2010–2019
Somos uno
Abril 2013


Somos uno

Ruego que donde sea que nos hallemos y cualesquiera que sean los deberes que tengamos en el sacerdocio de Dios, estemos unidos en la causa de llevar el Evangelio a todo el mundo.

El Señor dejó claro desde el comienzo de esta última dispensación que debíamos llevar el Evangelio a todo el mundo. Lo que dijo a los pocos poseedores del sacerdocio de 1831 se lo dice a los muchos de hoy. Sea cual sea nuestra edad, capacidad, llamamiento eclesiástico o lugar donde nos encontremos, se nos llama a trabajar unidos para ayudarlo a Él en Su cosecha de almas, hasta que Él vuelva. A los primeros obreros de la viña les dijo:

“Y además, os digo que os doy el mandamiento de que todo hombre, tanto el que sea élder, presbítero, o maestro, así como también el miembro, se dedique con su fuerza, con el trabajo de sus manos, a preparar y a realizar las cosas que he mandado.

“Y sea vuestra predicación la voz de amonestación, cada hombre a su vecino, con mansedumbre y humildad.

“Y salid de entre los inicuos. Salvaos. Sed limpios, los que lleváis los vasos del Señor”1.

Ustedes, miembros del Sacerdocio Aarónico, pueden ver que el mandato del Señor los incluye. Ya que saben que el Señor siempre prepara la vía para que guardemos Sus mandamientos, pueden imaginarse que Él hará lo mismo por cada uno de ustedes.

Permítanme decirles cómo lo hizo para un joven que ahora posee el oficio de presbítero en el Sacerdocio Aarónico. Tiene 16 años y vive en un país donde los misioneros llegaron sólo hace un año. Los asignaron a dos ciudades, pero ninguna era la ciudad donde vive este joven.

Cuando era muy pequeño, sus padres lo trajeron a Utah por razones de seguridad. Los misioneros le enseñaron a la familia y los bautizaron. Él no se bautizó en la Iglesia porque aún no tenía ocho años.

Sus padres murieron en un accidente, por lo que su abuela hizo que regresara a su lugar de origen, al otro lado del océano, a la ciudad donde había nacido.

Hace apenas un año, en marzo, mientras caminaba por la calle, sintió que debía hablar con una mujer desconocida. Le habló en el poco inglés que todavía recordaba. Ella era una enfermera que el presidente de misión había enviado a la ciudad para buscar casa y servicio médico para los misioneros que pronto se asignarían allí. Conversando, se hicieron amigos. Cuando ella regresó a las oficinas de la misión, les habló a los misioneros de él.

Los primeros dos élderes llegaron en septiembre de 2012. El joven huérfano fue su primer bautismo en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. En marzo de este año, a los cuatro meses de ser miembro, ya había sido ordenado presbítero en el Sacerdocio Aarónico y pudo bautizar al segundo converso a la Iglesia. Fue el primer pionero del sacerdocio en reunir a otros hijos del Padre Celestial para juntos establecer la Iglesia en una ciudad de aproximadamente 130.000 habitantes.

El domingo de Pascua, el 31 de marzo de 2013, la cantidad de miembros de la Iglesia llegó al gran número de seis en esa ciudad. Él fue el único miembro local que asistió a la reunión ese domingo. Se había lastimado la rodilla el día anterior, pero estaba decidido a asistir. Había orado para poder caminar hasta la Iglesia, y allí estaba. Compartió la Santa Cena con cuatro élderes jóvenes y un matrimonio misionero; ellos eran toda la congregación.

Esta historia no parece extraordinaria a menos que se reconozca el modelo de la mano de Dios para edificar Su reino. Yo lo he visto muchas veces.

Lo vi en Nuevo México cuando era joven. Por generaciones los profetas nos han dicho que debemos ayudar a los misioneros a encontrar y enseñar a los de corazón sincero y luego amar a aquellos que entren en el reino.

He visto personalmente lo que pueden hacer los líderes del sacerdocio y los miembros fieles. En 1955 me nombraron oficial de la Fuerza Aérea estadounidense. El obispo de mi barrio me dio una bendición antes de salir hacia mi primera base en Albuquerque, Nuevo México.

En su bendición dijo que mi tiempo en la fuerza aérea sería de servicio misional. Mi primer domingo, llegué a la capilla de la Rama Albuquerque Uno. Un hombre se me acercó y se presentó como el presidente de distrito, y me dijo que me llamaría para prestar servicio como misionero de distrito.

Le dije que estaría allí para recibir entrenamiento por sólo unas pocas semanas y luego sería asignado a alguna otra parte del mundo. Él respondió: “No lo sé, pero nuestro deber es llamarlo a prestar servicio”. En la mitad de mi entrenamiento militar, por lo que parecía ser una casualidad, me eligieron de entre cientos de oficiales a los que se entrenaba para tomar un cargo en la base central de un oficial que había fallecido repentinamente.

Así que, durante los dos años que estuve allí, trabajé en mi llamamiento. La mayoría de las noches y cada fin de semana, enseñaba el evangelio de Jesucristo a personas que los miembros nos habían dado como referencia.

Mis compañeros y yo prestábamos un promedio de más de 40 horas al mes de servicio misional sin tener que salir a tocar puertas ni una sola vez a fin de encontrar a alguien a quien enseñar. Los miembros nos mantenían tan ocupados que a menudo les enseñábamos a dos familias en una noche. Vi por mí mismo el poder y la bendición del repetido llamado de los profetas para que cada miembro sea un misionero.

El último domingo antes de partir de Albuquerque, se organizó la primera estaca de la ciudad. Ahora hay un templo sagrado allí, una casa del Señor, en una ciudad donde nos reuníamos en la única capilla con santos que llevaban a sus amigos para que se les enseñara y sintieran el Espíritu. Esos amigos se sentían como en casa en la verdadera Iglesia del Señor.

Luego lo vi en Nueva Inglaterra mientras iba a la universidad. Me llamaron como consejero de un gran presidente de distrito que había pasado de no tener interés en la Iglesia a ser un hombre de gran poder espiritual. Su maestro orientador lo amó lo suficiente para pasar por alto el vicio del cigarrillo y ver lo que Dios veía en él. Con el presidente de distrito, manejábamos por las colinas y a lo largo de la ribera para visitar pequeñas ramas esparcidas por Massachusetts y Rhode Island, a fin de edificar y bendecir el reino de Dios.

Durante los años que serví junto a aquel gran líder, vi a las personas llevar amigos a la Iglesia mediante su ejemplo y su invitación para escuchar a los misioneros. Aunque para mí el crecimiento de esas ramas parecía lento e incierto, el domingo de mi partida, cinco años después, dos apóstoles fueron a reorganizar nuestro distrito y a convertirlo en una estaca, en la capilla Longfellow Park de Cambridge.

Años más tarde, regresé para presidir una conferencia de estaca allí. El presidente de estaca me llevó a una colina rocosa en Belmont y me dijo que sería el lugar perfecto para un templo de Dios. Ahora hay un templo allí. Al contemplarlo, recuerdo los humildes miembros junto a los que me sentaba en ramas pequeñas, los vecinos a los que ellos invitaban y los misioneros que les enseñaban.

Esta noche hay aquí un nuevo diácono con quien estuve el mismo domingo de Pascua en que el presbítero de quien hablé antes caminó hacia su reunión de un solo miembro. A este diácono se le iluminó el rostro cuando su padre le dijo que vendría a esta reunión del sacerdocio con él. Este padre fue un gran misionero en la misma misión donde su padre había sido el presidente. He visto el Manual Misional de 1937 de su bisabuelo; su familia ha estado trayendo gente a la Iglesia por muchas generaciones ya.

Así que hablé con el obispo del diácono para saber qué experiencias el joven podía esperar al enfrentar su responsabilidad del sacerdocio respecto al recogimiento de almas para el Señor. El obispo describió con entusiasmo cómo el líder misional de barrio hace un seguimiento del progreso de los investigadores y consigue la información mediante el contacto regular con los misioneros.

El obispo y su consejo de barrio analizan el progreso de cada investigador. Deciden qué pueden hacer por cada persona y su respectiva familia para ayudarlos a entablar amistades antes de bautizarse, para incluirlos en las actividades y para fortalecer a los que se bautizan. Dijo que a veces los misioneros tienen tantas citas para enseñar que salen con poseedores del Sacerdocio Aarónico como compañeros.

El plan misional de barrio incluye metas de los quórumes para invitar a sus conocidos a reunirse con los misioneros. Incluso se invita a la presidencia del quórum de diáconos a que se fije metas y haga planes para que los miembros de su quórum ayuden a traer a sus conocidos al reino de Dios.

Pues bien, puede parecer que el diácono del barrio fuerte y el nuevo presbítero, el converso, del pequeño grupo de miembros tienen poco en común entre ellos o con ustedes. Quizá no vean muchas similitudes entre las experiencias de ustedes al edificar la Iglesia y los milagros que vi en Nuevo México y en Nueva Inglaterra.

Pero hay un aspecto en el que somos uno en nuestra responsabilidad en el sacerdocio: nos santificamos y cumplimos nuestros deberes personales relacionados con el mandato de llevar el Evangelio a todos los hijos de nuestro Padre Celestial.

Tenemos experiencias similares en cuanto al modo en que el Señor edifica Su reino en la tierra. En Su Iglesia, con todas las maravillosas herramientas y la organización que se nos ha dado, los profetas siguen enseñando una verdad fundamental sobre cómo debemos cumplir nuestro mandato del sacerdocio en lo referente a la obra misional.

En la Conferencia General de abril de 1959, el presidente David O. McKay enseñó este principio, al igual que los profetas que le siguieron, incluso el presidente Thomas S. Monson. Durante sus palabras finales, el presidente McKay comentó que en 1923, en la Misión Británica, se dio una instrucción general a los miembros de la Iglesia. Se les dijo que no gastaran dinero en hacer propaganda para combatir los malos sentimientos de la gente en contra de la Iglesia. El presidente McKay indicó que la decisión fue: “Den a cada miembro de la Iglesia la responsabilidad de que, durante el próximo año 1923 cada miembro sea misionero. ¡Cada miembro un misionero! Podrían traer a su madre a la Iglesia, o podría ser su padre; o quizá sea un compañero del taller. Alguien dará oído al buen mensaje de la verdad por medio de ustedes”.

Y el presidente McKay continuó: “Y ése es el mensaje de hoy: ¡Cada miembro —un millón y medio— un misionero!2.

Cuando en 2002 se anunció que la obra misional pasaría a ser responsabilidad de los obispos, me sorprendí, ya que había sido uno. Me parecía que ellos ya llevaban toda la carga que podían soportar en cuanto a ministrar a los miembros y dirigir la organización del barrio.

Conozco un obispo que no lo vio como un deber que se le agregaba, sino como una oportunidad de unir al barrio en una gran causa en la que cada miembro se convertía en misionero. Llamó a un líder misional de barrio; se reunía personalmente con los misioneros cada sábado para averiguar sobre la labor de ellos, para darles ánimo, y para aprender sobre el progreso de sus investigadores. El consejo de barrio buscó maneras en las que las organizaciones y los quórumes usaran las experiencias de servicio como preparación misional. Como juez en Israel, ayudó a los jóvenes a sentir las bendiciones de la Expiación para mantenerlos puros.

Hace poco le pregunté cómo explicaba el repentino aumento de bautismos de conversos en su barrio y el aumento en la cantidad de jóvenes listos y deseosos de llevar el evangelio de Jesucristo al mundo. Respondió que le parecía que no era tanto debido al trabajo que alguien había hecho, sino que era la manera en que todos ellos se habían vuelto uno en su entusiasmo por llevar personas a la comunidad de santos lo que les había traído tanta felicidad.

Para otros era eso y algo más. Como los hijos de Mosíah, habían sentido los efectos del pecado en su propia vida y el ser sanados en forma maravillosa mediante la Expiación dentro de la Iglesia de Dios. Debido al amor y gratitud que sentían por el don que el Salvador les había dado, deseaban ayudar a cuantos fuera posible a escapar de la tristeza del pecado, a sentir el gozo del perdón y a reunirse con ellos en la seguridad del reino de Dios.

Era el amor de Dios y el amor por sus amigos y vecinos lo que los unía para prestar servicio a las personas. Deseaban llevar el Evangelio a todos los que vivían en esa parte del mundo; y prepararon a sus hijos para ser dignos de ser llamados por el Señor a fin de enseñar, testificar y prestar servicio en otras partes de Su viña.

Ya sea en el barrio grande donde el nuevo diácono llevará a cabo su deber de compartir el Evangelio y edificar el reino o en el pequeño y lejano grupo donde sirve el nuevo presbítero, serán uno en propósito. El diácono será inspirado por el amor de Dios a acercarse a un amigo que todavía no es miembro; lo incluirá en algún servicio o actividad de la Iglesia y luego lo invitará a Él y a su familia para que los misioneros les enseñen. Para aquellos que se bauticen, será el amigo que necesiten.

El presbítero invitará a otras personas a acompañarlo al pequeño grupo de santos, donde ha sentido el amor de Dios y la bendita paz de la Expiación.

Si él continúa fiel en su deber del sacerdocio, verá al grupo convertirse en rama, y algún día llegará a haber una estaca en su ciudad. Habrá un barrio con un obispo que se preocupa. Podría ser uno de sus hijos o nietos quien algún día lleve a un siervo de Dios a una colina cercana y diga: “Éste sería un grandioso lugar para un templo”.

Ruego que donde sea que nos hallemos y cualesquiera que sean los deberes que tengamos en el sacerdocio de Dios, estemos unidos en la causa de llevar el Evangelio a todo el mundo y que instemos a las personas que amamos a ser limpias del pecado y a ser felices junto con nosotros en el reino de Dios. En el nombre de Jesucristo, de quien es esta Iglesia. Amén.