2002
Los tiempos en los que vivimos
Enero de 2002


Los tiempos en los que vivimos

“Nuestra seguridad yace en el arrepentimiento. Nuestra fortaleza proviene de la obediencia a los mandamientos de Dios”.

Mis queridos hermanos y hermanas, acepto esta oportunidad con humildad. Ruego tener la guía del Espíritu en lo que vaya a decir.

Me acaban de entregar un recado que dice que se ha iniciado el ataque de misiles por parte de los Estados Unidos. No es necesario recordarles que vivimos en tiempos peligrosos. Quisiera hablar en cuanto a estos tiempos y nuestras circunstancias como miembros de la Iglesia.

Tienen ustedes plena conciencia de los acontecimientos acaecidos el 11 de septiembre, hace menos de un mes. A raíz de ese despiadado y atroz ataque nos vemos precipitados a un estado de guerra. Es la primera guerra del siglo 21. El último siglo se ha descrito como el más arrasado por la guerra en la historia de la humanidad. Estamos a punto de entrar en otra peligrosa empresa, el desenlace y el final de la cual aún desconocemos. Por primera vez, desde que nos convertimos en una nación, Estados Unidos ha sido seriamente atacada en su masa territorial. Pero éste no fue un ataque tan sólo contra los Estados Unidos; fue un ataque sobre hombres y naciones de buena voluntad de todas partes. Estuvo bien planeado, se llevó a cabo con audacia, y los resultados fueron desastrosos. Se calcula que murieron más de 5.000 personas inocentes. Entre ellas se contaban muchas de otras naciones; fue un acto cruel y astuto, de absoluta maldad.

Recientemente, en compañía de varios líderes religiosos nacionales, fui invitado a la Casa Blanca para reunirnos con el presidente. Al hablarnos, fue franco y sincero.

Esa misma noche, se dirigió al Congreso y a la nación con palabras inequívocas en cuanto a la determinación de Estados Unidos y de sus aliados de ir en busca de los terroristas que fueron responsables del planeamiento de esa terrible tragedia y de cualquiera que les extendiera albergue.

Ahora nos preparamos para la guerra; se han movilizado grandes fuerzas y continuarán haciéndolo; se están forjando alianzas políticas. No sabemos cuánto tiempo durará ese conflicto; no sabemos lo que costará en vidas y en dinero; no sabemos la forma en que se llevará a cabo. Podría impactar la obra de la Iglesia de varias maneras.

Nuestra economía nacional ha sufrido un golpe a causa de ello; ya estaba teniendo dificultades, y esto ha venido a empeorar la situación. Muchas personas están perdiendo sus trabajos; entre nuestros miembros, esto podría afectar las necesidades del programa de Bienestar, así como los diezmos de la Iglesia. Podría afectar nuestro programa misional.

Somos ya una organización global; tenemos miembros en más de 150 naciones. Es posible que la administración de este vasto programa mundial se haga más difícil.

Aquellos de nosotros que somos ciudadanos norteamericanos apoyamos firmemente al presidente de nuestra nación. Se debe hacer frente a las terribles fuerzas del mal y hacérseles responsables de sus acciones. Éste no es un asunto de cristianos contra musulmanes. Me complace ver que se estén donando alimentos para la gente hambrienta de una de esas naciones que es el blanco de operaciones militares. Valoramos a nuestros vecinos musulmanes a través del mundo y esperamos que aquellos que viven de acuerdo con los principios de su fe no vayan a sufrir. Suplico, de modo particular, que de ninguna manera nuestros miembros sean cómplices en la persecución de los inocentes. En vez de ello, seamos amigables y prestemos ayuda, protección y apoyo. Son las organizaciones terroristas las que se deben descubrir y derrotar.

Nosotros, los de esta Iglesia, sabemos algo en cuanto a ese tipo de grupos. En el Libro de Mormón se habla de los ladrones de Gadiantón, una despiadada organización secreta, vinculada con juramentos, empeñada en la maldad y la destrucción. En aquella época, hicieron todo lo posible, mediante cualquier medio, de acabar con la Iglesia, de atraer a la gente con la sofistería y a tomar control de la sociedad. Vemos la misma cosa en la situación actual.

Somos gente pacífica; somos seguidores del Cristo que fue y es el Príncipe de Paz. Pero hay ocasiones en las que tenemos que defender la rectitud y la decencia, la libertad y la civilización, tal como Moroni congregó a su pueblo en su época para defender a sus esposas y a sus hijos y la causa de la libertad (véase Alma 48:10).

La otra noche, en el programa de televisión de Larry King se me preguntó qué pensaba de aquellas personas que, en el nombre de su religión, llevaban a cabo actividades tan abominables. Contesté: “La religión no ofrece protección para la iniquidad, la maldad ni ese tipo de cosas. El Dios en el que yo creo no fomenta esa clase de acciones. Él es un Dios de misericordia; Él es un Dios de amor; Él es un Dios de paz y consuelo, y acudo a Él en tiempos como éste como guía y una fuente de fortaleza”.

Los miembros de la Iglesia en ésta y otras naciones están participando actualmente con muchos otros en una gran empresa internacional. En la televisión vemos a los que están en el servicio militar despidiéndose de seres queridos, sin saber si volverán. Está afectando los hogares de nuestros miembros. Unidos, como Iglesia, debemos arrodillarnos e invocar los poderes del Todopoderoso en beneficio de aquellos que llevarán la carga de esta campaña.

Nadie sabe cuánto tiempo durará; nadie sabe precisamente dónde se lidiará; nadie sabe lo que pueda implicar. El tamaño y la naturaleza de la tarea que hemos emprendido son imposibles de prever por el momento.

Son ocasiones como éstas las que repentinamente nos hacen darnos cuenta que esta vida es frágil, que la paz es frágil, que la civilización misma es frágil. La economía en particular es vulnerable. Una y otra vez se nos ha aconsejado en cuanto a la autosuficiencia, en cuanto a las deudas, en cuanto a la frugalidad. Muchos de nuestros miembros están sumamente endeudados por cosas que no son del todo necesarias. Cuando yo era joven, mi padre me aconsejó que construyera una casa modesta, que satisficiera las necesidades de mi familia, y que la hiciera hermosa, atractiva, cómoda y segura. Me aconsejó que pagara la hipoteca tan rápidamente como pudiera para que, no importara lo que sucediera, tuviera un techo para mi esposa y mis hijos. Me crié con ese modo de pensar. Insto a los miembros de la Iglesia que de lo posible salgan de sus deudas, y que tengan un poco de dinero en reserva para tiempos de necesidad.

No podemos proveer para toda contingencia, pero sí podemos proveer para muchas contingencias. Que la actual situación nos sirva de recordatorio de que eso es lo que debemos hacer.

Tal como se nos ha aconsejado continuamente durante más de 60 años, almacenemos alimentos que nos sostengan durante un tiempo en caso de necesidad, pero no nos llenemos de pánico ni nos vayamos a los extremos; seamos prudentes en todo respecto. Y sobre todo, mis hermanos y hermanas, sigamos adelante con fe en el Dios Viviente y en Su Hijo Amado.

Grandiosas son las promesas en cuanto a esta tierra de América. Inequívocamente se nos dice que “es una tierra escogida, y cualquier nación que la posea se verá libre de la esclavitud, y del cautiverio, y de todas las otras naciones debajo del cielo, si tan sólo sirve al Dios de la tierra, que es Jesucristo” (Éter 2:12). Éste es el meollo del asunto: la obediencia a los mandamientos de Dios.

La Constitución bajo la cual vivimos y la cual no sólo nos ha bendecido sino que se ha convertido en el modelo para otras constituciones, es nuestra seguridad nacional inspirada por Dios, que asegura libertad, justicia e igualdad ante la ley.

No sé lo que nos deparará el futuro; no deseo sonar negativo, pero quisiera recordarles las advertencias de las Escrituras y las enseñanzas de los profetas que hemos tenido constantemente ante nosotros.

No puedo olvidar la gran lección del sueño de Faraón sobre las vacas gordas y las flacas y sobre las espigas hermosas y las marchitas.

No puedo quitar de mi mente las desalentadoras amonestaciones del Señor que se encuentran en el capítulo 24 de Mateo.

Estoy familiarizado, al igual que ustedes, con las declaraciones de la revelación moderna de que vendrá el tiempo en que la tierra será limpiada y habrá aflicciones indescriptibles, con llanto, lloro y lamentación (véase D. y C. 112:24).

Ahora bien, no quiero ser un alarmista; no quiero ser un profeta de calamidades. Soy optimista. No creo que haya llegado el tiempo en el que una total destrucción acabe con nosotros. Ruego fervientemente que no sea así. Hay tanto aún por hacer de la obra del Señor. Nosotros, y nuestros hijos después que nosotros, debemos llevarla a cabo.

Les aseguro que nosotros, los que somos responsables de la administración de los asuntos de la Iglesia, seremos prudentes y cuidadosos como hemos tratado de serlo en el pasado. Los diezmos de la Iglesia son sagrados. Se distribuyen de la manera que el Señor mismo dispone. Nos hemos convertido en una organización sumamente grande y compleja; llevamos a cabo muchos programas extensos y costosos, pero les aseguro que no excederemos nuestros ingresos. No pondremos a la Iglesia en deuda; adaptaremos lo que hagamos a los recursos disponibles.

Cuán agradecido estoy por la ley del diezmo; es la ley de finanzas del Señor. Se establece en breves palabras en la sección 119 de Doctrina y Convenios. Proviene de la sabiduría del Señor. A todo hombre y mujer, a todo niño y niña, a toda criatura de esta Iglesia que pague un diezmo justo, sea grande o pequeño, expreso mi gratitud por la fe de sus corazones. Les recuerdo a ustedes, y a aquellos que no pagan diezmos pero que deberían hacerlo, que el Señor ha prometido maravillosas bendiciones (véase Malaquías 3:10–12). También ha prometido que “el que es diezmado no será quemado en su venida” (D. y C. 64:23).

Expreso agradecimiento a los que pagan ofrendas de ayuno. El costo para el donante es nada más que dos comidas al mes. Esto es el fundamento de nuestro Programa de Bienestar, cuyo objetivo es ayudar a los necesitados.

Ahora bien, todos sabemos que la guerra, la contención, el odio, el sufrimiento de la peor clase no son cosas nuevas. El conflicto que vemos hoy día es tan sólo otra expresión del conflicto que empezó con la guerra en los cielos. Cito del libro de Apocalipsis:

“Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y sus ángeles;

“pero no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo.

“Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él.

“Entonces oí una gran voz en el cielo, que decía: Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo” (Apocalipsis 12:7–10).

Eso debió haber sido un terrible conflicto. Las fuerzas del mal luchaban contra las fuerzas del bien. El gran impostor, el hijo de la mañana, fue derrotado y desterrado, llevando consigo un tercio de las huestes de los cielos.

El libro de Moisés y el libro de Abraham proporcionan luz adicional en cuanto a esa lucha. Satanás habría despojado al hombre de su albedrío y hubiera tomado para sí todo el mérito, el honor y la gloria. En oposición a esto se encontraba el plan del Padre, el cual el Hijo afirmó que cumpliría, bajo el cual Él vino a la tierra y dio Su vida para expiar los pecados de la humanidad.

Desde los días de Caín hasta la actualidad, el adversario ha sido el gran organizador de los terribles conflictos que han traído tanto sufrimiento.

La traición y el terrorismo empezaron con él, y continuarán hasta que el Hijo de Dios regrese a gobernar y reinar con paz y rectitud entre los hijos y las hijas de Dios.

A través de las eras del tiempo, hombres y mujeres, muchos, muchos de ellos, han vivido y han muerto. Es posible que algunos mueran en el conflicto que está por venir. Para nosotros, y testificamos solemnemente de ello, la muerte no será el fin. Hay vida en el más allá tan ciertamente como la hay aquí. A través del gran plan que se convirtió en la esencia misma de la batalla en el cielo, los hombres seguirán viviendo.

Job preguntó: “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir? (Job 14:14). Luego declaró: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo;

“Y después de desecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios;

“Al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro” (Job 19:25–27).

Ahora bien, hermanos y hermanas, debemos cumplir con nuestro deber cualquiera sea ese deber. Es posible que no tengamos paz por un tiempo; algunas de nuestras libertades se verán restringidas; quizás pasaremos inconvenientes; o tal vez incluso seamos llamados a sufrir de una manera u otra. Pero Dios nuestro Padre Eterno protegerá esta nación y a todo el mundo civilizado que acuda a Él. Él ha declarado: “Bienaventurada la nación cuyo Dios es Jehová” (Salmos 33:12). Nuestra seguridad yace en el arrepentimiento. Nuestra fortaleza proviene de la obediencia a los mandamientos de Dios.

Oremos siempre; oremos por la rectitud; oremos por las fuerzas del bien. Tendamos una mano para ayudar a hombres y mujeres de buena voluntad de cualquier religión y doquiera que vivan. Permanezcamos firmes en contra del mal, tanto aquí como en el extranjero. Vivamos dignos de las bendiciones del cielo, reformando nuestra vida en lo que sea necesario, y al acudir a Él, el Padre de todos nosotros. Él ha dicho: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (Salmos 46:10).

¿Son éstos tiempos peligrosos? Lo son. Pero no hay necesidad de temer. Podemos tener paz en nuestros corazones y paz en nuestros hogares. Cada uno de nosotros puede ser una influencia para bien en este mundo.

Que el Dios del cielo, el Todopoderoso, nos bendiga y nos ayude al andar por nuestros diferentes caminos en los días inciertos que se aproximan. Que acudamos a Él con fe inquebrantable. Que con dignidad confiemos en Su Amado Hijo quien es nuestro Redentor, ya sea en vida o en muerte, es mi oración en Su santo nombre, sí, el nombre de Jesucristo. Amén.