2010–2019
La caridad nunca deja de ser
Octubre 2010


La caridad nunca deja de ser

En vez de ser prejuiciosos y críticos los unos de los otros, ruego que tengamos el amor puro de Cristo hacia nuestros compañeros de viaje en esta jornada por la vida.

Nuestra alma se ha regocijado esta noche y se ha elevado hacia el cielo. Se nos ha bendecido con música hermosa y mensajes inspirados. El Espíritu del Señor está aquí. Ruego que Su inspiración esté conmigo al compartir con ustedes algunos de mis pensamientos y sentimientos.

Comienzo con una breve anécdota que ilustra un punto que quisiera exponer.

Lisa y John, una pareja joven, se mudaron a un nuevo vecindario. Una mañana, mientras desayunaban, Lisa miró por la ventana y observó cómo la vecina de al lado colgaba la ropa lavada.

“¡Esa ropa no está limpia!”, exclamó Lisa. “¡Nuestra vecina no sabe cómo lavar la ropa!”

John continuó observando pero permaneció en silencio.

Cada vez que su vecina colgaba la ropa lavada para que se secara, Lisa hacía los mismos comentarios.

Algunas semanas después, Lisa se sorprendió al mirar por la ventana y ver ropa lavada, prolija y limpia, que colgaba en el patio de la vecina. Le dijo a su esposo: “¡Mira, John, finalmente ha aprendido a lavarla bien! Me pregunto cómo lo hizo”.

John respondió: “Bien, yo te contestaré, querida. Quizás te interese saber que esta mañana me levanté temprano y lavé nuestras ventanas”.

Esta noche quisiera compartir con ustedes algunas ideas concernientes a cómo nos vemos los unos a los otros. ¿Miramos por una ventana que debe limpiarse? ¿Juzgamos a pesar de no conocer todos los hechos? ¿Qué vemos cuando miramos a otras personas? ¿Qué juicios emitimos sobre ellas?

Dijo el Salvador: “No juzguéis”1. Continuó: “Y ¿por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, mas no te fijas en la viga que está en tu propio ojo?”2. Parafraseando: ¿Por qué miras lo que crees que es ropa mal lavada en la casa de tu vecina, mas no te fijas en la ventana sucia de tu propia casa?

Ninguno de nosotros es perfecto. No sé de nadie que profesaría serlo. Y sin embargo, por alguna razón, a pesar de nuestras propias imperfecciones, tenemos la tendencia de hacer notar las de otras personas. Emitimos juicios concernientes a sus acciones o inacciones.

En verdad no hay modo en que podamos conocer el corazón, las intenciones o las circunstancias de alguien que podría decir o hacer algo para lo cual hallemos razones para criticar. Por ello el mandamiento: “No juzguéis”.

En esta conferencia general se cumplen cuarenta y siete años de que se me llamó al Quórum de los Doce Apóstoles. En ese momento, prestaba servicio en uno de los comités generales del sacerdocio de la Iglesia así que, antes de que se presentara mi nombre, me senté con los otros miembros de dicho comité del sacerdocio, como se esperaba que hiciera. Mi esposa, no obstante, no tenía idea de adónde ir ni nadie con quien sentarse; de hecho, no podía hallar asiento en ninguna parte del Tabernáculo. Una querida amiga nuestra, quien era miembro de una de las mesas de organizaciones auxiliares y estaba sentada en el área designada para los integrantes de éstas, le pidió a la hermana Monson que se sentara con ella. Esta mujer no sabía nada sobre mi llamamiento, el cual se anunciaría en breve; pero vio a la hermana Monson, reconoció su consternación y le ofreció gentilmente un asiento. Mi querida esposa se sintió aliviada y agradecida por este amable gesto. Al sentarse, sin embargo, oyó un fuerte murmullo detrás de sí conforme una de las miembros de la mesa expresaba su desagrado a quienes le rodeaban porque una de sus compañeras tuviera la audacia de invitar a una “extraña” a sentarse en el área reservada sólo para ellas. No había excusa para su conducta desconsiderada, sin importar a quién se hubiera invitado a sentarse allí. Sin embargo, me imagino cómo se habrá sentido esa mujer cuando se enteró que la “intrusa” era la esposa del apóstol más nuevo.

No sólo tendemos a juzgar las acciones y palabras de los demás, sino que muchos de nosotros juzgamos las apariencias: la ropa, el cabello, el tamaño. La lista podría ser interminable.

Hace muchos años se publicó en una revista nacional un clásico relato sobre el juzgar por las apariencias. Es una historia verdadera; quizás la hayan escuchado, pero vale la pena repetirla.

Una mujer llamada Mary Bartels tenía una casa directamente enfrente de la entrada de un hospital clínico. Su familia vivía en la planta principal y rentaba los cuartos de los pisos superiores a los pacientes de la clínica.

Una tarde, un hombre mayor de aspecto verdaderamente horrible llegó a la puerta y preguntó si había algún lugar para que él pasara la noche. Estaba encorvado y arrugado, y su rostro, más grande de un lado a causa de una inflamación, estabarojizo y sin piel. Dijo que había estado buscando un cuarto desde el mediodía, aunque sin éxito. “Supongo que es por mi rostro”, dijo. “Sé que se ve terrible, pero mi doctor dice que es posible que mejore después de más tratamientos”. El hombre indicó que estaba dispuesto a dormir en la mecedora del porche. Al conversar con él, Mary comprendió que el pequeño anciano tenía un corazón enorme atrapado dentro de ese diminuto cuerpo. Aunque los cuartos estaban ocupados, le dijo que aguardara en la mecedora, y que ella le hallaría un lugar donde dormir.

A la hora de acostarse, el esposo de Mary colocó un catre de campaña para el hombre. Cuando Mary fue a ver por la mañana, la ropa de cama estaba cuidadosamente doblada y él estaba fuera, en el porche. Declinó el desayuno, pero antes de partir para tomar el autobús preguntó si podía regresar la próxima vez que recibiera tratamiento. “No le molestaré en lo más mínimo”, prometió. “Puedo dormir bien en una silla”. Mary le aseguró que estaba invitado a venir otra vez.

Durante los varios años que viajó para recibir tratamiento y se quedó en casa de Mary, el anciano, que era pescador de profesión, llevaba siempre mariscos o verduras de su jardín como presentes. Otras veces enviaba encomiendas por correo.

Cuando Mary recibía estos considerados presentes, a menudo pensaba en un comentario que su vecina de al lado le había hecho después de que el desfigurado y encorvado anciano se había retirado de su hogar esa primera mañana. “¿Anoche le diste lugar a ese hombre de aspecto tan feo? Yo le dije que se fuera. Uno puede perder clientes con esa clase de personas”.

Mary sabía que quizás ellos habían perdido clientes una o dos veces, pero pensó: “Oh, si tan sólo pudieran haberle conocido, quizás sus enfermedades habrían sido más fáciles de sobrellevar”.

Después de que el hombre falleció, Mary visitó a una amiga que tenía un invernadero. Al observar las flores de su amiga, notó un hermoso crisantemo dorado, pero la desconcertó el que éste estuviera plantado en un viejo cubo abollado y oxidado. Su amiga explicó: “Me quedé sin macetas y, sabiendo cuán bella sería, pensé que no le importaría comenzar en este viejo balde. Es sólo por un corto tiempo, hasta que pueda colocarla fuera, en el jardín”.

Mary sonrió al imaginar la misma escena en el cielo. “Aquí tenemos a alguien especialmente hermoso”, pudo haber dicho Dios cuando llegó al alma del pequeño anciano. “No le importará comenzar en este cuerpo pequeño y deforme”. Pero eso fue hace mucho, y en el jardín de Dios, ¡cuán alta ha de ser este alma adorable!3.

Las apariencias pueden ser muy engañosas, y un parámetro pobre para juzgar a una persona. El Salvador amonestó: “No juzguéis según las apariencias”4.

Una miembro de una organización de mujeres se quejó una vez cuando se seleccionó a cierta mujer para representar la organización. Jamás había conocido a la mujer, pero había visto una fotografía de ella y no le agradó lo que vio, ya que consideraba que tenía sobrepeso. La mujer comentó: “De seguro podría haberse escogido una mejor representante entre los millares de mujeres de esta organización”.

Es cierto, la mujer que se había seleccionado no era “delgada como una modelo”; pero quienes la conocían a ella y a sus cualidades veían en la mujer mucho más de lo que se reflejaba en la fotografía. La fotografía mostraba que tenía una simpática sonrisa y confianza en sí misma. Lo que no mostraba era que era una amiga leal y compasiva, una mujer de inteligencia que amaba al Señor y que amaba y servía a los hijos de Él. No mostraba que servía voluntariamente en la comunidad ni que era una vecina considerada y que se preocupaba. En resumen, la fotografía no reflejaba quien ella era en verdad.

Yo pregunto: Si las actitudes, actos e inclinaciones espirituales se reflejaran en los rasgos físicos, ¿sería el rostro de la mujer que se quejó tan adorable como el de la que ella criticó?

Mis queridas hermanas, cada una de ustedes es única. Ustedes son diferentes entre sí en muchas formas. Hay algunas de ustedes que son casadas. Algunas se quedan en casa con sus hijos, mientras otras trabajan fuera del hogar. Algunas de ustedes se quedaron con el nido vacío. Hay otras que están casadas, pero no tienen hijos. Hay algunas que están divorciadas y otras que son viudas. Muchas de ustedes son solteras. Algunas tienen títulos universitarios, y otras no. Hay algunas que pueden permitirse ropa de última moda y hay quienes son afortunadas si poseen un atuendo dominical apropiado. Tales diferencias son casi innumerables. ¿Nos tientan dichas diferencias a juzgarnos los unos a los otros?

La Madre Teresa, una monja católica que trabajó entre los pobres de India la mayor parte de su vida, dijo una profunda verdad: “Si juzgan a las personas, no tendrán tiempo de amarlas”5. El Salvador nos ha amonestado: “Éste es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado”6. Yo pregunto: ¿Podemos amarnos los unos a los otros si nos juzgamos unos a otros? Y respondo, junto a la Madre Teresa: No; no podemos.

El apóstol Santiago enseñó: “Si alguno… se cree religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la religión del tal es vana”7.

Siempre me ha encantado su lema de la Sociedad de Socorro: “La caridad nunca deja de ser”8. ¿Qué es la caridad? El profeta Mormón nos enseña que “la caridad es el amor puro de Cristo”9. En el mensaje de despedida que dirigió a los lamanitas, Moroni declaró: “A menos que tengáis caridad, de ningún modo seréis salvos en el reino de Dios”10.

Yo considero que la caridad o “el amor puro de Cristo” es lo opuesto a criticar y juzgar. Al hablar de la caridad, no tengo en mente en este momento el alivio del sufrimiento mediante el dar de nuestros bienes. Ello, por supuesto, es necesario y apropiado. Esta noche, sin embargo, tengo en mente la caridad que se manifiesta cuando somos tolerantes con otras personas e indulgentes con sus acciones, la clase de caridad que perdona, la clase de caridad que es paciente.

Tengo en mente la caridad que nos impele a ponernos en el lugar de los demás, a ser compasivos y misericordiosos, no sólo en tiempos de enfermedad, aflicción y tribulación, sino también en tiempos de debilidad o error de parte de otras personas.

Hay una gran necesidad de la caridad que presta atención a quienes pasan inadvertidos, que da esperanza a quienes están desalentados y que brinda ayuda a quienes están afligidos. La verdadera caridad es el amor en acción. La necesidad de la caridad está en todas partes.

Se necesita la caridad que rehúsa hallar satisfacción al oír o repetir los relatos sobre infortunios que sobrevienen a otras personas, a menos que al hacerlo el desafortunado pueda beneficiarse. El educador y político estadounidense Horace Mann dijo una vez: “Compadecerse de la tribulación es meramente humano; aliviarla es divino”11.

La caridad es tener paciencia con alguien que nos ha defraudado. Es resistir el impulso de ofenderse con facilidad. Es aceptar las debilidades y los defectos. Es aceptar a las personas como realmente son. Es ver, más que las apariencias físicas, los atributos que no empalidecerán con el tiempo. Es resistir el impulso de categorizar a otras personas.

La caridad, ese amor puro de Cristo, se manifiesta cuando un grupo de jóvenes mujeres de un barrio de solteros viaja cientos de kilómetros para asistir a los servicios del funeral de la madre de una de sus hermanas de la Sociedad de Socorro. La caridad se demuestra cuando maestras visitantes dedicadas regresan, mes tras mes, año tras año, a la misma hermana que no muestra interés y es algo crítica. Es evidente cuando se recuerda a una anciana viuda y se la lleva a las reuniones del barrio y a las actividades de la Sociedad de Socorro. Se percibe cuando la hermana que se sienta sola en la Sociedad de Socorro recibe la invitación: “Venga, siéntese con nosotras”.

En cientos de pequeñas formas, todas ustedes llevan el manto de la caridad. La vida no es perfecta para ninguno de nosotros. En vez de ser prejuiciosos y críticos los unos de los otros, ruego que podamos sentir el amor puro de Cristo hacia nuestros compañeros de viaje en esta jornada por la vida. Que podamos reconocer que cada una está haciendo lo mejor que puede para enfrentar los retos que surgen en su camino, y que nos esforcemos por hacer lo mejor que nosotros podamos para ayudar.

Se ha definido a la caridad como “el amor más elevado, más noble y más fuerte”12, el “amor puro de Cristo…; y a [la que] la posea en el postrer día, le irá bien”13.

“La caridad nunca deja de ser”. Que este lema perdurable de la Sociedad de Socorro, esta verdad imperecedera, las guíe en todo lo que hagan. Que impregne el alma de cada una de ustedes y que encuentre expresión en todos sus pensamientos y acciones.

Les expreso mi amor, mis hermanas, y ruego que las bendiciones del Cielo sean suyas siempre. En el nombre de Jesucristo. Amén.