2010–2019
¿Qué clase de hombres?
Abril 2014


¿Qué clase de hombres?

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Élder Donald L. Hallstrom

¿Qué cambios se requieren de nosotros para llegar a ser la clase de hombres que debemos ser?

Al contemplar esta reunión mundial, se nos recuerda que no hay nada que se compare con esta reunión, en ninguna parte. El propósito de la sesión del sacerdocio de la conferencia general es enseñar a los poseedores del sacerdocio la clase de hombres que debemos ser (véase 3 Nefi 27:27) e inspirarnos a alcanzar ese ideal.

Durante mis años como poseedor del Sacerdocio Aarónico en Hawái, hace medio siglo, y luego como misionero en Inglaterra, nos reuníamos en los centros de reuniones para escuchar (haciendo un gran esfuerzo) la sesión del sacerdocio mediante una conexión telefónica. Posteriormente, los satélites hicieron posible la transmisión a ciertas instalaciones de la Iglesia dotadas de grandes antenas parabólicas y, gracias a ello, podíamos ver y escuchar las sesiones. ¡Estábamos maravillados con esa tecnología! Pocas personas se habrían imaginado el mundo de hoy, en el que cualquiera que tenga conexión a internet con un teléfono inteligente, una tableta o una computadora puede recibir los mensajes de esta reunión.

Sin embargo, esta mayor accesibilidad a la voz de los siervos del Señor, que es la misma voz del Señor (véase D. y C. 1:38), tiene poco valor a menos que estemos dispuestos a recibir la palabra (véase D. y C. 11:21) y luego seguirla. En pocas palabras, el propósito de la conferencia general y de esta sesión del sacerdocio sólo se alcanza si estamos dispuestos a actuar, si estamos dispuestos a cambiar.

Hace varias décadas, yo prestaba servicio como obispo. Por un largo período, sostuve entrevistas con un hombre de nuestro barrio que era muchos años mayor que yo. Ese hermano tenía problemas en su relación con su esposa y estaba alejado de sus hijos. Le costaba conservar un puesto de trabajo, no tenía amigos cercanos y le parecía tan difícil relacionarse con los miembros del barrio que al final no quería servir en la Iglesia. Durante una conversación intensa sobre los desafíos de su vida, él se inclinó hacia mí, a modo de conclusión de todas nuestras conversaciones, y me dijo: “Obispo, tengo mal genio, ¡y así es como soy!”.

Esa afirmación me dejó atónito esa noche y me ha mortificado desde entonces. Una vez que ese hombre decidió, y una vez que cualquiera de nosotros llegue a esa conclusión, que “así es como yo soy”, renunciamos a nuestra capacidad de cambiar. Bien podríamos levantar la bandera blanca, abandonar nuestras armas, admitir la derrota y simplemente rendirnos, toda posibilidad de ganar se habrá perdido. Aunque algunos de nosotros pensemos que eso no es lo que nos describe, probablemente cada uno de nosotros demuestre al menos mediante uno o dos malos hábitos esa actitud del tipo “Así es como yo soy”.

Bien, nos reunimos en esta sesión del sacerdocio porque lo que somos ahora no define lo que podemos llegar a ser. Nos congregamos aquí esta noche en el nombre de Jesucristo; nos reunimos con la confianza de que Su Expiación nos da a cada uno de nosotros la capacidad para cambiar, sin importar cuáles sean nuestras debilidades, flaquezas o adicciones. Nos reunimos con la esperanza de que, sin importar cuál haya sido nuestro pasado, nuestro futuro puede ser mejor.

Al participar en esta reunión con la “verdadera intención” de cambiar (Moroni 10:4), el Espíritu tiene acceso total a nuestro corazón y a nuestra mente. Tal como el Señor lo reveló al profeta José Smith: “Y sucederá que, si… ejercen la fe en mí” —recuerden que la fe es un principio de poder y acción— “derramaré sobre ellos mi Espíritu en el día en que se congreguen” (D. y C. 44:2), es decir, ¡esta noche!

Si ustedes piensan que sus problemas son insuperables, permítanme contarles acerca de un hombre que conocimos en una pequeña aldea a las afueras de Hyderabad, en la India, en el año 2006. Ese hombre era un ejemplo de lo que significa la disposición para cambiar. Appa Rao Nulu nació en una zona rural de la India. Cuando tenía tres años, contrajo poliomielitis y quedó físicamente discapacitado. Su sociedad le enseñó que su potencial estaba seriamente restringido. Sin embargo, cuando era un joven adulto, conoció a nuestros misioneros. Ellos le enseñaron que su potencial era mayor, tanto en esta vida como en la eternidad que le sigue. Fue bautizado y confirmado miembro de la Iglesia. Con una perspectiva muchísimo más amplia, se puso la meta de recibir el Sacerdocio de Melquisedec y servir en una misión de tiempo completo. En 1986 se le ordenó élder y fue llamado a servir en la India. No le resultaba fácil caminar; hizo lo mejor que pudo apoyándose con un bastón en cada mano, y se caía con frecuencia. Sin embargo, nunca consideró la posibilidad de renunciar. Él se comprometió a servir en su misión con honor y devoción, y así lo hizo.

Cuando conocimos al hermano Nulu, unos 20 años después de su misión, él nos saludó alegremente al vernos al final de la carretera y nos guió por un escabroso camino de tierra hasta su casa de dos cuartos, donde vivía con su esposa y tres hijos. Era un día extremadamente caluroso e irritante. Todavía le costaba caminar, pero no sentía lástima de sí mismo. Gracias a su diligencia, había llegado a ser maestro y enseñaba a los niños de su pueblo. Al ingresar a su modesta vivienda, enseguida me llevó a un rincón de su casa y sacó una caja que contenía sus más preciadas posesiones. Quería que leyera una nota en un papel que decía: “Con mis buenos deseos y bendiciones para el élder Nulu, un misionero valiente y feliz; [fechada el] 25 de junio de 1987; [firmada por] Boyd K. Packer”. En aquella ocasión, cuando el élder Packer visitó la India y habló a un grupo de misioneros, él le reafirmó al élder Nulu su potencial. En esencia, lo que el hermano Nulu me estaba diciendo ese día de 2006 era que el Evangelio ¡lo había transformado de forma permanente!

En esa visita a la familia Nulu, nos acompañó el presidente de misión. Él estaba allí para entrevistar al hermano Nulu, a su esposa e hijos, ya que los padres iban a recibir sus investiduras e iban a sellarse, y los niños iban a ser sellados a sus padres. También le presentamos a la familia los arreglos que se habían hecho para que pudieran viajar al Templo de Hong Kong, China, a recibir esas ordenanzas. Ellos lloraron de gozo, pues su ansiado sueño estaba a punto de hacerse realidad.

¿Qué se espera de un poseedor del sacerdocio de Dios? ¿Qué cambios se requieren de nosotros para llegar a ser la clase de hombres que debemos ser? Ofrezco tres sugerencias:

  1. ¡Debemos ser hombres del sacerdocio! Bien sea que como jóvenes poseamos el Sacerdocio Aarónico, o como hombres adultos poseamos el Sacerdocio de Melquisedec, debemos ser hombres del sacerdocio que demuestren madurez espiritual porque hemos hecho convenios. Como dijo Pablo: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño” (1 Corintios 13:11). Debemos ser diferentes porque poseemos el sacerdocio; no arrogantes ni orgullosos ni con aires de superioridad, sino humildes, enseñables y mansos. El recibir el sacerdocio y sus diversos oficios debe ser importante para nosotros. No debemos verlo como un ritual superficial que hacemos automáticamente a ciertas edades, sino como un acto sagrado de un convenio que hacemos conscientemente. Debemos sentirnos tan privilegiados y agradecidos que se manifieste en cada una de nuestras acciones. Si rara vez pensamos en el sacerdocio, tenemos que cambiar.

  2. ¡Debemos prestar servicio! La esencia de poseer el sacerdocio consiste en magnificar nuestro llamamiento (véase D. y C. 84:33) mediante el servicio a los demás. No somos lo que debemos ser si no asumimos nuestro deber más importante de prestar servicio a nuestra esposa e hijos, si no aceptamos llamamientos en la Iglesia o si los cumplimos pasivamente, o si sólo nos preocupamos por los demás si nos resulta conveniente. El Salvador declaró: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente” (Mateo 22:37), y posteriormente agregó: “Si me amas, me servirás” (D. y C. 42:29). El egoísmo es lo opuesto a la responsabilidad del sacerdocio, y si éste forma parte de nuestro carácter, tenemos que cambiar.

  3. ¡Debemos ser dignos! Probablemente no posea la capacidad del élder Jeffrey R. Holland, cuando habló en una sesión del sacerdocio hace unos años, para “ponerme cara a cara frente a ustedes, con suficiente fuego en mi voz para quemarles un poco las cejas” (“Somos los soldados”, Liahona, noviembre de 2011, pág. 45); pero, queridos hermanos, debemos despertar para ver cómo las costumbres del mundo que se aceptan comúnmente asfixian nuestro poder en el sacerdocio. Si creemos que podemos aunque sea juguetear con la pornografía, o quebrantar la ley de castidad o ser deshonestos de alguna manera, sin que nos afecte negativamente a nosotros y a nuestra familia, han sido engañados. Moroni afirmó: “…mirad que hagáis todas las cosas dignamente” (Mormón 9:29). El Señor mandó con gran poder: “Y ahora os doy el mandamiento de tener cuidado, en cuanto a vosotros mismos, de estar diligentemente atentos a las palabras de vida eterna” (D. y C. 84:43). Si existen pecados sin resolver que no nos permitan ser dignos, tenemos que cambiar.

La única respuesta cabal a la pregunta que hizo Jesucristo: “¿Qué clase de hombres habéis de ser?”, es la que Él dio en forma concisa y con profundidad: “Aun como yo soy” (3 Nefi 27:27). La invitación “venid a Cristo, y perfeccionaos en él” (Moroni 10:32) requiere y supone que hagamos cambios. Con misericordia, Él no nos ha dejado solos. “Y si los hombres vienen a mí, les mostraré su debilidad… entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos” (Éter 12:27). Confiando en la expiación del Salvador, podemos cambiar. De eso estoy seguro. En el nombre de Jesucristo. Amén.