2000–2009
¡Cuidado con la brecha!
Octubre 2009


¡Cuidado con la brecha!

Las brechas podrían servir de recordatorios de la forma de mejorar o, si no les hacemos caso, serán piedras de tropiezo en nuestra existencia.

Hace varios años fui a Londres, Inglaterra, a visitar a unos amigos íntimos. Durante mi estadía allá viajé en “el tubo”, el sistema de trenes subterráneos que mucha gente utiliza para desplazarse de un lugar a otro. En cada una de esas concurridas estaciones hay carteles de advertencia sobre algunos peligros que puedan amenazar a los pasajeros; hay luces intermitentes para advertir que se acerca un tren y que deben alejarse del borde de la plataforma. Hay, además, un cartel que indica otro peligro, una brecha que queda entre el tren y la plataforma. En el cartel dice: “¡Cuidado con la brecha!”, para recordar a la gente que no deben poner el pie ahí ni dejar caer nada en ese espacio, porque quedaría debajo del tren y se perdería. Ese cartel es indispensable pues advierte de un gran riesgo: A fin de estar a salvo, las personas deben tener “cuidado con la brecha”.

En la vida de muchas de nosotras también hay brechas; a veces, es la diferencia entre lo que sabemos y lo que hacemos, o la distancia entre una meta que nos hayamos puesto y lo que realmente logremos. Esas brechas podrían servir de recordatorios de la forma de mejorar o, si no les hacemos caso, serán piedras de tropiezo en nuestra existencia.

Quiero mencionar algunas brechas que veo en mí misma o en la vida de otras personas. Hoy me referiré a las siguientes:

Primero, la brecha que hay entre creer que son hijas de Dios y saber, de corazón y de alma, que cada una de ustedes es una valiosa y amada hija de Dios.

Segundo, la brecha que se les presenta entre completar el programa de las Mujeres Jóvenes y pasar a ser participante y miembro activa de la Sociedad de Socorro, “la organización del Señor para la mujer”1.

Tercero, la brecha que hay entre creer en Jesucristo y ser valiente en el testimonio del Jesucristo.

La número uno: la brecha entre creer que son hijas de Dios y saber, de corazón y de alma, que cada una de ustedes es una hija de Dios preciada y amada.

La mayoría de las que hemos asistido a la Iglesia durante más de unos meses hemos cantado la canción “Soy un hijo de Dios”2; yo la he cantado desde que era niña y siempre he creído en lo que dice. Aunque casi todas lo creemos, en tiempos de aflicciones o dificultades parece que tenemos la tendencia a dudar de su mensaje o a olvidarlo.

Algunos han dicho cosas como éstas: “Ah, si Dios me amara de verdad, no habría dejado que mi niño contrajera esta enfermedad”. “Si Dios me amara, me ayudaría a encontrar un hombre digno con quien casarme y sellarme en el santo templo”. “Si Dios me amara, nos daría bastante dinero para comprar una casa para nuestra familia”. O “He pecado, así que no es posible que Dios todavía me ame”.

Es lamentable que oigamos tan a menudo ese tipo de expresiones. Es preciso que sepan que nada las “podrá separar del amor” de Cristo. Las Escrituras dicen claramente que ni la tribulación ni la angustia ni la persecución ni potestades ni ninguna cosa creada puede separarnos del amor de Dios3.

Nuestro Padre Celestial nos ama tanto que envió a Su Hijo Unigénito para expiar nuestros pecados. El Salvador no sólo sufrió por cada uno de esos pecados, sino que también padeció todo dolor, pesar, molestia, soledad y tristeza que cualquiera de nosotras pueda tener que pasar. ¿No es eso un amor extraordinario? El presidente Henry B. Eyring ha dicho: “El Espíritu Santo es quien testifica la realidad de la existencia de Dios y nos permite sentir el gozo de Su amor”4.

Debemos aceptar Su amor, amarnos a nosotras mismas y amar a los demás. Recuerden que toda alma que viva en esta tierra es también un hijo de Dios y que debemos tratarnos los unos a los otros con el amor y la bondad propios de los hijos de Dios que somos.

La mayoría de ustedes se esfuerza por cumplir con su deber, por guardar los mandamientos y obedecer al Señor; es importante que reconozcan la aprobación de Él. Es preciso que sepan que el Señor está complacido con ustedes y que ha aceptado su ofrenda5.

Recuerden que deben tener en cuenta esta brecha y no permitan que les invadan las dudas ni la incertidumbre. Tengan la seguridad de que Dios las ama profundamente y que cada una de ustedes es una preciada hija Suya.

Ahora, hablemos de la brecha que se les presenta entre el momento de completar el programa de las Mujeres Jóvenes y el de pasar a ser participante y miembro activo de la Sociedad de Socorro, la organización del Señor para la mujer.

En muchos países, los dieciocho años son la edad en la que una joven pasa a considerarse una mujer; para muchas de nosotras, es una época emocionante en la que ya nos sentimos adultas y listas para enfrentar el mundo y conquistarlo. Para las jovencitas de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es también la época en la que completamos muchas de nuestras metas del Progreso Personal, empezamos a asistir a la Sociedad de Socorro y aceptamos llamamientos de servicio en la Iglesia. Nuestro testimonio se ha fortalecido en la organización de las Mujeres Jóvenes y nos hemos trazado un plan de metas que nos llevarán al matrimonio en el templo y a tener nuestra propia familia eterna.

Lamentablemente, entre nuestras hermanas más jóvenes hay quienes se toman “una licencia” y no participan plenamente en el Evangelio ni en la Sociedad de Socorro; incluso hay algunas que tienen la idea de que “ya iré a la Sociedad de Socorro cuando me case, o cuando sea mayor o cuando no esté tan ocupada”.

Cuando terminé la escuela secundaria, mis metas eran continuar los estudios en un colegio universitario por los menos durante dos años, luego casarme con un hombre apuesto y tener cuatro hijos perfectos y hermosos, dos varones y dos niñas. Mi esposo iba a disponer de muy buenos ingresos, así yo no tendría que trabajar, y entonces pensaba prestar servicio en la Iglesia y en la comunidad. Felizmente, otra de mis metas era ser miembro activo y fiel de la Iglesia.

Bueno, como sabrán, muchas de mis metas no se cumplieron como yo pensaba; terminé mis estudios, presté servicio en una misión, conseguí trabajo, seguí estudiando hasta lograr la maestría y continué trabajando muchos años en mi profesión. (Hace trece años estaba segura de que me casaría pronto cuando desenvolví un dulce y leí este mensaje en la envoltura: “Te casarás en menos de un año”.) Pero no apareció ningún hombre apuesto, ni hubo boda ni tuve hijos. Nada ha pasado como lo había planeado, excepto una cosa: que siempre traté de ser activa y fiel de la Iglesia. Estoy muy agradecida por eso, pues ha tenido una gran influencia en mí y ha hecho que mi vida fuera totalmente diferente.

Tuve la oportunidad de prestar servicio durante muchos años en las Mujeres Jóvenes y eso me dio la posibilidad de enseñar y testificar a las jovencitas que estaban desarrollando su testimonio y esforzándose por progresar en la forma que Dios lo ha designado.

También tuve oportunidad de prestar servicio en llamamientos de la Sociedad de Socorro, lo que contribuyó a que aprendiera a servir a los demás e incrementara mi fe, y me dio un profundo sentido de participación y bienestar; aunque no era casada ni tenía hijos, mi vida cobró significado. Es cierto que además hubo épocas de desaliento, y momentos en que cuestioné el plan.

Un día, una compañera de trabajo que no era miembro de la Iglesia me preguntó: “¿Por qué sigues asistiendo a una iglesia que da tanta importancia al matrimonio y a la familia?”, a lo que le respondí sencillamente: “¡Porque es la verdad!”. Puedo ser igualmente soltera y sin hijos no siendo miembro de la Iglesia pero, con ésta y con el Evangelio de Jesucristo, encontré la felicidad y sabía que estaba en el camino que el Salvador quería que siguiera. En él he hallado gozo y muchas oportunidades de prestar servicio, de amar y progresar.

Recuerden, no se trata sólo del beneficio que puedan sacar de participar activamente en la Sociedad de Socorro, sino también de lo que ustedes puedan dar y contribuir.

Mis queridas hermanas, especialmente ustedes, las que son adultas solteras más jóvenes, les testifico que Dios las ama, que se ocupa de ustedes, que tiene un plan para cada una. Él necesita que presten servicio a Sus hijos; necesita que sean activas, fieles y plenas participantes en Su Iglesia. Necesita que brinden “servicio con sincero amor”6.

En 1873, la hermana Eliza R. Snow, segunda Presidenta General de la Sociedad de Socorro, tomó la palabra ante un grupo numeroso de hermanas, adolescentes y adultas, que se habían reunido en Ogden, Utah, y les dio este consejo que era apropiado entonces y todavía lo es en la actualidad.

Dirigiéndose a las mujeres más jóvenes, les dijo: “Cuando ustedes [las mayores y las jóvenes] se relacionan entre sí, su intelecto mejora, su inteligencia aumenta y se van alejando de la ignorancia. El Espíritu de Dios les impartirá instrucción y ustedes, a su vez, se la impartirán las unas a las otras. Que Dios las bendiga, mis hermanitas, y recuerden que son santas de Dios y que tienen obras importantes para llevar a cabo en Sión”.

Después, aconsejó lo siguiente a todas las mujeres: “En la antigüedad, el apóstol Pablo habló de las mujeres santas, y cada una de nosotras tiene el deber de ser santa. Si somos santas, debemos tener metas elevadas, debemos sentir que se nos ha llamado a cumplir deberes importantes; ninguna está exenta de eso. No hay ninguna hermana que esté tan aislada ni viva en una esfera tan limitada que no pueda hacer mucho por establecer el Reino de Dios en la tierra”7.

Tengan en cuenta esa brecha y no permitan que se abra ante ustedes ninguna brecha de inactividad. Todas necesitan a la Iglesia, y la Iglesia las necesita a ustedes.

Y ahora, para terminar, hablaremos de la brecha que hay entre creer en Jesucristo y ser valiente en el testimonio de Jesucristo.

Mucha gente cree en Él, en que nació de María, en Belén y en circunstancias humildes, hace muchos años. La mayoría de las personas piensa que Jesucristo llegó a ser un gran maestro y un alma bondadosa y noble. Hay quienes creen que Él nos dejó una serie de principios y de mandamientos valiosos y que, si los seguimos, seremos bendecidos.

Sin embargo, nosotros, los Santos de los Últimos Días, sabemos que debemos hacer mucho más que creer en Cristo: debemos tener fe en Él, arrepentirnos de nuestros pecados, bautizarnos en Su nombre y recibir el don del Espíritu Santo; y después debemos perseverar fielmente hasta el fin.

Debemos compartir nuestro testimonio con otras personas; debemos guardar fielmente los convenios que hemos hecho con Dios. Sabemos que todo se revelará y se dará “a los que valientemente hayan perseverado en el evangelio de Jesucristo”8.

Cuando nos convertimos, naturalmente tenemos la inclinación a compartir el Evangelio con nuestros seres queridos. Lehi se convirtió y quería que su familia participara de lo bueno del Evangelio9. Y Nefi hablaba de Cristo, se regocijaba en Cristo, predicaba de Cristo y profetizaba de Cristo para que sus hijos supieran “a qué fuente… acudir para la remisión de sus pecados” o, en otras palabras, para hallar paz y gozo10.

Una vez que Enós se convirtió y recibió la remisión de sus pecados, empezó a preocuparse por el bienestar de sus hermanos, y quiso que ellos también recibieran las bendiciones que él había recibido11.

A lo largo de las Escrituras, leemos de hombres y mujeres que se convirtieron y luego desearon fortalecer a sus hermanos y hermanas12.

Hagan que su voz se oiga entre los fieles al proclamar valientemente que Cristo vive13, que Su Iglesia ha sido restaurada y que el plan de felicidad está a disposición de toda persona.

Al tener en cuenta esas brechas prestándoles extremada atención y alejándonos del peligro, empezaremos a ver en nuestra vida la plenitud de las bendiciones del Evangelio de Jesucristo.

Mis queridas hermanas, las amo. Sé que el Salvador vive, sé que Él ama a cada una de nosotras y sé que ésta es Su verdadera Iglesia. De esto testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Véase de Spencer W. Kimball, “La Sociedad de Socorro: Su promesa y su potencial”, Liahona, marzo de 1977, pág. 1.

  2. “Soy un hijo de Dios”, Himnos, Nº 196.

  3. Véase Romanos 8:35–39.

  4. Henry B. Eyring, “The Love of God in Missionary Work” [“El amor de Dios en la obra misional”], discurso pronunciado en el seminario para nuevos presidentes de misión, el 25 de junio de 2009.

  5. Véase D. y C. 97:27; 124:1.

  6. “Sirvamos unidas”, Himnos, Nº 205.

  7. Eliza R. Snow, “An Address” [“Discurso”] Woman’s Exponent, 15 de septiembre de 1873, pág. 62.

  8. D. y C. 121:29.

  9. Véase 1 Nefi 8:10–12.

  10. Véase 2 Nefi 25:26.

  11. Véase Enós 1:5–11.

  12. Véase Lucas 22:32.

  13. Véase D. y C. 76:22.