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5 Todo está perdido


“Todo está perdido”, capítulo 5 de Santos: La historia de La Iglesia de Jesucristo en los Últimos Días, tomo I, El estandarte de la verdad, 1815 – 1846, 2018

Capítulo 5: “Todo está perdido”

Capítulo 5

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Todo está perdido

Durante varias semanas, los buscadores de tesoros intentaron robar las planchas de oro que José había traído a casa. Para mantener a salvo el registro, él tuvo que cambiar las planchas de lugar continuamente, escondiendo las planchas bajo la chimenea, debajo del piso de la tienda de su padre y en las pilas de grano. No podía bajar la guardia en ningún momento.

Vecinos curiosos pasaban por la casa y le suplicaban que les mostrara el registro. José siempre se rehusó a hacerlo, aun cuando alguien le ofreció dinero a cambio. Estaba decidido a salvaguardar las planchas, confiando en la promesa del Señor que las planchas serían protegidas si él hacía todo de su parte1.

Estas interrupciones le impedían, a menudo, examinar las planchas y aprender más acerca del Urim y Tumim. Él sabía que los intérpretes tenían el propósito de ayudarlo a traducir las planchas, pero nunca había utilizado piedras de vidente para leer un idioma antiguo. Estaba ansioso por comenzar la obra, pero no tenía claro cómo hacerlo2.

Mientras José aún examinaba las planchas, un respetado terrateniente de Palmyra, llamado Martin Harris, había mostrado interés en su obra. Martin tenía edad suficiente como para ser el padre de José y, en ocasiones, había contratado a José para trabajar en sus tierras. Martin había escuchado de las planchas de oro, pero no le había dado mucha importancia al asunto hasta que la madre de José lo invitó a hablar con su hijo3.

José se encontraba trabajando fuera, cuando Martin pasó por la casa, así que hizo preguntas a Emma y otros miembros de la familia en cuanto a las planchas. Cuando José llegó a casa, Martin lo tomó del brazo y le pidió que le diera más detalles. José le contó sobre las planchas de oro y las instrucciones de Moroni para traducir y publicar los escritos que contenían.

—Si es la obra del diablo, no tendré nada que ver con ella —dijo Martin. Sin embargo, si era la obra del Señor, él deseaba ayudar a José a proclamarla al mundo.

José permitió que Martin sopesara las planchas dentro de la caja fuerte. Martin se dio cuenta de que había algo pesado en su interior, pero no estaba convencido de que fueran planchas de oro. “No debe culparme por no creer en su palabra”, le dijo a José.

Cuando Martin llegó a su casa después de medianoche, entró sigilosamente en su habitación y oró, prometiéndole a Dios que daría todo lo que tenía si él pudiese saber que José estaba llevando a cabo una obra divina.

Mientras oraba, Martin sintió que una voz apacible y delicada habló a su alma. En ese momento, supo que las planchas eran de Dios, y supo que debía ayudar a José a compartir con el mundo el mensaje que contenían4.


A finales de 1827, Emma supo que estaba embarazada y escribió a sus padres. Había pasado casi un año desde que ella y José se habían casado, y sus padres aún estaban disconformes. Sin embargo, los Hale accedieron a que la joven pareja regresara a Harmony para que Emma diera a luz cerca de su familia.

Aunque se tendría que alejar de sus propios padres y hermanos, José estaba ansioso de ir. En el estado de Nueva York aún había personas que acechaban para robarle las planchas, y mudarse a otro lugar podría brindarle la paz y privacidad que necesitaba para hacer la obra del Señor. Desafortunadamente, estaba endeudado y no tenía dinero para mudarse5.

Con la esperanza de poner sus cuentas en orden, José fue al pueblo para saldar algunas de sus deudas. Mientras se encontraba realizando un pago en una tienda, Martin Harris se acercó a él con gran resolución. “Sr. Smith, aquí tiene 50 dólares —le dijo—. Se los doy para hacer la obra del Señor”.

A José le incomodaba aceptar el dinero y prometió devolverlo, pero Martin le dijo que no se preocupara por ello. El dinero era un obsequio, y pidió a todos los presentes que fueran testigos de que se lo había dado sin reservas6.

Prontamente, José pagó sus deudas, cargó su carreta y partió con Emma hacia Harmony, llevando las planchas de oro escondidas en un barril de frijoles7.


El matrimonio llegó a la espaciosa casa de la familia Hales una semana después8. Al poco tiempo, el padre de Emma exigió ver las planchas de oro, pero José dijo que sólo podía mostrarle la caja donde las guardaba. Molesto, Isaac alzó la caja de seguridad y sintió el peso, pero se mantuvo escéptico. Dijo que José no podría tenerla en la casa a menos que le mostrara lo que había dentro9.

Con el padre de Emma por el medio, no iba a ser fácil traducir, pero José lo intentó lo mejor que pudo. Con la ayuda de Emma, él transcribió muchos de los extraños caracteres de las planchas a papel10. Luego, durante varias semanas, José trató de traducirlos con el Urim y Tumim. El proceso lo obligaba a hacer más que mirar en los intérpretes; él tenía que ser humilde y ejercer fe en tanto estudiaba los caracteres11.

Unos meses después, Martin llegó a Harmony. Dijo sentirse llamado por el Señor para viajar hasta la ciudad de Nueva York para consultar a expertos en lenguas antiguas. Tenía la esperanza de que pudieran traducir los caracteres12.

José copió varios caracteres adicionales de las planchas, escribió su traducción y entregó el papel a Martin. Él y Emma vieron partir a su amigo hacia el este para consultar a distinguidos eruditos13.


Al llegar allí, Martin fue a ver a Charles Anthon, un profesor de latín y griego de la Universidad de Columbia. El profesor Anthon era joven —unos 15 años menor que Martin— y era muy conocido por haber publicado una enciclopedia popular sobre las culturas griega y romana. Recientemente había empezado a recoger historias sobre los indios americanos14.

Anthon era un erudito estricto que se molestaba cuando lo interrumpían, pero recibió a Martin y examinó los caracteres y la traducción que José había hecho15. Aunque no sabía egipcio, el profesor había leído algunos estudios sobre el idioma y podía reconocerlo. Al observar los caracteres, apreció algunas similitudes con el egipcio y le dijo a Martin que la traducción era correcta.

Martin le mostró más caracteres, y Anthon los examinó. Declaró que representaban caracteres de muchas lenguas antiguas y le dio a Martin un certificado que confirmaba su autenticidad. Además le recomendó que mostrara los caracteres a otro académico llamado Samuel Mitchill, que solía dar clases en Columbia16.

—Él es muy versado en estas lenguas antiguas —afirmó Anthon—, y no tengo dudas de que podrá darle alguna satisfacción17.

Martin guardó el certificado en el bolsillo, pero cuando estaba a punto de partir, Anthon lo llamó. Quería saber cómo había hallado José las planchas de oro.

—Un ángel de Dios se lo reveló —respondió Martin, y testificó que la traducción de las planchas cambiaría el mundo y lo salvaría de la destrucción; y ahora que tenía una prueba de su autenticidad, tenía pensado vender su granja y donar dinero para que se publicara la traducción.

—Permítame ver el certificado —dijo Anthon.

Martin lo sacó del bolsillo y se lo entregó. Anthon lo hizo pedazos y dijo que no había tales cosas como la ministración de ángeles. Si José deseaba que se tradujeran las planchas, podía llevarlas a Columbia y dejar que un erudito las tradujese.

Martin le explicó que parte de las planchas estaban selladas y que José tenía prohibido mostrarlas a otros.

—No puedo leer un libro sellado —dijo Anthon, y le advirtió a Martin que José probablemente lo estaba engañando—. Tenga cuidado con los timadores —le dijo18.

Martin dejó al profesor Anthon, y fue a ver a Samuel Mitchill. Él recibió a Martin con toda amabilidad, escuchó su historia y observó los caracteres y la traducción. No logró comprenderlos, pero dijo que le recordaban a los jeroglíficos egipcios y que eran los escritos de una nación extinta19.

Martin abandonó la ciudad poco tiempo después y regresó a Harmony más convencido que antes de que José tenía las planchas de oro y contaba con el poder para traducirlas. Le relató a José sus visitas a los profesores y llegó a la conclusión de que si algunos de los hombres más instruidos de Estados Unidos no podían traducir el libro, José tendría que hacerlo.

“No puedo —dijo José, abrumado por la tarea—, porque no soy instruido”. No obstante, él sabía que el Señor había preparado los intérpretes para que él pudiera traducir las planchas20.

Martin estaba de acuerdo. Tenía pensado volver a Palmyra, poner su negocio en orden y regresar lo antes posible para servir como escribiente de José21.


Para abril de 1828, Emma y José vivían en una casa a orillas del río Susquehanna, no lejos de la casa de sus padres22. Emma, quien estaba ya avanzada con su embarazo, servía a menudo como escribiente de José cuando él comenzó a traducir el registro. Un día, mientras él traducía, José de pronto se puso pálido. “Emma, ¿Jerusalén tenía una muralla a su alrededor?”, le preguntó.

—Sí —dijo ella, recordando las descripciones en la Biblia.

—Ah —dijo José con alivio—, tuve miedo de que me hubieran engañado23.

Emma se maravillaba de que la falta de conocimientos de su esposo en cuanto a historia y a las Escrituras no fuera un obstáculo para la traducción. José ni siquiera podía escribir una carta coherentemente. No obstante, él le dictaba a ella hora tras hora del registro, sin la ayuda de libro o manuscrito alguno, mientras ella escribía sentada a su lado. Ella sabía que solo Dios podía inspirarlo a traducir de esa manera24.

Con el tiempo, Martin regresó de Palmyra y asumió la función de escriba, lo que dio a Emma la oportunidad de descansar antes de que naciera el bebé25. Sin embargo, no le fue fácil reposar. La esposa de Martin, Lucy, había insistido en venir con él a Harmony, y ambos tenían una fuerte personalidad26. Lucy desconfiaba del deseo de Martin de apoyar económicamente a José y estaba enfadada porque él había ido a la ciudad de Nueva York sin ella. Cuando él le comentó que viajaría a Harmony para ayudar con la traducción, ella se autoinvitó a acompañarlo porque estaba empeñada en ver las planchas.

Lucy estaba perdiendo su capacidad auditiva, y cuando no podía entender lo que la gente decía, a veces, pensaba que la estaban criticando. Además tenía poco respeto por la privacidad. Cuando José rehusó mostrarle las planchas, ella comenzó a registrar la casa, revolviendo los baúles, la alacena y las arcas de la familia con la esperanza de encontrarlas. José no tuvo más opción que ocultar las planchas en el bosque27.

Tras un corto tiempo, Lucy los dejó y se alojó con unos vecinos. Emma había recuperado sus baúles y la alacena, pero ahora Lucy estaba diciendo a los vecinos que José estaba resuelto a quitarle el dinero a Martin. Luego de causar problemas durante varias semanas, Lucy regresó a su casa en Palmyra.

Teniendo paz nuevamente, José y Martin tradujeron rápidamente. José fue creciendo en su función divina como vidente y revelador. Valiéndose de los intérpretes o de otra piedra de vidente, él podía traducir, ya fuera que las planchas estuviesen frente a él o envueltas en una de las telas de Emma sobre la mesa28.

Durante los meses de abril, mayo y principios de junio, Emma escuchó el ritmo de la voz de José mientras dictaba la traducción29. Él hablaba lenta pero claramente, deteniéndose de vez en cuando hasta que Martin apuntara lo que José había dictado, y dijera “escrito”30. Emma también servía como escribiente, y le sorprendía que luego de las interrupciones y pausas, José siempre continuaba donde lo había dejado, sin contar con ninguna indicación31.

Pronto llegó la hora del nacimiento del bebé de Emma. La pila de hojas manuscritas había crecido, y Martin estaba convencido de que si su esposa pudiera leer la traducción, reconocería su valor y dejaría de interferir con la obra que llevaban a cabo32. También tenía la esperanza de que Lucy estaría complacida con el hecho de que él hubiese dedicado tiempo y dinero para ayudar a sacar a la luz la palabra de Dios.

Un día, Martin le pidió permiso a José para llevar el manuscrito a Palmyra por unas pocas semanas33. José tenía sus reservas en cuanto a esa idea, tras haber visto cómo se había comportado Lucy Harris mientras estuvo en su casa; pero quería complacer a Martin, quien le había creído cuando tantos otros habían dudado de su palabra34.

Sin saber qué hacer, José oró en busca de guía, y el Señor le dijo que no permitiera que Martin se llevara las páginas35. Pero Martin estaba seguro de que la situación cambiaría si pudiera mostrárselas a su esposa, por lo que suplicó a José que preguntara de nuevo. José lo hizo, recibiendo la misma respuesta. Martin lo presionó a preguntar una tercera vez, y en esta ocasión Dios les permitió que obraran según sus deseos.

José le dijo a Martin que podría llevarse las páginas por dos semanas si hacía convenio de guardarlas bajo llave y mostrarlas únicamente a ciertos miembros de la familia. Martin prometió hacerlo y regresó a Palmyra con el manuscrito36.

Luego que Martin hubo partido, Moroni se apareció a José y le retiró los intérpretes37.


Al día siguiente, luego de un parto agónico, Emma dio a luz a un niño. El bebé estaba débil y pálido, y no vivió mucho tiempo. El sufrimiento dejó a Emma físicamente agotada y emocionalmente devastada y, por un tiempo, ella también estuvo al borde de la muerte. José la atendió constantemente y permaneció a su lado por un largo tiempo38.

Después de dos semanas, la salud de Emma comenzó a mejorar, y sus pensamientos se volvieron hacia Martin y el manuscrito. “Me siento tan preocupada —le dijo a José—, que no puedo descansar y no estaré tranquila hasta saber algo de lo que el Sr. Harris está haciendo con el manuscrito”.

Instó a José a ir a buscar a Martin, mas él no quería dejarla sola. “Envía a alguien a buscar a mi madre —propuso Emma—, y ella se quedará conmigo mientras tú no estés”39.

José tomó una diligencia hacia el norte. Comió y durmió poco durante el viaje, temiendo haber ofendido al Señor al no escuchar cuando Él le dijo que no permitiera que Martin se llevara el manuscrito40.

Despuntaba el alba, cuando llegó a casa de sus padres, en Manchester. Los Smith estaban preparando el desayuno y le enviaron una invitación a Martin para que viniera a acompañarlos. A las ocho en punto, los alimentos estaban sobre la mesa, pero Martin no había llegado. Conforme lo esperaban, la preocupación de José y su familia iba haciéndose mayor.

Finalmente, después de más de cuatro horas de espera, Martin apareció a la distancia, caminando despacio hacia la casa y con los ojos fijos en el suelo41. Se detuvo en el portón, se sentó sobre el cercado y se cubrió los ojos con el sombrero; luego, entró en la casa y tomó asiento para comer en silencio.

La familia observó que Martin tomó los cubiertos, como si se dispusiera a comer, y luego los soltó. —¡He perdido mi alma! —exclamó, presionando sus manos contra la sien—. ¡He perdido mi alma!

José se puso de pie de un salto. —Martin, ¿has perdido el manuscrito?

—Sí —respondió Martin—. Ha desaparecido, y no sé dónde está.

—Oh, Dios mío, Dios mío —gimió José, apretando los puños—. ¡Todo está perdido!

Comenzó a caminar de un lado a otro; no sabía qué hacer. —Regresa —le ordenó a Martin—. Busca de nuevo.

—Todo es en vano —se lamentó Martin—. He buscado en todos los rincones de la casa; hasta he rasgado camas y almohadas, y sé que no está allí.

—¿Debo regresar a mi esposa con este cuento? —José tenía miedo de que la noticia la matara—. ¿Y cómo podré presentarme ante el Señor?

Su madre trató de consolarlo; le dijo que tal vez el Señor lo perdonaría si se arrepentía humildemente. Pero José sollozaba, furioso consigo mismo por no haber obedecido al Señor la primera vez. Apenas pudo comer durante el resto del día. Pasó allí la noche y partió a la mañana siguiente hacia Harmony42.

Cuando Lucy lo vio partir se sintió apesadumbrada; era como si todo lo que habían esperado como familia, todo lo que les había dado gozo a lo largo de los últimos años hubiera desaparecido en un instante43.