2000–2009
Sed de buen ánimo
Abril 2009


Sed de buen ánimo

Sean de buen ánimo. El futuro es tan brillante como su fe.

Mis queridos hermanos y hermanas, les expreso mi amor. Me siento humilde por la responsabilidad de dirigirles la palabra, y sin embargo, estoy agradecido por la oportunidad de hacerlo.

Desde que nos reunimos la última vez, hace seis meses en la conferencia general, ha habido señales constantes de que las circunstancias mundiales no son necesariamente lo que quisiéramos. La economía global, que hace seis meses parecía estar declinando, parece haberse ido a pique, y durante muchas semanas el panorama económico ha sido un tanto sombrío; además, las bases morales de la sociedad siguen decayendo, mientras que los que tratan de proteger ese fundamento a menudo son ridiculizados y a veces perseguidos. Y las guerras, los desastres naturales y las desgracias personales siguen ocurriendo.

Sería fácil desanimarnos y perder la fe en cuanto al futuro —o incluso tener temor de lo que pueda venir— si sólo nos concentráramos en lo que está mal en el mundo y en nuestra vida. Sin embargo, hoy quisiera que nuestros pensamientos y nuestras actitudes dejen de lado los problemas que nos rodean y se concentren en las bendiciones que tenemos como miembros de la Iglesia. El apóstol Pablo declaró: “…no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio”1.

Ninguno de nosotros pasa por esta vida sin problemas ni desafíos, y a veces tragedias e infortunios. Después de todo, en gran parte estamos aquí para aprender y progresar como resultado de esos acontecimientos. Sabemos que habrá ocasiones en las que sufriremos, lloraremos y estaremos tristes; no obstante, se nos ha dicho: “Adán cayó para que los hombres existiesen; y existen los hombres para que tengan gozo”2.

¿Cómo podemos tener gozo en la vida a pesar de todo lo que enfrentemos? Cito otra vez de las Escrituras: “Sed de buen ánimo, pues, y no temáis, porque yo, el Señor, estoy con vosotros y os ampararé”3.

La historia de la Iglesia en ésta, la dispensación del cumplimiento de los tiempos, está repleta de experiencias de los que han luchado pero que han permanecido firmes y con buen ánimo al hacer del evangelio de Jesucristo el punto central de su vida. Esa actitud es lo que nos ayudará a superar lo que se interponga en nuestro camino. No eliminará nuestros problemas, pero nos permitirá enfrentar los desafíos, con confianza, y salir victoriosos.

Son muchos los ejemplos de personas que han enfrentado circunstancias difíciles, pero que han perseverado y triunfado a raíz de que su fe en el Evangelio y en el Salvador les ha dado la fuerza que necesitaban. Esta mañana me gustaría compartir con ustedes tres de estos ejemplos.

Primero, de mi propia familia, menciono una experiencia emotiva que siempre me ha inspirado.

Mis bisabuelos maternos, Gibson y Cecelia Sharp Condie, vivían en Clackmannan, Escocia. Sus familias trabajaban en las minas de carbón. Ellos estaban en paz con el mundo, rodeados de parientes y amigos, y vivían en casas bastante cómodas en una tierra que amaban. Después escucharon el mensaje de los misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y se convirtieron en lo más profundo de su alma. Escucharon el llamado de congregarse en Sión, y supieron que debían responder a él.

Alrededor de 1848, vendieron sus posesiones y se prepararon para la peligrosa travesía a lo largo del gran Océano Atlántico. Con cinco hijos pequeños, abordaron un barco, llevando todas sus posesiones en un pequeño baúl. Recorrieron cuatro mil ochocientos kilómetros durante ocho largas y pesadas semanas sobre un mar traicionero, alertas y anhelosos, con comida de mala calidad, agua insalubre y ninguna otra ayuda más allá de lo largo y lo ancho de aquella pequeña embarcación.

En medio de esa difícil situación, enfermó uno de sus hijitos. No había doctores, ni tiendas donde pudieran comprar medicina para aliviar su sufrimiento. Velaron, oraron, esperaron y lloraron, a medida que la situación del niño se deterioraba con el paso de los días. Cuando finalmente la muerte le cerró los ojos, los padres quedaron con el corazón desgarrado. Lo que incrementó su angustia fue que las leyes del mar se debían obedecer. El pequeño cuerpo, envuelto en una lona con pesas de hierro, quedó consignado a una sepultura en el mar. Al alejarse en el barco, sólo aquellos padres supieron el enorme dolor que llevaban en su herido corazón4. Sin embargo, con una fe nacida de su profunda convicción de la verdad y de su amor por el Señor, Gibson y Cecelia perseveraron. Encontraron consuelo en las palabras del Señor: “…en el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”5.

¡Cuán agradecido estoy por antepasados que tuvieron la fe para dejar su hogar y trasladarse a Sión, que hicieron sacrificios que apenas me puedo imaginar! Le doy gracias a mi Padre Celestial por el ejemplo de fe, valor y determinación que Gibson y Cecelia Sharp Condie nos brindaron a mí y a toda su posteridad.

Enseguida les presento a un hombre tierno y lleno de fe que simboliza la paz y el gozo que el evangelio de Jesucristo puede llevar a nuestras vidas.

Muy tarde una noche en una isla del Pacífico, un pequeño barco atracó silenciosamente en el rudimentario muelle. Dos mujeres polinesias ayudaron a Meli Mulipola a bajar del barco y lo llevaron por el camino trillado que llevaba al pueblo. Las mujeres se maravillaban al ver las brillantes estrellas que titilaban en el cielo de medianoche. La luz de la luna los guiaba por el camino. Sin embargo, Meli Mulipola no podía apreciar esos deleites de la naturaleza —la luna, las estrellas y el cielo— porque era ciego.

La vista del hermano Mulipola había sido normal hasta que un día, mientras trabajaba en una plantación de piña, repentinamente la luz se volvió oscuridad y el día una noche perpetua. Se encontraba deprimido y abatido hasta que conoció las buenas nuevas del evangelio de Jesucristo. Ajustó su vida conforme a las enseñanzas de la Iglesia, y de nuevo sintió esperanza y gozo.

El hermano Mulipola y sus seres queridos habían hecho un largo viaje al saber que un poseedor del sacerdocio de Dios visitaba las islas del Pacífico. Pidió una bendición, y yo tuve el privilegio, junto con otro hermano que poseía el Sacerdocio de Melquisedec, de darle esa bendición. Al concluir, noté que de sus ojos sin vida caían lágrimas que le rodaban por sus morenas mejillas y que al final le caían sobre su ropa tradicional. Se puso de rodillas y oró: “Oh Dios, Tú sabes que estoy ciego. Tus siervos me han bendecido para devolverme la vista. Ya sea que en Tu sabiduría vea luz u obscuridad todos los días de mi vida, estaré eternamente agradecido por la verdad de Tu Evangelio que ahora veo y que le da luz a mi vida”.

Se puso de pie y, sonriendo, nos dio las gracias por la bendición. Después desapareció en la quietud de la noche. Llegó en silencio, y en silencio partió; pero nunca olvidaré su presencia. Pensé en el mensaje del Maestro: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”6.

Mis hermanos y hermanas, cada uno de nosotros tiene esa luz. No se nos ha abandonado para caminar solos, por más oscura que sea la senda.

Me encantan las palabras de M. Louise Haskins:

Y le dije al que guardaba la puerta del año:

“¡Dame una luz para caminar seguro hacia lo desconocido!”.

Él respondió:

“Avanza en la obscuridad y pon tu mano en la mano de Dios.

Eso será para ti mejor que una luz y más seguro que un sendero conocido”7.

El marco de referencia de mi último ejemplo de alguien que perseveró y que al final triunfó, a pesar de circunstancias sumamente difíciles, da comienzo en la Prusia Oriental, después de la Segunda Guerra Mundial.

Aproximadamente en marzo de 1946, menos de un año después de terminar la guerra, a Ezra Taft Benson, en ese entonces miembro del Quórum de los Doce y acompañado de Frederick W. Babbel, se le asignó hacer un recorrido especial por Europa con el propósito específico de reunirse con los santos, evaluar sus necesidades y brindarles ayuda. Más tarde, el élder Benson y el hermano Babbel relataron una experiencia, basada en un testimonio que escucharon, sobre una hermana miembro de la Iglesia que había quedado en una zona que ya no controlaba el gobierno bajo el cual había vivido.

Ella y su esposo habían vivido una vida idílica en la Prusia Oriental. Luego había empezado la Segunda Guerra Mundial. Su amado joven esposo había muerto durante los días finales de las temibles batallas en su tierra natal, dejándola sola para cuidar de sus cuatro hijos.

Las fuerzas de ocupación decidieron que los alemanes de Prusia Oriental debían ir a Alemania Occidental en busca de un nuevo hogar. Esa mujer era alemana, y tuvo que salir. El viaje era de unos mil seiscientos kilómetros, y no había ninguna otra manera de realizarlo más que a pie. Se le permitió llevar sólo lo más esencial que cupiera en su pequeña carreta de ruedas de madera. Además de sus hijos y de esas escasas posesiones, llevaba consigo una fe firme en Dios y en el Evangelio revelado al profeta de los últimos días: José Smith.

Ella y los niños comenzaron la jornada a fines del verano. Puesto que en sus escasas posesiones no llevaba ni comida ni dinero, se vio obligada a recoger su diaria subsistencia de los campos y los bosques que estaban a lo largo del camino. Hizo frente a peligros constantes por parte de refugiados que eran presa del pánico, así como de tropas que saqueaban.

A medida que los días se convertían en semanas y las semanas en meses, la temperatura descendió bajo cero. Cada día, ella se tropezaba en el terreno congelado cuando llevaba a su bebé en los brazos. Los otros tres hijos caminaban con dificultad detrás de ella, y el mayor, de siete años, tiraba de la pequeña carreta de madera donde llevaban sus pertenencias. Se envolvían los pies con tela burda, que era lo único que tenían para protegerlos, ya que desde hacía mucho tiempo los zapatos se les habían deshecho. Las chaquetas delgadas y harapientas les cubrían la ropa que estaba en esas mismas condiciones, proporcionándoles la única protección contra el frío.

Las nevadas no tardaron en llegar, y los días y las noches se volvieron una pesadilla. Por la noche, ella y los niños buscaban algún refugio —un granero o cobertizo— y se acurrucaban juntos para calentarse, cubriéndose con algunas mantas delgadas que llevaban en la carreta.

Ella luchaba constantemente por sacar de su mente los abrumadores temores de que morirían antes de llegar a su destino.

Entonces, una mañana pasó lo inconcebible. Al despertar, sintió que el corazón se le congelaba. El cuerpecito de su hija de tres años estaba frío e inerte, y se dio cuenta de que la muerte se había llevado a la niña. Aunque se sentía abrumada por el dolor, sabía que tenía que tomar a los otros niños y seguir adelante. Sin embargo, primeramente usó la única herramienta que tenía —una cuchara de cocina— para cavar una sepultura en el congelado suelo para su pequeña y amada hija.

Aún así, la muerte sería su compañera una y otra vez durante la jornada. Su hijo de siete años murió, tal vez de hambre o congelado, o por ambas razones. Una vez más, lo único que servía de pala era la cuchara, y volvió a cavar hora tras hora para colocar los restos mortales tiernamente en la tierra. Después murió el hijo de cinco años, y una vez más usó la cuchara como pala.

La desesperación la consumía. Sólo le quedaba la bebita, que también desfallecía. Por fin, al llegar al final de su jornada, la pequeña murió en sus brazos. Ya no tenía la cuchara, así que hora tras hora cavó con las manos una sepultura en la tierra helada. Su dolor era insoportable. ¿Cómo era posible que estuviera arrodillada en la nieve junto al sepulcro de su última criatura? Había perdido a su esposo y a todos sus hijos; había dejado sus bienes terrenales, su hogar e incluso su tierra natal.

En ese momento de agobiante pesar y total desconcierto, sintió que el corazón literalmente se le quebraría. En su desesperación, pensó en cómo podría acabar con su propia vida como lo hacían tantos de sus compatriotas. ¡Qué fácil sería saltar de un puente cercano, pensó, o arrojarse frente a un tren en movimiento!

Y entonces, mientras la invadían esos pensamientos, algo en su interior le dijo: “Ponte de rodillas y ora”. Ella no hizo caso a la impresión hasta que ya no la pudo resistir más. Se arrodilló y oró con más fervor que nunca:

“Querido Padre Celestial, no sé cómo seguir adelante. Ya no me queda nada, salvo mi fe en Ti. Padre, en la desolación de mi alma, siento una gran gratitud por el sacrificio expiatorio de Tu Hijo Jesucristo. No logro expresar adecuadamente mi amor por Él. Yo sé que debido a que Él sufrió y murió, yo viviré de nuevo con mi familia; que debido a que Él rompió las cadenas de la muerte, veré de nuevo a mis hijos y tendré el gozo de criarlos. Aunque en este momento no tengo deseos de vivir, lo haré, para que nos volvamos a reunir como familia y, juntos, regresemos a Ti”.

Cuando finalmente llegó a su destino, en Karlsruhe, Alemania, estaba consumida. El hermano Babbel dijo que tenía el rostro de color gris morado, los ojos rojos e hinchados, y las articulaciones prominentes. Se encontraba, literalmente, en un avanzado estado de inanición. Poco después, en una reunión de la Iglesia, dio un glorioso testimonio, en el que afirmó que, de toda la gente aquejada de problemas en su triste país, ella era una de las más felices porque sabía que Dios vivía, que Jesús es el Cristo, y que Él murió y resucitó a fin de que viviésemos de nuevo. Testificó que sabía que, si seguía fiel y leal hasta el fin, volvería a reunirse con los seres que había perdido y recibiría la salvación en el reino celestial de Dios8.

En las Santas Escrituras leemos: “Mas he aquí, los justos, los santos del Santo de Israel, aquellos que han creído en [Él], quienes han soportado las cruces del mundo… éstos heredarán el reino de Dios… y su gozo será completo para siempre”9.

Les testifico que las bendiciones prometidas son incalculables. Aunque las nubes se arremolinen, aunque las lluvias desciendan sobre nosotros, nuestro conocimiento del Evangelio y el amor que tenemos por nuestro Padre Celestial y nuestro Salvador nos consolarán y nos sostendrán, y darán gozo a nuestro corazón al caminar con rectitud y guardar los mandamientos. No hay nada en este mundo que pueda derrotarnos.

Mis queridos hermanos y hermanas, no teman. Sean de buen ánimo. El futuro es tan brillante como su fe.

Declaro que Dios vive y que Él escucha y contesta nuestras oraciones. Su Hijo Jesucristo es nuestro Salvador y Redentor. Nos esperan las bendiciones del cielo. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. 2 Timoteo 1:7.

  2. 2 Nefi 2:25.

  3. D. y C. 68:6.

  4. Adaptado de Thomas A. Condie, “History of Gibson and Cecelia Sharp Condie”, 1937; inédito.

  5. Juan 16:33.

  6. Juan 8:12.

  7. De “The Gate of the Year”, en James Dalton Morrison, ed., Masterpieces of Religious Verse, 1948, pág. 92.

  8. Tomado de conversaciones personales y de Frederick W. Babbel, On Wings of Faith, 1972, págs. 40–42.

  9. 2 Nefi 9:18.