2000–2009
Más diligentes y atentos en el hogar
Octubre 2009


Más diligentes y atentos en el hogar

A medida que seamos más fieles para aprender, vivir y amar el Evangelio restaurado de Jesucristo, llegaremos a ser más diligentes y atentos en nuestro hogar

En 1833, el profeta José Smith recibió una revelación para varios líderes de la Iglesia con una fuerte amonestación de poner en orden a sus respectivas familias (véase D. y C. 93:40–50). Una frase específica de esa revelación sirve de tema para mi mensaje: “más diligentes y atentos en el hogar” (versículo 50). Deseo sugerir tres formas en las que cada uno de nosotros puede ser más diligente y atento en su hogar. Los invito a que escuchen con oídos que oigan y con un corazón que sienta, y ruego que el Espíritu del Señor esté con todos nosotros.

Sugerencia 1: Expresar amor y demostrarlo

Para empezar a ser más diligentes y atentos en el hogar podemos decir a los seres queridos que los amamos. Dichas expresiones no tienen que ser floridas ni extensas; simplemente debemos expresar amor de manera sincera y frecuente.

Hermanos y hermanas, ¿cuándo fue la última vez que tomaron a su compañero eterno entre los brazos y le dijeron: “Te amo”? Padres, ¿cuándo fue la última vez que de manera genuina expresaron amor a sus hijos? Hijos, ¿cuándo fue la última vez que dijeron a sus padres que los aman?

Todos nosotros sabemos que debemos decir a nuestros seres queridos que los amamos, pero lo que sabemos no siempre se refleja en lo que hacemos. Tal vez nos sintamos inseguros, incómodos o quizás un poco avergonzados.

Como discípulos del Salvador, no sólo tratamos de saber más, sino que debemos hacer de manera constante más de lo que sabemos que es correcto y llegar a ser mejores.

Debemos recordar que el decir “Te amo” es solamente el comienzo; debemos decirlo, decirlo de corazón y, lo más importante, demostrarlo constantemente. Debemos expresarlo y también demostrar el amor.

El presidente Thomas S. Monson dio este consejo hace poco tiempo: “Con frecuencia suponemos que [las personas que nos rodean] deben saber cuánto [las] queremos; pero nunca debemos suponerlo; debemos hacérselo saber… Nunca nos lamentaremos por las palabras de bondad que digamos ni el afecto que demostremos; más bien, nos lamentaremos si omitimos esas cosas en nuestra interacción con aquellos que son los que más nos importan” (“Encontrar gozo en el trayecto”, Liahona, noviembre de 2008, pág. 86).

A veces, en un discurso o un testimonio de la reunión sacramental, oímos algo así: “Sé que no le digo a mi esposa con suficiente frecuencia cuánto la quiero. Hoy deseo que ella, mis hijos y todos ustedes sepan que la amo”.

Tal manifestación de afecto quizás sea apropiada, pero cuando escucho una declaración como ésa, me siento incómodo y para mis adentros exclamo que la esposa y los hijos no deberían estar escuchando esa expresión, privada y aparentemente desacostumbrada, en público y en la Iglesia. Espero que los hijos oigan expresiones de amor y vean demostraciones de cariño entre sus padres en el diario vivir. Sin embargo, si la declaración pública de afecto en la Iglesia cae de sorpresa a la esposa o a los hijos, entonces es obvio que se debe ser más diligente y atento en el hogar.

La relación que existe entre el amor y la acción que lo demuestre se indica repetidamente en las Escrituras y se pone de relieve en la instrucción que el Salvador dio a Sus Apóstoles: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). Así como nuestro amor por el Señor se manifiesta al andar siempre en sus caminos (véase Deuteronomio 19:9), así también el amor por el cónyuge, los padres y los hijos se refleja con mayor fuerza en nuestros pensamientos, palabras y hechos (véase Mosíah 4:30).

El sentir la seguridad y la constancia del amor de un cónyuge, de un padre o de un hijo es una rica bendición. Ese amor nutre y sostiene la fe en Dios, es una fuente de fortaleza y aleja el temor (véase 1 Juan 4:18). Ese amor es el deseo de toda alma humana.

A medida que expresemos amor y lo demostremos continuamente, llegaremos a ser más diligentes y atentos en nuestro hogar.

Sugerencia 2: Dar testimonio y vivir de acuerdo con él

Para ser más diligentes y atentos en el hogar, también podemos expresar testimonio a nuestros seres amados acerca de las cosas que sabemos que son verdaderas por el testimonio del Espíritu Santo. Al testificar, no es necesario que la expresión sea larga ni elocuente; y no tenemos que esperar hasta el primer domingo del mes para declarar el testimonio de lo que es verdadero. Dentro de las paredes de nuestro propio hogar podemos y debemos dar testimonio puro de la divinidad y la realidad del Padre y del Hijo, del gran plan de felicidad y de la Restauración.

Hermanos y hermanas, ¿cuándo fue la última vez que expresaron su testimonio a su compañero eterno? Padres, ¿cuándo fue la última vez que testificaron a sus hijos acerca de lo que saben que es verdadero? Hijos, ¿cuándo fue la última vez que compartieron su testimonio con sus padres y su familia?

Ya sabemos que debemos dar testimonio a las personas que más amamos, pero lo que sabemos no siempre se refleja en lo que hacemos. Tal vez nos sintamos inseguros, incómodos o quizás un poco avergonzados.

Como discípulos del Salvador, no sólo tratamos de saber más, sino debemos hacer de manera constante lo que sabemos que es correcto y llegar a ser mejores.

Debemos recordar que el compartir un testimonio sincero es solamente el comienzo; debemos testificar, hacerlo de corazón y, lo más importante, demostrarlo constantemente. Debemos expresar nuestro testimonio y también vivirlo.

La relación que existe entre el testimonio y la acción que lo demuestre se recalca en las instrucciones que el Salvador impartió a los santos en Kirtland: “…y lo que el Espíritu os testifique, eso quisiera yo que hicieseis” (D. y C. 46:7). Nuestro testimonio de la veracidad del Evangelio se debe reflejar en nuestras palabras y en nuestros hechos; y el lugar para proclamarlo y vivirlo con más fuerza es el hogar. Los cónyuges, los padres y los hijos deben esforzarse por superar cualquier indecisión, vacilación o vergüenza para testificar del Evangelio. Debemos crear y buscar oportunidades para atestiguar de las verdades del Evangelio, y vivir de acuerdo con ellas.

Un testimonio es lo que sabemos con la mente y el corazón que es verdadero por la atestiguación del Espíritu Santo (véase D. y C. 8:2). Al expresar la verdad en vez de amonestar, exhortar o simplemente compartir experiencias interesantes, invitamos al Espíritu Santo a confirmar la veracidad de nuestras palabras. La fuerza del testimonio puro (véase Alma 4:19) no proviene de palabras sofisticadas ni de una buena presentación; más bien, es el resultado de la revelación que transmite el tercer miembro de la Trinidad, o sea, el Espíritu Santo.

El sentir la fuerza, la elevación y la constancia del testimonio de un cónyuge, un padre o un niño es una gran bendición. Ese testimonio fortalece la fe y brinda dirección; genera luz en un mundo que cada vez se hace más oscuro. Esa clase de testimonio es la fuente de la perspectiva eterna y de la paz duradera.

Al expresar el testimonio y vivirlo constantemente, llegaremos a ser más diligentes y atentos en nuestro hogar.

Sugerencia 3: Ser constantes

Mientras nuestros hijos crecían, hicimos lo mismo que ustedes han hecho y hacen actualmente: Con regularidad orábamos en familia, estudiábamos las Escrituras y efectuábamos la noche de hogar. Pero estoy seguro de que lo que les voy a describir nunca ha ocurrido en su hogar, pero sí ocurrió en el nuestro.

A veces mi esposa y yo nos preguntábamos si nuestros esfuerzos por hacer estas cosas espiritualmente esenciales valdrían la pena. De vez en cuando leíamos los versículos de las Escrituras en medio de exclamaciones como: “¡Fulano me está tocando!” “¡Dile que no me mire!” “¡Mamá, él está respirando mi aire!”. Otras veces las oraciones sinceras eran interrumpidas por risitas y codazos; y con varoncitos activos y bulliciosos, las lecciones de la noche de hogar no siempre daban como resultado altos niveles de aprovechamiento espiritual. Había momentos en los que mi esposa y yo nos exasperábamos porque los hábitos de rectitud que tanto nos esforzábamos por fomentar no parecían dar los resultados espirituales inmediatos que deseábamos y esperábamos.

Si hoy les preguntaran a nuestros hijos adultos lo que recuerdan de la oración familiar, del estudio de las Escrituras y de la noche de hogar, creo que sé cómo contestarían. Seguramente no definirían una oración en particular ni una ocasión especial del estudio de las Escrituras ni una lección particularmente importante de la noche de hogar como el momento crucial de su desarrollo espiritual. Lo que dirían que recuerdan es que nuestra familia era constante.

Mi esposa y yo pensábamos que el máximo resultado que podíamos obtener era ayudar a nuestros hijos a comprender el contenido de una lección en particular o de un pasaje determinado de las Escrituras. Pero eso no ocurre cada vez que estudiamos u oramos o aprendemos juntos. Tal vez la lección más grande que aprendieron —una lección que en ese momento no apreciamos en su totalidad— fuera la constancia de nuestro intento y labor.

En mi oficina tengo un hermoso cuadro de un campo de trigo. La pintura se compone de una vasta colección de pinceladas, ninguna de las cuales sería interesante o impresionante si estuviera aislada. De hecho, si uno se acerca al lienzo, todo lo que se aprecia es una masa de pinceladas de pintura amarilla, dorada y marrón que aparentemente no tienen relación ni atractivo alguno. Sin embargo, al alejarse gradualmente del cuadro, todas esas pinceladas se combinan, y juntas producen un magnífico paisaje de un campo de trigo. Son una infinidad de pinceladas ordinarias y sueltas que se unen para crear una bella y cautivadora pintura.

Cada oración familiar, cada episodio de estudio de las Escrituras en familia y cada noche de hogar es una pincelada en el lienzo de nuestras almas. Ninguno de esos hechos por sí solo puede parecer muy impresionante o memorable, pero así como las pinceladas amarillas, doradas y marrones se complementan entre sí y producen una obra maestra impresionante, de la misma manera nuestra constancia en acciones aparentemente pequeñas puede llevarnos a alcanzar resultados espirituales significativos. “Por tanto, no os canséis de hacer lo bueno, porque estáis poniendo los cimientos de una gran obra. Y de las cosas pequeñas proceden las grandes” (D. y C. 64.33). La constancia es un principio clave para poner los cimientos de una gran obra en nuestra vida personal y para ser más diligentes y atentos en nuestro hogar.

El ser constantes en nuestro hogar es importante por otra razón. Muchos de los reproches más duros del Salvador estaban dirigidos a los hipócritas. Jesús amonestó a Sus discípulos concerniente a los escribas y a los fariseos: “…no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, pero no hacen” (Mateo 23:3). Esa fuerte amonestación es solemne en el consejo de “expresar amor y demostrarlo”, de “dar testimonio y vivir de acuerdo con él”, y de “ser constantes”.

La hipocresía que pueda haber en nosotros se discierne más claramente y causa mayor destrucción dentro de nuestro propio hogar. Y los niños son con frecuencia sumamente alertas y sensibles cuando se trata de reconocerla.

Una declaración pública de amor cuando las demostraciones privadas del mismo faltan en el hogar es hipocresía y debilita los cimientos de una gran obra. El hecho de testificar públicamente cuando faltan la fidelidad y la obediencia dentro del propio hogar es hipocresía y socava los cimientos de una gran obra. El mandamiento, “No dirás contra tu prójimo falso testimonio” (Éxodo 20:16) se aplica más directamente al hipócrita que hay dentro de cada uno de nosotros. Todos debemos ser y mantenernos más constantes. “…sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, en conducta, en amor, en espíritu, en fe y en pureza” (1 Timoteo 4:12).

Al esforzarnos por buscar la ayuda del Señor y Su fortaleza, lograremos reducir gradualmente la disparidad que existe entre lo que decimos y lo que hacemos, entre expresar amor y demostrarlo constantemente, entre dar testimonio y vivir firmemente de acuerdo con él. A medida que seamos más fieles para aprender, vivir y amar el Evangelio restaurado de Jesucristo, llegaremos a ser más diligentes y atentos en nuestro hogar.

Testimonio

“El matrimonio entre el hombre y la mujer es ordenado por Dios y… la familia es fundamental en el plan del Creador para el destino eterno de Sus hijos” (véase “La Familia: Una Proclamación para el Mundo”, Liahona, octubre de 2004, pág. 49). Por éstas y por otras razones de importancia eterna debemos ser más diligentes y atentos en el hogar.

Que todo cónyuge, todo hijo y todo padre y madre sea bendecido para comunicar amor y recibirlo, para expresar un firme testimonio y ser edificado por él, y para llegar a ser más constante en las cosas aparentemente pequeñas que son de tanta importancia.

En esta importante empresa nunca estaremos solos. Nuestro Padre Celestial y Su Amado Hijo viven. Ellos nos aman y conocen nuestras circunstancias, y nos ayudarán a ser más diligentes y atentos en el hogar. Testifico de estas verdades en el sagrado nombre del Señor Jesucristo. Amén.