2010–2019
Examina la senda de tus pies
Octubre 2014


Examina la senda de tus pies

Al mirar a Jesús como nuestro Ejemplo y al seguir Sus pasos, podemos regresar con seguridad a nuestro Padre Celestial.

Mis queridos hermanos y hermanas, me siento humilde al estar ante ustedes esta mañana. Pido su fe y sus oraciones mientras comparto con ustedes mi mensaje.

Todos iniciamos un viaje maravilloso y esencial cuando partimos del mundo de los espíritus y entramos en esta etapa, a veces difícil, llamada la vida mortal. Los propósitos primordiales de nuestra existencia en la Tierra son obtener un cuerpo de carne y huesos, ganar experiencia que sólo se adquiere al estar separados de nuestros padres celestiales y ver si obedeceremos los mandamientos. En el libro de Abraham, capítulo 3 leemos: “…y con esto los probaremos, para ver si harán todas las cosas que el Señor su Dios les mandare”1.

Cuando vinimos a la Tierra, llegamos con ese gran don de Dios que es el albedrío. En infinidad de formas tenemos el privilegio de escoger por nosotros mismos. Aquí aprendemos del estricto capataz de la experiencia; discernimos entre el bien y el mal; distinguimos lo amargo de lo dulce; aprendemos que las decisiones que tomamos determinan nuestro destino.

Estoy seguro de que al dejar a nuestro Padre teníamos el deseo intenso de regresar a Su lado para obtener la exaltación que Él planeó para nosotros y que nosotros tanto queríamos. Aunque tenemos que hallar y seguir la senda que nos lleve de regreso a nuestro Padre Celestial, Él no nos dejó sin guía ni dirección, sino que nos ha dado las herramientas necesarias, y nos asistirá conforme procuremos Su ayuda y nos esforcemos al máximo por perseverar hasta el fin y obtener la vida eterna.

Para ayudar a guiarnos contamos con las palabras de Dios y de Su Hijo en las Santas Escrituras; tenemos el consejo y las enseñanzas de los profetas de Dios. De suprema importancia es que se nos ha brindado un ejemplo perfecto para seguir, el de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y se nos ha instruido que sigamos ese ejemplo. El Salvador mismo dijo: “…ven, sígueme”2. “…las obras que me habéis visto hacer, ésas también las haréis”3. Él planteó la pregunta: “…¿qué clase de hombres habéis de ser?”, y luego contestó: “…En verdad os digo, aun como yo soy”4. Él marcó la senda y nos guio5.

Al considerar a Jesús como nuestro Ejemplo y al seguir Sus pasos, podremos regresar a salvo a nuestro Padre Celestial para vivir con Él para siempre. Dijo el profeta Nefi: “…a menos que el hombre persevere hasta el fin, siguiendo el ejemplo del Hijo del Dios viviente, no puede ser salvo”6.

Cierta mujer, cada vez que relataba las experiencias que había tenido al visitar la Tierra Santa, exclamaba: “¡Caminé por donde caminó Jesús!”.

Había estado en los lugares donde Jesús vivió y enseñó. Quizás se haya detenido en una piedra donde Él había estado o mirado cerros que Él había contemplado. Las experiencias, por sí mismas, eran emocionantes para ella; pero el haber caminado físicamente por donde caminó Jesús es menos importante que caminar como Él caminó. El emular Sus hechos y seguir Su ejemplo es mucho más importante que tratar de caminar por lo que queda de las sendas que Él recorrió en la vida mortal.

Cuando Jesús invitó al gobernante rico: “…ven, sígueme”7, Su intención no era sólo que el hombre rico lo siguiera por los cerros y los valles de la campiña.

No es necesario que caminemos por la orilla del mar de Galilea ni entre los cerros de Judea para caminar por donde Jesús caminó. Todos podemos andar por la senda que Él transitó cuando, con las palabras de Él resonando en nuestros oídos, nuestro corazón lleno de Su Espíritu y Sus enseñanzas como guía, escojamos seguirle en nuestra trayectoria por la vida mortal. Su ejemplo ilumina el camino. Dijo Él: “…Yo soy el camino, y la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí”8.

Al examinar la senda que Jesús recorrió, veremos que Él pasó por muchos de los mismos desafíos que nosotros afrontaremos en la vida.

Por ejemplo, Jesús recorrió la senda de la desilusión. Aunque tuvo muchas desilusiones, una de las más emotivas se ilustró en Su lamento sobre Jerusalén al finalizar Su ministerio público. Los hijos de Israel habían rechazado la seguridad del ala protectora que Él les había ofrecido. Al mirar la ciudad que pronto quedaría abandonada a la destrucción, lo embargaron emociones de profunda tristeza. Con angustia clamó: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!”9.

Jesús recorrió la senda de la tentación. Lucifer, el inicuo, reuniendo su máxima fuerza y su sofistería más seductora, tentó al que había ayunado por 40 días y 40 noches. Jesús no sucumbió, sino que resistió cada tentación. Al final, sus palabras fueron: “Vete, Satanás”10.

Jesús recorrió la senda del dolor. Piensen en Getsemaní, en donde estuvo “…en agonía… y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían a tierra”11; y nadie puede olvidar Su sufrimiento en la cruel cruz.

Cada uno de nosotros recorre la senda de la desilusión, tal vez por una oportunidad perdida, un poder mal usado, las decisiones de un ser querido o las nuestras. También será nuestra la senda de la tentación. Leemos en la sección 29 de Doctrina y Convenios: “Y es menester que el diablo tiente a los hijos de los hombres, de otra manera éstos no podrían ser sus propios agentes”12.

De igual forma, recorreremos la senda del dolor. En calidad de siervos, no podemos esperar menos de lo que sufrió el Maestro, que partió de la vida mortal sólo después de gran dolor y sufrimiento.

Aunque encontraremos amargo pesar en nuestra senda, también podemos hallar gran felicidad.

Podemos, junto con Jesús, recorrer la senda de la obediencia. No siempre será fácil, pero dejemos que nuestro lema sea el legado que nos dejó Samuel: “…Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros”13. Recordemos que el resultado final de la desobediencia es la cautividad y la muerte, mientras que la recompensa a la obediencia es la libertad y la vida eterna.

Como Jesús, podemos recorrer la senda del servicio. La vida de Jesús al ministrar entre los hombres es una brillante luz de bondad. Hizo caminar al cojo, dio vista al ciego y oído al sordo.

Jesús recorrió la senda de la oración. Nos enseñó a orar al darnos la hermosa oración que conocemos como el Padrenuestro; y ¿quién puede olvidar Su oración en Getsemaní: “…no se haga mi voluntad, sino la tuya”14?

Tenemos a nuestro alcance otras instrucciones que nos dio el Salvador en las Santas Escrituras. En el Sermón del Monte, nos dice que seamos misericordiosos, humildes, rectos, puros de corazón, pacificadores. Nos instruye que defendamos valientemente nuestras creencias, aun cuando nos ridiculicen y nos persigan. Nos pide que dejemos brillar nuestra luz para que otros la vean y deseen glorificar a nuestro Padre Celestial. Nos enseña a ser moralmente limpios en pensamiento y en hechos. Nos dice que es mucho más importante hacer tesoros en el cielo que en la Tierra15.

Mediante Sus parábolas enseñó con poder y autoridad. En el relato del buen samaritano, nos enseña a amar y a servir a nuestros semejantes16. En Su parábola de los talentos, nos enseña a mejorar y a luchar por la perfección17. En la parábola de la oveja perdida, nos instruye que rescatemos a los que han dejado la senda y se han desviado del camino18.

Cuando nos esforzamos por colocar a Cristo en el centro de nuestra vida al aprender Sus palabras, seguir Sus enseñanzas y recorrer Su senda, Él ha prometido compartir con nosotros la vida eterna, por la cual dio su vida. No hay mayor propósito que éste: escoger aceptar Su disciplina, llegar a ser Sus discípulos y hacer Su obra a lo largo de nuestra vida. Ninguna otra cosa, ninguna otra elección, podrá transformarnos en lo que Él nos puede convertir.

Al pensar en los que verdaderamente han tratado de seguir el ejemplo del Salvador y han recorrido Su senda, me vienen a la mente los nombres de Gustav y Margarete Wacker, dos de las personas más cristianas que jamás haya conocido. Oriundos de Alemania, habían inmigrado al este de Canadá. Los conocí cuando serví allí como presidente de misión. El hermano Wacker se ganaba la vida como peluquero. Aunque tenían escasos recursos, compartían todo lo que tenían. No tuvieron la bendición de tener hijos, pero amaron a todos los que entraban en su hogar. Hombres y mujeres de conocimiento y sofisticación buscaban a esos humildes siervos iletrados de Dios y se consideraban afortunados de pasar una hora en su presencia.

Eran de apariencia común y corriente, hablaban el inglés con dificultad y era difícil entenderles. Su hogar era humilde. No tenían automóvil ni televisión, ni hacían ninguna de las cosas a las que el mundo usualmente presta atención. Sin embargo, los fieles los visitaban a menudo para participar del espíritu que había allí. Su hogar era un cielo en la tierra, y el espíritu que irradiaban era de pura paz y bondad.

Nosotros también podemos tener ese espíritu y compartirlo con el mundo al recorrer la senda de nuestro Salvador y seguir Su ejemplo perfecto.

En Proverbios leemos la amonestación: “Examina la senda de tus pies”19. Conforme lo hagamos, tendremos la fe, incluso el deseo, de seguir la senda que Jesús recorrió. No dudaremos que estamos en la senda que nuestro Padre desea que recorramos. El ejemplo del Salvador brinda un marco para todo lo que hacemos y Sus palabras proporcionan una guía confiable. Su senda nos llevará seguros a casa. Que esta bendición sea nuestra, lo ruego; en el nombre de Jesucristo, a quien amo, a quien sirvo y de quien testifico. Amén.