo; y sus enfermedades tomará él sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las enfermedades de ellos.

“Ahora bien, el Espíritu sabe todas las cosas; sin embargo, el Hijo de Dios padece según la carne, a fin de tomar sobre sí los pecados de su pueblo, para borrar sus transgresiones según el poder de su redención; y he aquí, éste es el testimonio que hay en mí”1.

Aun cuando sepan que en verdad el Señor tiene la capacidad y la bondad de liberarlos en sus tribulaciones, éstas igual podrían poner a prueba su valor y fortaleza para soportarlas. El profeta José Smith exclamó angustiado en el calabozo:

“Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿y dónde está el pabellón que cubre tu morada oculta?

¿Hasta cuándo se detendrá tu mano, y tu ojo, sí, tu ojo puro, contemplará desde los cielos eternos los agravios de tu pueblo y de tus siervos, y penetrarán sus lamentos en tus oídos?”2

La siguiente respuesta del Señor me ha ayudado a mí y nos animará a todos en tiempos tenebrosos:

“Hijo mío, paz a tu alma; tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un breve momento;

“y entonces, si lo sobrellevas bien, Dios te exaltará; triunfarás sobre todos tus enemigos.

“Tus amigos te sostienen, y te saludarán de nuevo con corazones fervientes y manos amistosas.

“No eres aún como Job; no contienden en contra de ti tus amigos, ni te acusan de transgredir, como hicieron con Job”3.

He visto cómo surgen fe y valor de un testimonio que afirma que se nos está preparando para la vida eterna. El Señor rescatará a Sus discípulos fieles; y el discípulo que acepte una prueba como una invitación para desarrollarse y, por lo tanto, merecer la vida eterna, encontrará paz en medio de sus luchas.

Hace poco hablé con un padre joven quien perdió su trabajo en la reciente crisis económica y sabe que hay cientos de miles de personas que tienen exactamente las mismas aptitudes que él y están desesperados buscando trabajo para mantener a su familia. Su tranquila confianza me hizo preguntarle qué había hecho para llegar a estar tan seguro de que iba a encontrar la forma de mantener a su familia; me contestó que había examinando su vida para cerciorarse de haber hecho todo lo posible por ser digno de la ayuda del Señor. Era obvio que su necesidad y su fe en Jesucristo lo conducían a ser obediente a los mandamientos de Dios cuando era difícil hacerlo. Me dijo que se percató de esa oportunidad mientras él y su esposa leían en Alma, donde dice que el Señor preparó a un pueblo para el Evangelio por medio de la adversidad.

Recordarán el momento en que Alma se volvió hacia el hombre que dirigía a un grupo de gente acongojada y el hombre le dijo que los perseguían y los rechazaban a causa de su pobreza y en el relato leemos:

“Y cuando Alma oyó esto, volvió su rostro directamente hacia él, y los observó con gran gozo; porque vio que sus aflicciones realmente los habían humillado, y que se hallaban preparados para oír la palabra.

“Por tanto, no dijo más a la otra multitud; sino que extendió la mano y clamó a los que veía, aquellos que en verdad estaban arrepentidos, y les dijo:

“Veo que sois mansos de corazón; y si es así, benditos sois”4.

La Escritura continúa elogiando a los que nos preparamos para la adversidad en los tiempos prósperos. Muchos de ustedes tuvieron fe para intentar merecer la ayuda que ahora necesitan antes de que llegara la crisis.

Alma continúa: “Sí, el que verdaderamente se humille y se arrepienta de sus pecados, y persevere hasta el fin, será bendecido; sí, bendecido mucho más que aquellos que se ven obligados a ser humildes por causa de su extrema pobreza”5.

El joven con quien recientemente hablé había hecho algo más que guardar comida y ahorrar un poco para las dificultades que los profetas vivientes habían anunciado; comenzó por preparar el corazón para ser digno de la ayuda del Señor, que sabía iba a necesitar en un futuro cercano. El día en que él perdió el empleo, cuando le pregunté a la esposa si estaba preocupada, me dijo con voz alegre: “No, acabamos de salir de la oficina del obispo; nosotros pagamos un diezmo íntegro”. Ahora bien, todavía no sabemos lo que va a pasar, pero sentí la misma confianza que ellos sentían: “La situación mejorará”. La tragedia no socavó su fe, sino que la puso a prueba y la fortaleció. Y el sentimiento de paz que el Señor ha prometido ya les ha llegado en medio de la tormenta. Con seguridad, habrá otros milagros.

A fin de fortalecer y purificar a las personas, el Señor siempre adapta el auxilio a lo que éstas necesiten. Muchas veces, la ayuda llegará en forma de inspiración para hacer algo que sea particularmente difícil para la persona que se encuentra necesitada. Una de las grandes pruebas de la vida es perder por la muerte al marido o a la esposa a quien se ama. El presidente Hinckley describió su dolor al no tener más a la esposa a su lado. El Señor sabe de las necesidades de los que quedan separados de un ser querido por la muerte; por Su experiencia terrenal, Él vio el dolor de las viudas y conocía sus necesidades. En medio del tormento de la cruz, pidió a un apóstol amado que cuidara a su madre viuda, que estaba a punto de perder a un hijo. Él ahora siente el pesar de los esposos que pierden a la esposa y el pesar de las esposas que se quedan solas por causa de la muerte.

La mayoría de nosotros conoce viudas que necesitan atención. Lo que me conmueve es haber sabido de una, ya mayor, a quien yo pensaba visitar otra vez, que tuvo la inspiración de ir a ver a una viuda más joven para consolarla. Una hermana que necesitaba consuelo fue enviada para consolar a otra. El Señor ayudó y bendijo a dos viudas al inspirarlas para animarse la una a la otra; de ese modo, prestó auxilio a las dos.

El Señor envió Su ayuda en la misma forma a los humildes y pobres de los que se habla en Alma 34, que habían respondido a la enseñanza y al testimonio de Sus siervos. Después de arrepentirse y convertirse, seguían siendo pobres, pero Él los puso a hacer por otros lo que tal vez razonablemente pensaran que no podían y lo que ellos todavía necesitaban. Ellos debían dar a los demás lo que quizás anhelaban que Él les diera. Por medio de Su siervo, el Señor dio a aquellos conversos pobres esta dura tarea: “…si después de haber hecho todas estas cosas, volvéis la espalda al indigente y al desnudo, y no visitáis al enfermo y afligido, y si no dais de vuestros bienes, si los tenéis, a los necesitados, os digo que si no hacéis ninguna de estas cosas, he aquí, vuestra oración es en vano y no os vale nada, y sois como los hipócritas que niegan la fe”6.

Es posible que parezca que es pedir demasiado a personas que en sí tienen grandes necesidades; sin embargo, conozco a un joven que fue inspirado para hacer precisamente eso cuando hacía poco que se había casado. Él y su esposa tenían apenas para sobrevivir con una entrada muy pequeña; pero él conoció a otro matrimonio más pobre y, para asombro de su esposa, él les prestó ayuda de sus escasos ingresos. Mientras todavía eran pobres, ellos recibieron una prometida bendición de paz. Después, la prosperidad que alcanzaron sobrepasaba sus más añorados sueños. Y todavía continúan la norma de socorrer al necesitado, a quien tenga menos o que esté en aflicción.

Y hay todavía otra prueba que, si se soporta bien, traerá bendiciones en esta vida y bendiciones eternas. La edad y la mala salud pueden probar a los más fuertes entre nosotros. Un amigo mío era nuestro obispo cuando mis hijas todavía vivían en casa; ellas nos contaban lo que sentían cuando él daba su sencillo testimonio alrededor de una fogata en las montañas. Él las amaba y ellas lo sabían. Después, lo relevaron; ya había sido obispo anteriormente en otro estado del país. Aquellas personas que llegué a conocer que eran del mismo barrio donde él sirvió lo recuerdan igual que mis hijas.

Yo lo visitaba de cuando en cuando en su hogar para demostrarle mi gratitud y darle bendiciones del sacerdocio. Poco a poco, su salud empezó a declinar. No recuerdo todas las dolencias que sufrió; le hicieron cirugía y tenía constante dolor. Pero cada vez que lo visitaba para consolarlo, él invertía los papeles: siempre era yo quien salía reconfortado. Los problemas de la espalda y de las piernas lo forzaban a usar un bastón para caminar; pero allí estaba, en la Iglesia, sentado cerca de la puerta de entrada para saludar con una sonrisa a los que llegaban.

Nunca olvidaré el asombro y la admiración que sentí un día, cuando al abrir la puerta de atrás lo vi venir por la entrada de nuestra cochera. Era el día en que los basureros recogían la basura y por la mañana yo la había sacado afuera en los recipientes que tienen ruedas. Y ahí estaba él, arrastrando con una mano mi recipiente de basura en la subida, mientras que con la otra se apoyaba en el bastón para equilibrarse. Estaba brindándome ayuda según lo que él pensaba que necesitaba, cuando era él quien necesitaba mucho más ayuda que yo; y él lo hacía con una sonrisa y sin que se le hubiera pedido.

Lo visité también cuando al fin necesitó el cuidado de enfermeras y médicos. Estaba en una cama de hospital, todavía con dolores y todavía sonriendo. La esposa me llamó para decirme que estaba cada vez más débil. Mi hijo y yo le dimos una bendición del sacerdocio mientras yacía conectado a un sinfín de tubos; yo sellé la bendición con la promesa de que tendría tiempo y fuerzas para hacer todo lo que Dios le tenía reservado en esta vida, y para pasar toda prueba. Cuando me aparté de la cama para irme, él extendió la mano y tomó una de las mías; me sorprendió la fuerza de su apretón y la firmeza de su voz al decirme: “Voy a estar bien”.

Me fui pensando que volvería a verlo pronto; pero en menos de un día recibí la llamada telefónica: había partido para el lugar glorioso donde iba a ver al Salvador, que es su Juez perfecto y será el nuestro. Al hablar en su funeral, pensé en estas palabras de Pablo cuando supo que iría a ese lugar adonde se fue mi vecino y amigo:

“Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio.

“Porque yo estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano.

“He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe.

“Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida”7.

Tengo la seguridad de que mi vecino pasó bien su prueba y hará frente a su juez con una alegre sonrisa.

Les doy mi testimonio de que Dios el Padre vive. Él estableció para cada uno de nosotros un curso para pulirnos y perfeccionarnos a fin de vivir con Él. Testifico que el Salvador vive. Su Expiación hace posible que nos purifiquemos al guardar Sus mandamientos y los convenios sagrados que efectuamos. Sé por experiencia propia que Él nos dará fuerzas para elevarnos por encima de toda tribulación. El presidente Monson es el Profeta del Señor; él posee todas las llaves del sacerdocio. Ésta es la verdadera Iglesia del Señor en la cual estamos, apoyándonos unos a otros y siendo bendecidos por socorrer a los compañeros de sufrimiento que Él ponga en nuestro camino. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Alma 7:11–13.

  2. D. y C. 121:1–2.

  3. D. y C. 121:7–10.

  4. Alma 32:6–8.

  5. Alma 32:15.

  6. Alma 34:28.

  7. 2 Timoteo 4:5–8.