2000–2009
Nadie estuvo con Él
Abril 2009


Nadie estuvo con Él

La verdad que se pregonó desde la cima del Calvario es que nunca estaremos solos ni sin ayuda, aunque a veces pensemos que lo estamos.

Gracias, hermana Thompson, y gracias a las extraordinarias mujeres de la Iglesia. Hermanos y hermanas, mi mensaje de Pascua de Resurrección de hoy va dirigido a todos, pero en especial a aquellos que están solos o que se sienten solos, o peor aún, a los que se sienten abandonados. Entre ellos se podrían incluir a los que anhelan estar casados, a los que han perdido un cónyuge, a los que han perdido hijos o a los que nunca han sido bendecidos con hijos. En nuestra compasión abrazamos a esposas a quienes los maridos las han abandonado, esposos cuyas esposas los han dejado, e hijos privados de uno de los padres, o de ambos. En la amplia circunferencia de este grupo se puede hallar el soldado que está lejos del hogar, el misionero que en las primeras semanas extraña a la familia, o el padre desempleado que teme que su familia perciba el miedo de su mirada. En una palabra, puede incluirnos a todos nosotros en diferentes épocas de nuestra vida.

A todos ellos les hablo de la jornada más solitaria que jamás se haya emprendido, y de las interminables bendiciones que ella trajo a la familia humana. Me refiero a la solitaria tarea del Salvador de llevar Él solo la carga de nuestra salvación. Con toda razón Él diría: “He pisado yo solo el lagar, y de los pueblos nadie había conmigo… Miré, y no había quien ayudara, y me maravillé que no hubiera quien [me] sustentase”1.

Como tan bellamente lo destacó el presidente Uchtdorf, sabemos que en las Escrituras dice que la llegada mesiánica de Jesús a Jerusalén el domingo antes de la Pascua, un día que equivale directamente a la mañana de hoy, fue un gran momento público, pero el entusiasmo por seguir caminando con Él empezaría a disminuir rápidamente.

Poco después, Él fue llevado ante los líderes israelitas de aquella época, primero Anás, el antiguo sumo sacerdote, y luego Caifás, el sumo sacerdote de esos días. En su prisa por juzgarlo, esos hombres y sus concilios declararon su veredicto con rapidez e ira: “¿Qué más necesidad tenemos de testigos?”, exclamaron. “¡Es [digno] de muerte!”2.

Después fue llevado ante los gobernantes gentiles del país. Herodes Antipas, el tetrarca de Galilea, lo interrogó una vez, y Poncio Pilato, el gobernador romano de Judea, lo hizo dos veces, declarando la segunda vez a la multitud: “…habiéndole interrogado yo delante de vosotros, no he hallado en este hombre delito alguno”3. Entonces, en un acto que fue tan inexcusable como ilógico, Pilato “[azotó] a Jesús, [y] le entregó para ser crucificado”4. Las manos recién lavadas de Pilato nunca pudieron haber estado más manchadas ni más sucias.

Ese rechazo, tanto eclesiástico como político, se volvió más personal cuando los ciudadanos de las calles se volvieron también contra Jesús. Una de las ironías de la historia es que junto con Jesús estaba encarcelado un verdadero blasfemo, un asesino y revolucionario conocido como Barrabás, nombre o título que, en arameo, significa “hijo del padre”5. Debido a que Pilato podía poner en libertad a un prisionero, según el espíritu de la tradición de la Pascua, preguntó al pueblo: “¿A cuál de los dos queréis que os suelte?”. Respondieron: “A Barrabás”6, de modo que se puso en libertad a un impío “hijo del padre”, mientras que el Hijo verdaderamente divino de Su Padre Celestial fue condenado a la crucifixión.

Éste fue además un tiempo de prueba entre aquellos que conocían a Jesús de manera más personal. El más difícil de entender de este grupo es Judas Iscariote. Sabemos que en el plan divino era necesario que Jesús fuese crucificado, pero es sumamente difícil pensar que uno de Sus testigos especiales que se sentó a Sus pies, que lo escuchó orar, que lo vio sanar y que sintió su contacto, pudiese traicionarlo a Él y a todo lo que representaba por treinta piezas de plata. Nunca en la historia del mundo se ha comprado tanta infamia con tan poco dinero. No somos nosotros los que hemos de juzgar lo que le espera a Judas, pero Jesús dijo del que lo traicionó: “Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido” 7.

Naturalmente, había otros entre los creyentes que también tuvieron sus momentos difíciles. Después de la Última Cena, Jesús dejó a Pedro, a Jacobo y a Juan esperando mientras Él se fue solo al Jardín de Getsemaní. Postrándose sobre su rostro en oración, “triste… hasta la muerte”8, dice el registro, Su sudor era como grandes gotas de sangre9 mientras le suplicaba al Padre que pasara de Él esa copa abrumadora y atroz. Pero, ciertamente, no pasaría. Al regresar de aquella angustiosa oración, encontró dormidos a Sus tres discípulos principales, lo que lo indujo a preguntar: “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?”10. Esto ocurrió dos veces más hasta que a la tercera Él dice con compasión: “Dormid ya, y descansad”11, a pesar de que para Él no habría descanso.

Más tarde, después de que Jesús fue arrestado y presentado ante el tribunal, Pedro, a quien se acusó de conocer a Jesús y de ser uno de Sus confidentes, niega esa acusación no sólo una, sino tres veces. No sabemos todo lo que estaba sucediendo allí, y tampoco sabemos si el Salvador les haya dado a Sus apóstoles, en privado, algún consejo para que se protegieran12, pero sí sabemos que Jesús era consciente de que ni siquiera esos seres tan queridos estarían con Él hasta el final, de lo cual ya le había advertido a Pedro13. Entonces, al cantar el gallo, “vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor… Y [él], saliendo fuera, lloró amargamente”14.

Fue así que, por necesidad divina, el círculo de apoyo alrededor de Jesús se hace más y más pequeño, dando un significado al corto versículo de Mateo: “…todos los discípulos, dejándole, huyeron”15. Pedro permaneció lo suficientemente cerca como para que se le reconociera y confrontara; Juan permaneció al pie de la cruz con la madre de Jesús. En especial y como siempre, las benditas mujeres en la vida del Salvador permanecieron tan cerca de Él como pudieron; pero básicamente, Su solitaria jornada de regreso a Su Padre siguió sin consuelo ni compañía.

Ahora hablo con sumo cuidado, incluso con reverencia, de lo que tal vez haya sido el momento más difícil de todos en esta solitaria jornada hacia la Expiación. Me refiero a esos momentos finales para los cuales Jesús debió haber estado preparado intelectual y físicamente, pero para los que quizás no haya estado preparado emocional ni espiritualmente, aquel descenso final hacia la paralizante desesperación de sentir que Dios lo había desamparado, cuando exclama en suprema soledad: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”16.

Él había previsto la pérdida del apoyo de seres mortales, pero ciertamente no había comprendido este último. ¿Acaso Él no había dicho a Sus discípulos: “He aquí, la hora… ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo” y “…no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada”17?

Con toda la convicción de mi alma, testifico que Él complació perfectamente a Su Padre, y que un Padre perfecto no desamparó a Su Hijo en ese momento. De hecho, mi creencia personal es que durante todo el ministerio terrenal de Cristo, posiblemente el Padre nunca haya estado más cerca de Su Hijo que en esos últimos momentos de angustioso sufrimiento. No obstante, a fin de que el sacrificio supremo de Su Hijo fuera igualmente completo como lo fue voluntario y solitario, el Padre retiró brevemente de Jesús el consuelo de Su Espíritu, el apoyo de Su presencia personal. Fue necesario; de hecho, fue fundamental para la trascendencia de la Expiación que este Hijo perfecto que nunca había dicho ni hecho nada malo, ni había tocado cosa inmunda, supiese cómo se sentiría el resto de la humanidad, o sea nosotros, todos nosotros, cuando cometiera esos pecados. Para que Su expiación fuese infinita y eterna, Él tenía que sentir lo que era morir no sólo física sino espiritualmente, sentir lo que era el alejamiento del Espíritu divino, al dejar que la persona se sintiera total, vil y completamente sola.

Pero Jesús perseveró y siguió adelante. Lo bueno en Él permitió que la fe triunfara en un estado de completa angustia. La confianza que guiaba Su vida le indicaba, a pesar de Sus sentimientos, que la compasión divina nunca se ausenta, que Dios es siempre fiel, que Él nunca huye ni nos falla. Cuando se hubo pagado hasta el último centavo, cuando la determinación de Cristo de ser fiel se manifestó de manera tan evidente como absolutamente invencible, por fin y piadosamente, el sufrimiento “consumado” fue18. A pesar de tenerlo todo en su contra y sin nadie que lo ayudara ni apoyara, Jesús de Nazaret, el Hijo viviente del Dios viviente, restauró la vida física donde la muerte había prevalecido, y trajo gloriosa redención espiritual tras horrenda obscuridad y desesperación. Con fe en el Dios que Él sabía que estaba allí, pudo decir triunfante: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”19.

Hermanos y hermanas, uno de los grandes consuelos de esta época de Pascua de Resurrección es que debido a que Jesús caminó totalmente solo por el largo y solitario sendero, nosotros no tenemos que hacerlo. Su solitaria jornada proporciona una compañía excelente para la corta versión de nuestro sendero: el misericordioso cuidado de nuestro Padre Celestial, la infalible compañía de este Hijo Amado, el excelente don del Espíritu Santo, los ángeles del cielo, familiares a ambos lados del velo, profetas y apóstoles, maestros, líderes y amigos. Se nos han dado todos estos compañeros y más para nuestra jornada terrenal por medio de la expiación de Jesucristo y de la restauración de Su evangelio. La verdad que se pregonó desde la cima del Calvario es que nunca estaremos solos ni sin ayuda, aunque a veces pensemos que lo estamos. Ciertamente, el Redentor de todos nosotros dijo: “No os dejaré huérfanos. [Mi Padre y yo] vendr[emos] a vosotros [y moraremos con vosotros]”20.

La otra súplica que tengo para esta época de Pascua es que esas escenas del solitario sacrificio de Cristo, marcados con momentos de negación, abandono y, al menos una vez, con rotunda traición, nunca tenemos que repetirlas. Él ya caminó solo una vez; ruego que Él nunca tenga que volver a confrontar el pecado sin nuestra ayuda y socorro, que nunca vuelva a encontrar sólo espectadores indiferentes cuando nos vea a ustedes y a mí a lo largo de SuVía Dolorosa en nuestros días. A medida que se acerca esta semana santa —el jueves de Pascua con su Cordero Pascual, el viernes expiatorio con su cruz, el domingo de Resurrección con su sepulcro vacío— ruego que declaremos que somos discípulos cabales del Señor Jesucristo, no sólo en palabra o en la afluencia de tiempos de comodidad, sino en hechos, en valor y en fe, incluso cuando el sendero sea solitario y cuando nuestra cruz sea difícil de llevar. Ruego que en esta semana de Pascua y siempre permanezcamos al lado de Jesucristo “en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que [estemos], aun hasta la muerte”21, porque ciertamente así es como Él permaneció a nuestro lado, aun hasta la muerte y cuando tuvo que estar total y definitivamente solo. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Isaías 63:3–5; véase también D. y C. 76:107; 88:106; 133:50.

  2. Mateo 26: 65–66; véase Joseph Smith Translation.

  3. Lucas 23:14.

  4. Mateo 27:26.

  5. Véase “Barabbas”, en el diccionario de la Biblia en inglés, pág. 619.

  6. Mateo 27:21.

  7. Mateo 26:24.

  8. Mateo 26:37–38.

  9. Véase Lucas 22:44; Mosíah 3:7; D. y C. 19:18.

  10. Mateo 26:40.

  11. Mateo 26:45.

  12. Véase Spencer W. Kimball, “Peter, My Brother”, BYU Speeches of the Year, 13 de julio de 1971, pág. 1.

  13. Véase Marcos 14:27–31.

  14. Lucas 22:61–62.

  15. Mateo 26:56.

  16. Mateo 27:46; cursiva agregada.

  17. Juan 16:32; 8:29.

  18. Véase Juan 19:30.

  19. Lucas 23:46.

  20. Juan 14:18, 23.

  21. Mosíah 18:9.