2010–2019
La Expiación
Octubre 2012


La Expiación

A dondequiera que vayan nuestros miembros y misioneros, nuestro mensaje es uno de fe y de esperanza en el Salvador Jesucristo.

Mi mensaje está dirigido a aquellos de entre nosotros que están sufriendo, que tienen que cargar con la culpa, la debilidad, el fracaso, el dolor y la desesperación.

En 1971 se me asignaron conferencias de estaca en Samoa Occidental, incluso la organización de una estaca nueva en la isla Upolu. Después de las entrevistas alquilamos una avioneta para ir a la isla Savai’i para una conferencia de estaca. La avioneta aterrizó en un campo verde en Faala y debía regresar a la tarde siguiente para llevarnos a la isla Upolu.

El día que debíamos regresar de Savai’i llovió. Sabiendo que la avioneta no podía aterrizar en un campo mojado, manejamos hasta el extremo oeste de la isla donde había una pista rudimentaria encima de una franja de coral. Esperamos hasta el anochecer, pero la avioneta no llegó. Finalmente, supimos por radio que había una tormenta y que la avioneta no podía despegar. Avisamos que iríamos por bote. Alguien nos recibiría en Mulifanua.

Al salir del puerto de Savai’i, el capitán del bote de 12 metros preguntó al presidente de misión si tenía una linterna. Afortunadamente él tenía una y se la regaló al capitán. Cruzamos los 21 kilómetros hasta la isla Upolu sobre un mar muy picado. Ninguno sabía que una feroz tormenta tropical había azotado la isla y nos dirigíamos directamente hacia ella.

Llegamos al puerto de Mulifanua; allí había un paso angosto junto al arrecife que debíamos atravesar. Una luz en el cerro arriba de la playa y una segunda luz más abajo marcaban el estrecho paso. Cuando se maniobraba el bote de tal modo que las dos luces quedaban una encima de la otra, el bote quedaba en la posición correcta para pasar entre las peligrosas rocas que bordeaban el paso.

Pero esa noche había una sola luz. En el embarcadero nos esperaban dos élderes, pero habíamos tardado mucho más de lo normal. Tras esperar horas buscando señales de nuestro bote, los élderes se cansaron y se durmieron, y se olvidaron de prender la segunda luz, la luz de abajo; por consiguiente, no quedaba claro el paso a través del arrecife.

El capitán maniobró el bote lo mejor que pudo hacia la luz de arriba en la costa mientras un tripulante sostenía la linterna prestada sobre la proa, buscando las rocas por delante. Oíamos las grandes olas que rompían en el arrecife. Cuando nos acercamos lo suficiente para verlas con la linterna, el capitán gritó que fuéramos en reversa para volver a buscar el paso.

Tras muchos intentos, se dio cuenta de que sería imposible encontrar el paso. Lo único que podíamos hacer era tratar de llegar al puerto de Apia a 64 kilómetros de distancia. Nos sentíamos indefensos ante el feroz poder de los elementos. No recuerdo haber estado antes en un lugar tan oscuro.

A pesar de que la máquina iba a toda marcha, la primera hora no avanzamos nada. El bote apenas lograba subir una gran ola y luego hacía una pausa, exhausto en la cima de ésta con las hélices fuera del agua. La vibración de las hélices sacudía tanto el bote que casi lo desintegraba antes de bajar resbalando por el otro lado.

Estábamos acostados con los brazos y las piernas extendidos sobre la cubierta de la bodega de carga, aferrándonos con las manos de un lado y haciendo presión con los dedos de los pies sobre el otro para evitar caer al mar. El hermano Mark Littleford se soltó y cayó contra la baja borda de hierro; se cortó la cabeza, pero la baranda impidió que cayera al mar.

Finalmente avanzamos y, ya casi al amanecer, arribamos al puerto de Apia. El muelle estaba atascado de barcos amarrados unos a otros para protegerlos. Caminamos sobre ellos a gatas, tratando de no molestar a los que dormían en la cubierta. Nos dirigimos a Pesega, secamos nuestra ropa y nos encaminamos a Vailuutai para organizar la nueva estaca.

No supe quién nos había estado esperando en la playa de Mulifanua; no quise que me informaran. Pero es verdad que sin esa luz de abajo, todos podíamos haber muerto.

En el himnario hay un himno muy antiguo que se canta muy poco y que tiene significado especial para mí.

Brillan rayos de clemencia

del gran faro del Señor,

y Sus atalayas somos,

alumbrando con amor.

Reflejemos los destellos

por las olas de la mar;

al errante marinero

ayudemos a salvar.

Tenebrosa es la noche,

rugen olas de furor,

y con ansia todos buscan

ese faro protector.

Ajustemos las linternas;

los perdidos las verán.

Un asilo de las olas

nuestras luces mostrarán1.

Hoy me dirijo a los que pueden estar perdidos y están buscando esa luz de abajo para que los guíe de regreso.

Desde el principio, entendimos que en la vida mortal no seríamos perfectos. No se esperaba que viviéramos sin transgredir una u otra ley.

“Porque el hombre natural es enemigo de Dios, y lo ha sido desde la caída de Adán, y lo será para siempre jamás, a menos que se someta al influjo del Santo Espíritu, y se despoje del hombre natural, y se haga santo por la expiación de Cristo el Señor”2.

De la Perla de Gran Precio aprendemos que “ninguna cosa inmunda puede morar [en el reino de Dios]”3, por lo que se brindó un medio para que todos los que pequen se arrepientan y una vez más sean dignos de la presencia de nuestro Padre Celestial.

Se escogió a un Mediador, a un Redentor, uno que viviría Su vida perfectamente, no cometería ningún pecado y se ofrecería “a sí mismo en sacrificio por el pecado, para satisfacer las demandas de la ley, por todos los de corazón quebrantado y de espíritu contrito; y por nadie más se pueden satisfacer las demandas de la ley”4.

Respecto a la importancia de la Expiación, en Alma aprendemos: “Porque es necesario que se realice una expiación… o de lo contrario, todo el género humano inevitablemente debe perecer”5.

Si no han cometido ningún error, no necesitan la Expiación. Si han cometido errores, y todos los hemos cometido, ya sean pequeños o graves, entonces tienen una gran necesidad de averiguar cómo se pueden borrar para que ustedes ya no estén en la oscuridad.

“[Jesucristo] es la luz y la vida del mundo”6. Al fijar nuestra mirada en Sus enseñanzas, seremos guiados al puerto de la seguridad espiritual.

El tercer Artículo de Fe declara: “Creemos que por la Expiación de Cristo, todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio”7.

El presidente Joseph F. Smith enseñó: “Los hombres no pueden perdonarse sus propios pecados; no pueden limpiarse de las consecuencias de sus pecados. Pueden dejar de pecar y pueden actuar rectamente en el futuro, y a tal punto [que] sus hechos sean aceptables ante el Señor, [llegan a ser] dignos de consideración. Pero, ¿quién reparará los agravios que se hayan ocasionado a sí mismos y a otras personas, los cuales parece imposible que ellos mismos reparen? Mediante la expiación de Jesucristo serán lavados los pecados de aquel que se arrepienta, y aunque fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana [véase Isaías 1:18]. Ésa es la promesa que se les ha hecho”8.

No sabemos exactamente cómo llevó a cabo el Señor la Expiación. Pero sí sabemos que la cruel tortura de la Crucifixión fue sólo una parte del terrible dolor que comenzó en Getsemaní —aquel sagrado lugar de sufrimiento— y que se completó en el Gólgota.

Lucas registra:

“Y él se apartó de ellos a una distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró,

“diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.

“Entonces se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle.

“Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían a tierra”9.

Hasta donde yo sé, hay un solo relato en las palabras del Salvador mismo que describe lo que Él sufrió en el jardín de Getsemaní. En la revelación se registra:

“Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten;

“mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo;

“padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro”10.

En el transcurso de su vida, quizás hayan ido a lugares donde nunca debieron ir y hecho cosas que nunca debieron hacer. Si se apartan del pecado, un día podrán conocer la paz que se recibe al seguir el sendero del arrepentimiento completo.

No importa cuáles hayan sido nuestras transgresiones ni cuánto hayamos lastimado a otras personas, toda esa culpa se puede eliminar. Para mí, quizás la frase más hermosa de todas las Escrituras es cuando el Señor dijo: “He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo más”11.

Ésa es la promesa del evangelio de Jesucristo y de la Expiación: tomar a quienquiera que venga, a quienquiera que se una, y hacerlo pasar por una experiencia tal que al finalizar su vida pueda atravesar el velo habiéndose arrepentido de sus pecados y habiendo quedado limpio mediante la sangre de Cristo12.

Eso es lo que hacen los Santos de los Últimos Días por el mundo; ésa es la Luz que ofrecemos a los que están en la oscuridad y han perdido el camino. A dondequiera que vayan nuestros miembros y misioneros, nuestro mensaje es uno de fe y de esperanza en el Salvador Jesucristo.

El presidente Joseph Fielding Smith, que fue un buen amigo mío, escribió la letra del himno “¿Es muy larga la jornada?”, que da ánimo y una promesa a los que tratan de seguir las enseñanzas del Salvador:

¿Es muy larga la jornada

y la vía abrupta y empinada?

¿Hay arbustos y espinas,

y filosas piedras que los pies te lastiman

mientras luchas cuesta arriba,

bajo el calor del día?

¿Desfallece el corazón,

y se fatiga el alma

cuando llevas esa carga?

¿Te parece muy pesado

lo que tienes que vivir?

¿Puedes esa carga compartir?

Que tu corazón no desfallezca,

la jornada ha comenzado;

ahí está Aquél que aún te llama.

Míralo feliz, está allí arriba

y tómalo de la mano;

te llevará a alturas que desconocías.

He allí la tierra santa y pura,

donde sin aflicciones ni dudas,

de todo pecado libre serás,

lágrimas no derramarás,

ni tristezas habrá.

Toma Su mano para con Él entrar13.

En el nombre de Jesucristo. Amén.