2002
El ex misionero
Enero de 2002


El ex misionero

“Lo que necesitamos es un ejército real de ex misioneros, alistados de nuevo en el servicio”.

En esta tarde deseo dirigir mis palabras a un grupo en particular. Durante los últimos años, cientos de miles de ustedes han regresado de haber servido en una misión regular y cada uno prestó oído al mismo llamado que el Señor dio a Sus discípulos:

“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;

“enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:19– 20).

Ustedes tuvieron el privilegio de ir a muchas partes del mundo con objeto de llevar el mensaje del Salvador: una invitación para venir a Él y gozar de los frutos de Su Evangelio; tuvieron el privilegio de vivir en diversas culturas y de aprender diferentes idiomas. También fue una época para edificar su testimonio personal de la misión de Jesucristo.

Con los años, siempre ha sido un honor para mí conversar con ustedes, ex misioneros; muchos añoran regresar y visitar a la gente a la que tuvieron el privilegio de servir; anhelan compartir momentos de sus experiencias en el campo misional; en sus invitaciones de bodas y en el currículum de trabajo escriben algo que los identifica como ex misioneros. A pesar de que ya no llevan una placa misional, parecen ansiosos de identificarse a sí mismos como alguien que ha servido al Señor como misionero; además, recuerdan eso con afecto puesto que descubrieron el gozo del servicio en el Evangelio.

También he aprendido por nuestras conversaciones que la adaptación después de salir del campo misional y el regreso al mundo que dejaron atrás a veces es difícil. Tal vez sea difícil mantener vivo el espíritu de la obra misional cuando se deja de ser misionero regular de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Permítanme ofrecerles algunas sugerencias:

Uno de los recuerdos más vívidos que tengo del ser misionero es lo mucho que me acerqué al Señor mediante la práctica regular de la oración. En aquel entonces, la casa de la misión estaba en la calle State, en Salt Lake City; era una casa espaciosa que se había convertido en el centro de capacitación misional. Tenía amplios dormitorios con más o menos 10 camas por habitación. Ingresé un domingo por la noche.

La semana antes de entrar al campo misional fue emocionante: hubo muchas fiestas y despedidas y me temo que no había descansado ni me había preparado debidamente para la capacitación que iba a recibir en la casa de la misión. Al finalizar ese primer día en la casa de la misión, estaba agotado y mientras esperaba que los demás misioneros se prepararan para acostarse, me tiré en la cama y me quedé dormido; sin embargo, mi sueño se vio interrumpido con el sentimiento de que había gente a mi alrededor. Al despabilarme, escuché las palabras de una oración. Abrí los ojos y, para mi sorpresa, noté que todos los élderes de nuestro dormitorio se habían arrodillado alrededor de mi cama para finalizar el día con una oración. Cerré rápidamente los ojos y me hice el dormido. Sentía demasiada vergüenza para salir de la cama y unirme a ellos. A pesar de que mi primera experiencia al orar como misionero fue vergonzosa, fue el principio de dos años maravillosos de invocar frecuentemente la guía del Señor.

Durante la misión, oraba con mi compañero cada mañana al comenzar un nuevo día. El proceso se repetía cada noche antes de acostarnos. Decíamos una oración antes de estudiar, una oración antes de salir a golpear puertas y, por supuesto, oraciones especiales cuando necesitábamos guía especial para dirigir nuestro trabajo misional. La frecuencia de nuestras súplicas al Padre Celestial nos daba la fortaleza y la valentía para seguir adelante en la obra a la que se nos había llamado. Las respuestas venían, a veces asombrosamente, de manera directa y positiva. La guía del Santo Espíritu parecía magnificarse cuanto más acudíamos al Señor en procura de dirección en un día determinado.

Al contemplar mi vida después de la misión, me doy cuenta de que hubo periodos en los que pude mantener la misma cercanía que tuve con el Señor en la misión y otros en los que el mundo parecía infiltrarse sigilosamente y yo era menos constante y fiel en mis oraciones.

¿No sería acaso éste un momento oportuno para realizar una autoevaluación a fin de determinar si todavía tenemos la misma relación con nuestro Padre Celestial que la que tuvimos con Él en el campo misional? Si el mundo nos ha apartado de la práctica de la oración, entonces hemos perdido un gran poder espiritual. Quizás sea el momento de reavivar nuestro espíritu misional a través de una oración más frecuente, constante y poderosa.

El siguiente recuerdo querido que tengo de cuando era misionero es el de participar a diario del estudio de las Escrituras. La disciplina de seguir un plan de estudio para aprender el Evangelio fue una experiencia gratificante y maravillosa. El conocimiento de las enseñanzas de las Escrituras se desplegaba de manera gloriosa por medio del estudio individual. Como misionero, recuerdo haberme asombrado de cómo el Señor había preparado un plan tan perfecto para Sus hijos aquí en la tierra; y de qué manera en todas las dispensaciones del tiempo Él ha inspirado la mente de Sus profetas para que registraran los asuntos de Él para con ellos. Sus palabras son siempre positivas y directas, y revelan las bendiciones que provienen del seguir Su ley y Su vía.

También dedicaba una hora o más cada día para estudiar como compañeros. El tener dos pares de ojos para examinar las doctrinas del reino parecía multiplicar nuestro entendimiento; leíamos juntos y luego compartíamos nuestros puntos de vista.

Nuestra mente se agudizó al continuar la práctica diaria del estudio individual y de compañeros; dicha práctica nos unió más como compañeros y aumentó nuestro entendimiento de las doctrinas del reino.

Al salir del campo misional, ya no tenemos más compañeros que nos ayuden a disciplinar nuestros hábitos de estudio, pero eso no significa que se deba discontinuar esa práctica. Al regresar a casa, ¡qué magnífico sería estudiar las Escrituras a diario en familia! Y si nos vamos de casa, ¡qué bueno sería invitar a nuestros compañeros de cuarto y amigos a estudiar con nosotros! La práctica de tener clases regulares de estudio nos servirían para mantener claras las doctrinas del reino en nuestra mente y dejar de lado la intrusión persistente de las preocupaciones del mundo. Por supuesto, al casarnos, tenemos compañeros eternos con quien podemos estudiar y compartir enseñanzas del Evangelio. Contamos siempre con las Escrituras para profundizar nuestro entendimiento del propósito de la vida y de lo que tenemos que hacer para que ésta sea más satisfactoria y gratificante. Tengan a bien continuar en forma regular la práctica del estudio individual y de compañerismo.

¿Recuerdan el gozo que proviene del enseñar el Evangelio a alguien que ha carecido de esas enseñanzas en su vida, la emoción que emana del enseñar la ley del Señor y las bendiciones que se reciben al seguirle? ¿Podrían acaso olvidar el gozo de su primer bautismo en el campo misional?

En mis tiempos, las capillas no tenían pila bautismal. Mi primer bautismo fue en el río Scioto, en el estado de Ohio. Fue en un día frío de otoño y el agua parecía estar aún más fría que el aire. Recuerdo el impacto que me causó meterme en las aguas heladas mientras invitaba a nuestro investigador a seguirme. Sin embargo, lo frío del aire y del agua pronto se desvanecieron al administrar la ordenanza del bautismo. El ver el rostro radiante de la persona que emergió de las aguas bautismales es una imagen que nunca olvidaré.

Las oportunidades de enseñar el Evangelio y de bautizar no son exclusivas de los que llevan una placa de misionero regular. ¿Me pregunto por qué permitimos que disminuya el fuego del servicio misional al regresar a nuestras actividades cotidianas en el mundo?

Jamás ha habido otra época en la historia de la humanidad en la que hayamos estado mejor equipados para enseñar el Evangelio a los hijos de nuestro Padre Celestial aquí en la tierra; y parece que hoy lo necesitaran más que nunca. Vemos el deterioro de la fe; vemos mayor amor por lo mundano y una disminución de los valores morales, lo que causará gran dolor y angustia. Lo que necesitamos es un ejército real de ex misioneros, alistados de nuevo en el servicio. Aunque no llevarían la placa de misionero regular, podrían tener la misma resolución y determinación de llevar la luz del Evangelio a un mundo al que le cuesta encontrar su camino.

Hago un llamado a ustedes, ex misioneros, para que redediquen su vida, para que renueven su deseo y espíritu del servicio misional. Les llamo para que tengan la apariencia de un siervo, para que sean un siervo y para que actúen como un siervo de nuestro Padre Celestial. Ruego por su renovada determinación de proclamar el Evangelio a fin de que lleguen a participar más activamente en esta gran obra a la que el Señor nos ha llamado a todos a trabajar. Deseo prometerles que hay grandes bendiciones reservadas para ustedes si continúan adelante con el celo que una vez poseyeron como misioneros regulares.

Hace algunos años, recibí una llamada telefónica de mi hijo Lee; dijo que mi primer compañero de misión estaba en su vecindario, y que él deseaba pasar unos momentos conmigo. Lee y yo fuimos a la casa de la hija de mi ex compañero donde él estaba de visita. Tuvimos una experiencia especial después de tantos años sin habernos visto. Como misioneros, tuvimos la oportunidad de comenzar la obra misional en un pueblo de Ohio. Debido a esa asignación, se nos permitió trabajar juntos por diez meses. Él fue mi entrenador y mi primer compañero; provenía de una familia que le había enseñado el valor del trabajo arduo. Me costaba ponerme a su altura, pero al servir juntos aprendimos a ser buenos compañeros.

Nuestro compañerismo no finalizó con esa asignación de diez meses. Al regresar a casa, rugía la Segunda Guerra Mundial y apenas estaba adaptándome a la vida en casa cuando fui llamado al servicio militar. El primer domingo en el campo de entrenamiento, al asistir a una reunión de nuestra Iglesia, vi la parte de atrás de una cabeza que me era muy familiar. Era mi primer compañero de la misión. Pasamos juntos la mayor parte de los dos años y medio siguientes. Aunque las circunstancias eran muy diferentes en el servicio militar, intentamos continuar con las prácticas del servicio misional. Orábamos tan a menudo como nos fuese posible, y, si lo permitían las circunstancias, estudiábamos juntos las Escrituras. Recuerdo muchas sesiones de estudio bajo la luz de una linterna en nuestra tienda agujereada por las balas. Varias veces, nuestra lectura de las Escrituras era interrumpida por el sonido de la alarma de bombardeo aéreo; apagábamos rápido la linterna y luego nos arrodillábamos y dábamos por terminado nuestro periodo de estudio con una oración.

Se nos apartó a los dos como líderes de grupo y otra vez tuvimos la oportunidad de servir y enseñar juntos el glorioso Evangelio de nuestro Señor y Salvador. Tuvimos más éxito en la milicia que siendo misioneros regulares. ¿Por qué? Porque éramos ex misioneros con experiencia.

La visita que tuve con mi primer compañero misional fue la última oportunidad que tuve de estar con él. Sufría de una enfermedad incurable y falleció pocos meses después. Fue una experiencia maravillosa el revivir los sucesos de la misión y hablar de lo que nos ocurrió después del servicio misional. Hablamos sobre nuestro servicio en obispados, sumos consejos, presidencias de estaca y, por supuesto, alardeamos sobre nuestros hijos y nietos. Al conversar, me maravillé ante la oportunidad de estar juntos otra vez y no pude más que pensar en el relato que está en el capítulo 17 del Libro de Alma.

“Y aconteció que mientras Alma iba viajando hacia el sur, de la tierra de Gedeón a la tierra de Manti, he aquí, para asombro suyo, encontró a los hijos de Mosíah que viajaban hacia la tierra de Zarahemla.

“Estos hijos de Mosíah estaban con Alma en la ocasión en que el ángel se le apareció por primera vez; por tanto, Alma se alegró muchísimo de ver a sus hermanos; y lo que aumentó más su gozo fue que aún eran sus hermanos en el Señor; sí, y se habían fortalecido en el conocimiento de la verdad; porque eran hombres de sano entendimiento, y habían escudriñado diligentemente las Escrituras para conocer la palabra de Dios.

“Mas esto no es todo; se habían dedicado a mucha oración y ayuno; por tanto, tenían el espíritu de revelación, y cuando enseñaban, lo hacían con poder y autoridad de Dios” (Alma 17:1–3).

Cómo me gustaría que todos tuvieran una experiencia similar a la que tuve con mi primer compañero misional; y que pudiesen detenerse y reflexionar en una época de servicio en la que hayan dado diligentemente de su tiempo y talentos para edificar el reino de nuestro Padre Celestial. Si se esfuerzan para que sea una realidad, les prometo que será una de las experiencias más hermosas de su vida. Ustedes son un gran ejército de ex misioneros. Vayan adelante con renovado celo y determinación y que mediante su ejemplo brille la luz del Evangelio en este mundo atribulado. La obra en la que estamos embarcados es la obra del Señor. Dios vive; Jesús es el Cristo; pertenecemos a Su Iglesia. Éste es mi testimonio, el cual les dejo en el nombre de Jesucristo. Amén.