2000–2009
Dos principios para cualquier economía
Octubre 2009


Dos principios para cualquier economía

A menudo, es en la prueba de la adversidad donde aprendemos las lecciones más importantes que moldean nuestro carácter y forjan nuestro destino.

Al visitar a los miembros de la Iglesia por el mundo, y por medio de los canales establecidos del sacerdocio, recibimos información directa en cuanto a las condiciones y los desafíos de nuestros miembros. Durante años, muchos de nuestros miembros se han visto afectados por desastres mundiales, tanto naturales como los causados por el hombre. Además, estamos al tanto de que las familias han tenido que apretarse el cinturón y están preocupadas por superar esta época de retos.

Hermanos, en verdad nos sentimos muy cerca de ustedes; les amamos y oramos siempre por ustedes. He visto suficientes altibajos a lo largo de mi vida para saber que el frío invierno de seguro dará paso a la calidez y a la esperanza de una nueva primavera. Soy optimista en cuanto al futuro. Hermanos, por nuestra parte, debemos permanecer firmes en la esperanza, trabajar con toda nuestra fuerza y confiar en Dios.

Últimamente he pensado en una época de mi vida en la que el peso de la angustia y la preocupación de un futuro incierto parecían estar siempre presentes. Tenía 11 años y vivía con mi familia en el ático de una granja cerca de Francfort, Alemania. Éramos refugiados por segunda vez en un periodo de unos cuantos años, y estábamos luchando por establecernos en un nuevo lugar lejos de nuestra casa anterior. Podría decir que éramos pobres, pero me quedaría corto. Todos dormíamos en un cuarto tan pequeño que apenas había espacio para caminar entre las camas. En el otro cuartito teníamos algunos muebles sencillos y una estufa que mi madre usaba para cocinar. Para ir de un cuarto al otro, teníamos que pasar por un lugar de almacenamiento donde el dueño guardaba su equipo y herramientas, así como una variedad de carnes y embutidos que colgaban del techo. El aroma siempre me despertaba mucha hambre. No teníamos un cuarto de baño, pero sí una letrina al bajar las escaleras y a unos 15 metros de distancia, aunque parecía estar mucho más lejos durante el invierno.

Por mi condición de refugiado, y debido a mi acento alemán oriental, los demás niños solían burlarse de mí y me decían palabras que herían profundamente. De todas las épocas de mi juventud, pienso que ésa fue probablemente la más desalentadora.

Ahora, varias décadas después, contemplo esos días a través del sereno filtro de la experiencia. Aunque aún recuerdo el dolor y la desesperación, ahora logro percatarme de lo que no podía ver en ese entonces: ése fue un periodo de gran progreso personal. Durante ese tiempo nuestra familia se unió más; observaba y aprendía de mis padres; y admiraba su determinación y optimismo. De ellos aprendí que la adversidad, cuando se afronta con fe, valor y tenacidad, se puede superar.

Sabiendo que algunos de ustedes están pasando por sus propios periodos de angustia y desesperación, deseo hablarles hoy sobre dos importantes principios que me sostuvieron durante ese periodo de formación de mi vida.

El primer principio: Trabajar

Hasta el día de hoy, me siento profundamente impresionado por la forma en que mi familia trabajó ¡tras haberlo perdido todo después de la Segunda Guerra Mundial! Recuerdo a mi padre, empleado público, tanto por estudios como por experiencia, que desempeñó varios trabajos difíciles como minero de carbón, minero de uranio, mecánico y conductor de camiones, entre otros. Salía temprano por la mañana y a menudo regresaba tarde por la noche para sostener a nuestra familia. Mi madre empezó una lavandería y trabajaba incontables horas en labores precarias. Ella nos sumó a mi hermana y a mí al negocio, y me convertí en el servicio de recolección y entrega con mi bicicleta. Me sentía bien al ayudar a la familia en algo pequeño y, aunque no lo supe en ese entonces, el esfuerzo físico fue una bendición también para mi salud.

No fue fácil, pero el trabajo evitó que pensáramos demasiado en las dificultades de nuestras circunstancias. Aunque nuestra condición no cambió de la noche a la mañana, sí cambió. Eso es lo que tiene el trabajo: Si perseveramos en él, firmes y constantes, las cosas seguramente mejorarán.

¡Cuánto admiro a los hombres, las mujeres y los niños que saben trabajar! ¡Cuánto ama el Señor al trabajador! Él dijo: “con el sudor de tu rostro comerás el pan”1, y “…el obrero es digno de su salario”2. También hizo esta promesa: “…mete tu hoz con toda tu alma, y tus pecados te son perdonados”3. Aquellos que no tienen miedo de recogerse las mangas y de consagrarse al logro de metas dignas son una bendición para su familia, la comunidad, la nación y la Iglesia.

El Señor no espera que trabajemos más duro de lo que podamos. Él no compara nuestro esfuerzo con el de los demás, ni tampoco nosotros debemos hacerlo. Nuestro Padre Celestial sólo nos pide que demos lo mejor de nosotros, que trabajemos con toda nuestra capacidad, sin importar cuán grande o pequeña sea.

El trabajo es un antídoto para la ansiedad, un bálsamo para las penas y un portal hacia las posibilidades. Sin importar nuestras circunstancias, mis queridos hermanos, esforcémonos lo mejor que podamos y cultivemos una reputación de excelencia en todo lo que hagamos. Centremos nuestra mente y nuestro cuerpo en la gloriosa oportunidad de trabajar que se nos presenta cada día.

Cuando nuestro carromato se atasque en el lodo, es más probable que Dios ayude al hombre que salga a empujar que al que sólo eleve la voz de súplica, sin importar cuán elocuente sea la plegaria. El presidente Thomas S. Monson lo dijo así: “No basta tener el deseo de hacer un esfuerzo y decir que lo intentaremos… La forma de lograr nuestras metas está en el hacer y no sólo en el pensar. Si constantemente postergamos nuestras metas, nunca las veremos realizadas”4.

El trabajo puede ser ennoblecedor y gratificante, pero recuerden que Jacob nos advierte que no “[gastemos nuestro] trabajo en lo que no puede satisfacer”5. Si nos entregamos a la búsqueda de riquezas mundanales y del esplendor del reconocimiento público a expensas de nuestra familia y nuestro progreso espiritual, pronto descubriremos que hemos hecho un canje insensato. El trabajo recto que hagamos entre los muros de nuestro hogar es sumamente sagrado; sus beneficios son de naturaleza eterna; no se puede delegar; es el fundamento de nuestra labor como poseedores del sacerdocio.

Recuerden que sólo somos transeúntes en este mundo. No consagremos los talentos y la energía que Dios nos ha dado simplemente para forjar ataduras terrenales sino, más bien, empleemos nuestros días en el desarrollo de alas espirituales, pues como hijos del Más Alto Dios, fuimos creados para volar hacia nuevos horizontes.

Ahora, una palabra para los que somos mayores: La jubilación no es parte del plan de felicidad del Señor. No existe un programa sabático o de jubilación de las responsabilidades del sacerdocio, sin importar la edad ni la capacidad física. A pesar de que la frase “ya lo he hecho” funciona como excusa para escabullirse de la actividad del patinaje, rehusar la invitación para un paseo en motocicleta, o evitar la salsa picante de un restaurante, no es una excusa aceptable para evadir las responsabilidades convenidas de consagrar nuestro tiempo, talentos y recursos en la obra del reino de Dios.

Quizás haya quienes, después de muchos años de servicio, piensen que se merecen un periodo de descanso mientras otros llevan la carga. Con franqueza, hermanos, esa manera de pensar no es digna de un discípulo de Cristo. Gran parte de nuestra obra en la tierra consiste en perseverar gozosamente hasta el fin, todos los días de nuestra vida.

Ahora, una palabra también para los poseedores jóvenes del Sacerdocio de Melquisedec que están procurando alcanzar sus nobles metas de obtener una carrera y hallar a una compañera eterna. Ésas son las metas correctas, mis hermanos, pero recuerden: el trabajar diligentemente en la viña del Señor mejorará enormemente su currículo y aumentará sus probabilidades de éxito en esos dos dignos cometidos.

Tanto para el diácono más joven como para el sumo sacerdote más anciano, ¡hay trabajo que hacer!

El segundo principio: Aprender

Durante las difíciles condiciones económicas de la Alemania de postguerra, las oportunidades de estudio no abundaban tanto como hoy. Pero pese a las limitadas opciones, siempre sentí gran inquietud por aprender. Recuerdo que un día, cuando iba en mi bicicleta a entregar ropa de la lavandería, entré en la casa de un compañero de clases. En uno de los cuartos había dos escritorios pequeños acomodados contra la pared. ¡Qué hermosa vista! Qué afortunados eran esos niños por tener sus propios escritorios. Me los imaginaba sentados con los libros abiertos estudiando sus lecciones y haciendo sus tareas. Me parecía que tener mi propio escritorio sería lo más maravilloso del mundo.

Tuve que esperar un largo tiempo antes de cumplir mi deseo. Años más tarde, conseguí trabajo en una institución de investigación que contaba con una amplia biblioteca. Me acuerdo que pasaba gran parte de mi tiempo libre en esa biblioteca. Allí finalmente podía sentarme solo frente a un escritorio y absorber la información y el conocimiento que aportaban los libros. ¡Me encantaba leer y aprender! Por esos días comprendí por experiencia propia las palabras de un viejo adagio: “La educación no tiene tanto que ver con llenar un cubo, como con encender un fuego”.

Para los miembros de la Iglesia, la educación no es simplemente una buena idea, sino un mandamiento. Hemos de aprender “de cosas tanto en el cielo como en la tierra, y debajo de la tierra; cosas que han sido, que son y que pronto han de acontecer; cosas que existen en el país, cosas que existen en el extranjero”6.

A José Smith le encantaba aprender pese a que tuvo pocas oportunidades de educación formal. En sus diarios hablaba felizmente de los días que dedicaba al estudio y con frecuencia expresaba su aprecio por el aprendizaje7.

José enseñó a los santos que el conocimiento es una parte necesaria de nuestra jornada terrenal, porque “el hombre no puede ser salvo sino al paso que adquiera conocimiento”8, y “cualquier principio de inteligencia que logremos en esta vida se levantará con nosotros en la resurrección”9. Durante épocas difíciles, es aún más importante aprender. El profeta José enseñó: “El conocimiento disipa las tinieblas, la [ansiedad] y la duda, porque éstas no pueden existir donde hay conocimiento”10.

Hermanos, tienen el deber de aprender tanto como les sea posible. Tengan a bien motivar a su familia, a los miembros del quórum y a todos a aprender y a obtener más estudios. Si no disponen de educación formal, no permitan que eso les impida adquirir todo el conocimiento posible. Bajo tales circunstancias, los mejores libros, en cierto sentido, pueden convertirse en su “universidad”, un salón de clases siempre abierto que admite a todos los que se presenten. Esfuércense por aumentar su conocimiento de todo lo “virtuoso, o bello, o de buena reputación, o digno de alabanza”11. Busquen conocimiento “tanto por el estudio como por la fe”12. Busquen con un espíritu humilde y un corazón contrito13. El aplicar el aspecto espiritual de la fe a su estudio, incluso de cosas temporales, les permitirá ampliar su capacidad intelectual porque “si vuestra mira está puesta únicamente en [la] gloria [de Dios], vuestro cuerpo entero será lleno de luz… [el cual] comprende todas las cosas”14.

En nuestro aprendizaje, no subestimemos la fuente de la revelación. Las Escrituras y las palabras de los apóstoles y profetas modernos son fuentes de sabiduría, de conocimiento divino y de revelación personal para ayudarnos a hallar respuestas a todos los retos de la vida. Aprendamos de Cristo; busquemos ese conocimiento que lleva a la paz, a la verdad y a los sublimes misterios de la eternidad15.

Conclusión

Hermanos, pienso en ese niño de 11 años en Francfort, Alemania, que se preocupaba por su futuro y sentía el aguijón perdurable de las palabras hirientes. Recuerdo esa época con cierta tristeza y a la vez con ternura. Aunque no me complacería revivir esos días de pruebas y problemas, no dudo que las lecciones que aprendí fueron necesarias para prepararme para oportunidades futuras. En la actualidad, muchos años después, sostengo con certeza que a menudo es en la prueba de la adversidad donde aprendemos las lecciones más importantes que moldean nuestro carácter y forjan nuestro destino.

Ruego que en los meses y en los años venideros llenemos nuestras horas y días de trabajo honrado. Ruego que procuremos aprender y mejorar nuestra mente y corazón al beber en abundancia de las fuentes puras de la verdad. Les dejo mi amor y bendiciones en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Génesis 3:19.

  2. D. y C. 84:79.

  3. D. y C. 31.5.

  4. Thomas S. Monson, “Un real sacerdocio”, Liahona, noviembre de 2007, pág. 59.

  5. 2 Nefi 9:51.

  6. Véase D. y C. 88:79–80.

  7. Véase Journals, Volume 1:1832–1839, tomo 1 de la serie de diarios The Joseph Smith Papers, ed. Dean C. Jessee, Ronald K. Esplin y Richard Lyman Bushman, 2008, págs. 84, 135, 164.

  8. Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith, pág. 280.

  9. Véase D. y C. 130:18–19.

  10. Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith, pág. 280.

  11. Artículos de Fe 1:13.

  12. D. y C. 109:7.

  13. Véase D. y C. 136:33.

  14. D. y C. 88:67.

  15. Véase D. y C. 42:61.