2010–2019
Traeré la luz del Evangelio a mi hogar
Octubre de 2016


Traeré la luz del Evangelio a mi hogar

Podemos traer la luz del Evangelio a nuestros hogares, escuelas y lugares de trabajo si buscamos y compartimos cosas positivas sobre los demás.

En respuesta a la invitación de la hermana Linda K. Burton en la conferencia general de abril,1 muchas de ustedes han participado en actos considerados y generosos de caridad para satisfacer las necesidades de los refugiados en su área local. Desde los esfuerzos sencillos y personalizados hasta los programas de la comunidad, esos actos son el resultado del amor. Al compartir ustedes su tiempo, talentos y recursos, han aligerado su corazón y el de los refugiados. La edificación de la esperanza y de la fe y un amor aún mayor entre el que recibe y el que da son resultados inevitables de la verdadera caridad.

El profeta Moroni nos dice que la caridad es una característica imprescindible de los que vivirán con nuestro Padre Celestial en Su reino. Él escribe: “Y a menos que tengáis caridad, de ningún modo seréis salvos en el reino de Dios”2.

Naturalmente, Jesucristo es la perfecta personificación de la caridad. Su ofrecimiento premortal para ser nuestro Salvador, Sus interacciones a lo largo de Su vida mortal, Su don supremo de la Expiación, y Sus esfuerzos constantes para llevarnos de regreso a nuestro Padre Celestial son las máximas expresiones de caridad. Él funciona con una meta singular: el amor por Su Padre expresado a través de Su amor por cada uno de nosotros. Cuando se le preguntó sobre el mandamiento más grande, Jesús respondió:

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente.

“Éste es el primero y grande mandamiento.

“Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”3.

Una de las mejores maneras de desarrollar y demostrar amor al prójimo es ser generosos en nuestros pensamientos y palabras. Hace algunos años, una querida amiga señaló: “La caridad más sublime sería abstenerse de criticar”4. Eso también sería acertado hoy.

Hace poco, cuando Alyssa, de tres años de edad, veía una película con sus hermanos, comentó un tanto confusa: “Mami, ese pollo es raro”.

Su madre miró la pantalla y respondió con una sonrisa: “Cariño, es un pavo real”.

Al igual que esa pequeña de tres años, a veces miramos a los demás con un conocimiento incompleto e impreciso. Quizás nos centramos en las diferencias y supuestas faltas de quienes nos rodean, mientras que nuestro Padre Celestial ve a Sus hijos, creados a Su imagen eterna, con un potencial magnífico y glorioso.

Recordamos que el presidente James E. Faust, dijo: “Cuanto más envejezco, me vuelvo menos crítico”5. Eso me hace recordar la observación del apóstol Pablo:

“Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui [mayor], dejé lo que era de niño.

“Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido”6.

Cuando vemos nuestras propias imperfecciones con más claridad, estamos menos dispuestos a ver a los demás “por espejo, oscuramente”. Queremos utilizar la luz del Evangelio para ver a los demás como lo hace el Salvador: con compasión, esperanza y caridad. Llegará el día en que tendremos un conocimiento cabal del corazón de los demás y agradeceremos que se nos extienda misericordia, así como extendemos pensamientos y palabras de caridad a los demás en esta vida.

Hace unos años, fui en canoa con un grupo de mujeres jóvenes. Los profundos lagos azules rodeados de verdes y densas colinas y acantilados rocosos eran sumamente bellos. El agua brillaba en los remos al sumergirlos en las aguas claras, y el sol resplandecía cálidamente mientras nos deslizábamos por el lago.

Pero de pronto, el cielo se oscureció y empezó a soplar un fuerte viento. Para avanzar, tuvimos que hundir los remos profundamente en el agua, sin detenernos entre las brazadas. Después de horas extenuantes de trabajo agotador, giramos en una esquina del enorme lago y descubrimos, para nuestro asombro y deleite, que el viento soplaba en la dirección que deseábamos seguir.

Rápidamente, aprovechamos esa dádiva; sacamos una pequeña lona y atamos dos de las esquinas a los mangos de los remos y las otras dos esquinas a los pies de mi marido, quien los extendió por encima de la borda. El viento impulsó la vela improvisada, ¡y emprendimos la marcha!

Cuando las mujeres jóvenes de las otras canoas vieron cómo avanzábamos con facilidad, improvisaron rápidamente sus propias velas. El corazón se nos aligeró con risas y alivio, agradecidas por el respiro de los desafíos de ese día.

¡Cuán semejante a ese viento glorioso puede ser el elogio sincero de un amigo, el alegre saludo de un padre o una madre, la aprobación de un hermano, o la servicial sonrisa de un compañero de trabajo o de clase, donde todos suministran “viento en nuestras velas” mientras enfrentamos los retos de la vida! El presidente Thomas S. Monson lo describió así: “No podemos dirigir el viento, pero podemos ajustar las velas. A fin de tener la mayor felicidad, paz y satisfacción posibles, decidamos tener una actitud positiva”7.

Las palabras tienen un poder sorprendente, tanto para construir como para destruir. Tal vez todos recordemos palabras negativas que nos desanimaron y otras que se dijeron con amor y que edificaron nuestro espíritu. Elegir decir sobre los demás solo lo que es positivo, o decírselo a ellos, eleva y fortalece a los que nos rodean y los ayuda a seguir a la manera del Salvador.

Imagen
Cross-stitch of “I will bring the light of the gospel into my home”

Cuando era niña en la Primaria, me esforcé mucho para confeccionar a punto de cruz un simple refrán que decía:“Traeré la luz del Evangelio a mi hogar”. Una tarde, al pasar la aguja hacia arriba y hacia abajo por la tela, la maestra nos contó la historia de una niña que vivía en una colina al lado de un valle. Cada tarde, al anochecer, divisaba en la colina en el lado opuesto del valle, una casa que tenía ventanas brillantes y doradas. La casa de ella era pequeña y deteriorada, y la niña soñaba con vivir en esa hermosa casa con ventanas doradas.

Un día, le dieron permiso para cruzar el valle en su bicicleta; pedaleó entusiasmada hasta que llegó a la casa con las ventanas doradas que había admirado durante tanto tiempo; pero al bajarse de la bicicleta, vio que la casa estaba abandonada y deteriorada, con hierbas altas en el patio y ventanas simples y sucias. Con tristeza, la niña volvió la cara hacia su casa; para su sorpresa, vio una casa con ventanas brillantes y doradas en la colina, al otro lado del valle, y pronto se dio cuenta de que era su propia casa8.

A veces, tal como esa niña, nos fijamos en lo que otros puedan tener o ser y nos sentimos menos en comparación a ellos. Llegamos a centrarnos en las versiones que Pinterest o Instagram presentan de la vida o nos enfrascamos en la preocupación por la competencia en la escuela o en el trabajo. No obstante, cuando disponemos de un momento para contar nuestras muchas bendiciones9, vemos con una mejor perspectiva y reconocemos la bondad de Dios para con todos Sus hijos.

Ya sea que tengamos 8 o 108 años, podemos traer la luz del Evangelio a nuestro propio entorno, ya sea un rascacielos en Manhattan, una casa sobre pilotes en Malasia, o una yurta en Mongolia. Podemos decidir buscar lo bueno en los demás y en las circunstancias que nos rodean. Las mujeres jóvenes y no tan jóvenes de todas partes pueden demostrar caridad al elegir utilizar palabras que edifiquen la confianza y la fe en los demás.

El élder Jeffrey R. Holland habló de un joven que fue objeto de las burlas de sus compañeros durante sus años escolares. Unos años después, se mudó, se unió a las fuerzas armadas, recibió una educación, y se activó en la Iglesia. Ese período de su vida se caracterizó por experiencias de éxito maravilloso.

Después de varios años, regresó a su ciudad natal. Sin embargo, la gente se negó a reconocer su progreso y superación; para ellos, él aún era solo “fulano de tal”, y lo trataron de esa manera. Con el tiempo, ese buen hombre se esfumó, quedando en la sombra de la persona de éxito que fue, sin poder utilizar los talentos que maravillosamente desarrolló para bendecir a aquellos que una vez más lo ridiculizaron y rechazaron10. ¡Qué gran pérdida, para él y la comunidad!

El apóstol Pedro enseñó: “Y sobre todo, tened entre vosotros ferviente amor, porque el amor cubrirá multitud de pecados”11. Ferviente amor, que significa “de todo corazón”, se demuestra al olvidar los errores y tropiezos de otra persona en vez de albergar rencores o recordarnos a nosotros mismos y a los demás las imperfecciones del pasado.

Nuestra obligación y privilegio es acoger el mejoramiento de todos al esforzarnos por ser más como nuestro Salvador, Jesucristo. ¡Qué alegría es ver la luz en los ojos de alguien que ha llegado a comprender la expiación de Jesucristo y está realizando cambios verdaderos en su vida! Los misioneros que han experimentado el gozo de ver a un converso entrar en las aguas del bautismo y luego entrar por las puertas del templo son testigos de la bendición de permitir y de alentar a las personas a cambiar. Los miembros que acogen a conversos que se les consideraba poco probable que se unieran al reino, encuentran gran satisfacción en ayudarlos a sentir el amor del Señor. La gran belleza del evangelio de Jesucristo es la realidad del progreso eterno; no solo se nos permite cambiar para mejorar, sino que también se nos anima, e incluso se nos manda, seguir en busca de la superación y, finalmente, la perfección.

El presidente Thomas S. Monson aconsejó: “En cientos de pequeñas formas, todas ustedes llevan el manto de la caridad… En vez de ser prejuiciosos y críticos los unos con los otros, ruego que sintamos el amor puro de Cristo hacia nuestros compañeros de viaje en esta jornada por la vida. Que reconozcamos que cada uno está haciendo lo mejor que puede para enfrentar los retos que surgen en su camino, y que nos esforcemos por hacer lo mejor que podamos para ayudar”12.

La caridad, en términos positivos, es paciente, benévola y feliz. La caridad pone primero a los demás, es humilde, ejercita el autodominio, busca lo bueno en los demás y se regocija cuando alguien logra el éxito13.

Como hermanas (y hermanos) en Sion, “sirvamos unidos… [y hagamos] lo virtuoso, lo digno, lo bueno, servir, alentar y tener compasión”14. Con amor y grandes esperanzas, ¿podemos buscar y acoger la belleza en los demás, y permitir y fomentar el progreso? ¿Podemos regocijarnos en los logros de los demás sin dejar de trabajar en nuestro propio progreso?

Podemos traer la luz del Evangelio a nuestros hogares, escuelas y lugares de trabajo si buscamos y compartimos cosas positivas sobre los demás y dejamos que desaparezca lo que no sea del todo perfecto. El corazón se me llena de gratitud cuando pienso en el arrepentimiento que nuestro Salvador, Jesucristo, ha hecho posible para todos los que inevitablemente hemos pecado en este mundo imperfecto y a veces difícil.

Testifico que al seguir el ejemplo perfecto de Él, podemos recibir el don de la caridad, que nos traerá gran alegría en esta vida y la bendición prometida de la vida eterna con nuestro Padre Celestial. En el nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Véase de Linda K. Burton, “Fui forastero”, Liahona, mayo de 2016, págs. 13–15.

  2. Moroni 10:21.

  3. Mateo 22:37–39.

  4. Sandra Rogers,“Hearts Knit Together,” en Hearts Knit Together: discursos de la Conferencia de Mujeres de 1995 [1996], 7.

  5. James E. Faust, en Dallin H. Oaks, “‘Judge Not’ and Judging”, Ensign, agosto de 1999, pág. 13.

  6. 1 Corintios 13:11–12.

  7. Thomas S. Monson, “Vivamos la vida abundante”, Liahona, enero de 2012, pág. 4.

  8. Adaptado de Laura E. Richards, The Golden Windows: A Book of Fables for Young and Old (1903), 1–6.

  9. “Cuenta tus bendiciones”, Himnos, Nº 157.

  10. Véase de Jeffrey R. Holland, “Lo mejor aún está por venir”, Liahona, enero de 2010, págs. 18–19.

  11. 1 Pedro 4:8.

  12. Thomas S. Monson, “La caridad nunca deja de ser”, Liahona, noviembre de 2010, pág. 125.

  13. Véase 1 Corintios 13:4–6.

  14. “Sirvamos unidas”, Himnos, núm. 205; cursiva agregada.